La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Название: La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Автор: Hohlbein Wolfgang
Дата добавления: 16 январь 2020
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Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.

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De repente, el paisaje cambió. Habían trepado por uno de los peñascos de mayor pendiente y Dulac esperaba toparse con una planicie pelada o con un páramo colmado de piedras, pero fue justo lo contrario: delante de ellos se extendía un espeso bosque sólo interrumpido por una pequeña senda. Arturo siguió cabalgando sin titubear, pero Dulac vio que los demás caballeros dieron un respingo y se miraron asustados.

Tal vez Dulac fue el único que permaneció inalterable ante aquel camino. Los caballeros -también el rey- escrutaban cada vez más nerviosos a izquierda y derecha, y a Dulac le costaba creer que su respiración se mantuviera reposada. El bosque por el que cabalgaban era más negro que la noche. La poca luz que lograba atravesar el techo de hojas sobre sus cabezas proyectaba una cierta claridad por delante de ellos, pero un palmo después se perdía entre los matojos sin dejar rastro, como si en ese bosque acechara algún ser que se tragara la luz. También ese pensamiento tendría que haber provocado el miedo de Dulac. Sin embargo, sucedía lo contrario. El joven se sentía… a salvo. Algún poder misterioso, lóbrego, aguardaba en ese bosque, pero cuanto más intensivamente sentía su presencia, más percibía que ese poder no iba a hacerle ningún mal.

Por fin, surgió la luz delante de ellos. Arturo cabalgó más deprisa y, unos instantes después, Dulac, el último del grupo, entró en un claro de forma ovalada. Debía de medir quinientos o seiscientos pasos en su parte más ancha, y estaba rodeado por todos lados por el mismo bosque impenetrable por el que llevaban cabalgando unos buenos diez minutos, así que era mucho más grande de lo que parecía a simple vista. El joven no derrochó ni un segundo pensando en ello. Estaba demasiado ocupado en examinar el círculo de piedra que se erigía en el centro del claro.

Cada uno de los gigantescos menhires medía unos cinco metros de alto y debía de pesar docenas de toneladas. Las inmensas columnas de granito cuidadosamente cincelado formaban un círculo perfecto, en cuyo centro destacaba algo que Dulac no pudo reconocer a causa de la distancia, pero que intuyó grande, sagrado y muy poderoso.

Recordó el nombre que le había dado Arturo a aquel lugar: cromlech. Esa era la palabra que había utilizado. Cromlech…

Dulac la repitió varias veces en su cabeza y le pareció que tenía un sonido inquietante y, al mismo tiempo, familiar. Fuera lo que fuera lo que significara… estaba allí delante.

Arturo levantó la mano derecha y dio el alto. Sir Lioness tiró de las riendas de su caballo con tanta fuerza como si hubiera chocado contra una pared invisible, y permaneció quieto, mientras los demás caballeros se aproximaban a Arturo y formaban un círculo a su alrededor. Dulac tuvo la impresión de que lo hacían para protegerlo. Pero, ¿de qué?

Cuando pasó junto a Sir Lioness, miró su rostro. Las facciones del caballero de la Tabla Redonda parecían esculpidas en piedra.

– Herejía -murmuró-. Esto es herejía.

Dulac estuvo a punto de responder, pero luego comprendió que aquellas palabras no iban dirigidas a él. Lo más seguro es que Sir Lioness ni siquiera hubiera notado su presencia. Su mirada se perdía en el círculo de piedra, y lo que Dulac descubrió en ella le estremeció hasta la médula. Era temor, un temor al que tampoco pudo sustraerse Dulac, pues el círculo de piedra proyectaba algo indescriptible, oscuro y reservado. El joven bajó la mirada rápidamente y se dio prisa por llegar junto al monarca, pero la vista de Sir Lioness siguió presa de aquel lugar.

Arturo miró a un lado cuando vio acercarse a Dulac, luego hizo que sí con la cabeza y desmontó con movimientos cansados. Los otros caballeros también hicieron lo mismo. Sólo Sir Lioness siguió rígido sobre la silla.

Arturo se acercó al caballo de carga y descargó el cuerpo de Dagda de la montura. Sir Braiden quiso ayudarlo, pero el rey negó con la cabeza, malhumorado, y se dio la vuelta. Muy derecho y sin parecer notar el peso del mago muerto en sus brazos, fue hacia el círculo. Sir Braiden y los demás lo siguieron, sólo Dulac dio un paso titubeante y se paró de nuevo. Se preguntaba por qué Arturo lo había llevado con él. Sir Lioness no era el único que no pertenecía a aquel lugar.

– ¿A qué esperas? -preguntó Arturo.

– Yo… no sé, señor, si… si yo… -tartamudeó.

– ¿… tienes que estar aquí? Tal vez más que todos los demás. Fue el deseo de Merlín que tú le acompañaras en su último viaje -y se marchó sin esperar la respuesta de Dulac.

Cuanto más se acercaban al monumento, más incómodo se sentía el muchacho. No era sólo el tamaño de los pesados menhires, que formaban un círculo de más de veinte pasos de diámetro. Es que de ellos emanaba una energía poderosa, antigua. En el granito negro había grabados signos y símbolos entrelazados, que le recordaron a los que había visto en Malagon, pero mucho más artísticos. También eran copias de las runas labradas en la espada y en la armadura de plata, pero en lugar de ser rústicas imitaciones, tenían mucho parecido con las originales. Dulac se propuso preguntarle a Arturo por su significado, en cuanto hubiera acabado la ceremonia. Si alguien lo sabría, sería él.

Cuando se aproximaron, divisó también el objeto del centro. Era un bloque cuadrado, enorme, construido con el mismo material de los menhires, pero que estaba a un lado, como si fuera una especie de altar. También se encontraba cubierto de runas y símbolos misteriosos, que parecían moverse a la pálida luz de la luna. Aunque aquello era imposible.

Dulac intentó apartar de su mente aquel pensamiento absurdo, pero no pudo lograrlo plenamente. Cuanto más se acercaban al círculo de piedra, con más nitidez sentía que allí había algo. Aquel antiguo santuario se componía de algo más que piedra y signos arcanos. Era un lugar sagrado, un lugar que tenía un alma y puede que, a su modo, también una conciencia.

Arturo pasó despacio entre las magníficas columnas, se acercó al altar y depositó a Dagda en el suelo frente a él. Entonces, sacó el cuchillo y con un movimiento rápido cortó el sudario con el que estaba envuelto el cuerpo.

El corazón de Dulac dio un vuelco cuando vio a Dagda. A pesar de lo cruel que había sido su muerte, en su rostro no había signos de sufrimiento. Su aspecto era normal y en sus labios se apreciaba, incluso, el esbozo de una sonrisa. De no ser porque había muerto en sus propios brazos, no le hubiera extrañado que abriera los ojos y le mirara.

El monarca se incorporó de nuevo y colocó el cuerpo de Dagda sobre el altar. Luego, dio un paso atrás, cerró los ojos un instante y levantó la mirada al cielo.

Permaneció mucho rato así, quieto, mirando la luna, que lucía completamente redonda sobre el cromlech. Parecía aguardar algo, pero Dulac era incapaz de saber el qué. Miró furtivamente a Sir Gawain, pero el caballero se mostraba tan perplejo como él. Salvo el propio Arturo, nadie parecía saber a qué esperaba el rey.

Y ocurrió… algo.

No vio nada, no oyó nada, no sintió nada a través de ninguno de sus sentidos humanos; sin embargo, Dulac percibió una sensación. Algo en el misterioso halo que emanaba del cromlech comenzó a cambiar. De pronto, había en él una disposición… expectante.

Temblando, Dulac miró a su alrededor; pero aunque sentía aquella transformación misteriosa, sus ojos no vieron nada fuera de lo común. Los caballeros, que formaban las tres cuartas partes de un círculo, en cuyo centro se encontraban Arturo y el altar, parecían tan desprotegidos y temerosos como él. Al otro lado, estaba Sir Lioness, que por fin había desmontado y se había arrodillado junto a su caballo para rezar. El oscuro bosque semejaba un muro impenetrable. La vereda por la que habían accedido al claro había sido engullida por la noche.

De repente, Dulac vio algo.

Fue sólo un relámpago fugitivo, más breve que un pestañeo, como si un rayo metálico se hubiera roto en dos. Dulac observó con más atención y el relámpago plateado se repitió una vez más. Metal en algún lugar de la linde del bosque, allí donde no tenía por qué haber metal.

Dulac quiso dirigirse a Sir Braiden para hacerle partícipe de su descubrimiento, pero cambió de idea cuando vio la expresión de su rostro. Titubeó un instante, pero después se dio la vuelta, abandonó el círculo de piedra y se aproximó con pasos rápidos a la orilla del bosque.

Al principio no vio nada y creyó haberse confundido, pero de pronto oyó un crujido sordo, semejante al sonido que hace una rama seca al quebrarse, y cuando miró en aquella dirección, el relámpago volvió a repetirse.

Dulac fijó la vista de nuevo en el cromlech; entonces, se giró y penetró en el bosque con el corazón palpitante, decidido a no dar más de dos o tres pasos. Con lo oscuro que estaba, existía un peligro evidente de perder la orientación y extraviarse sin esperanza.

Pero, al momento, olvidó la oscuridad.

Delante de él se hallaba el unicornio. Iba cubierto por la barda y embridado, y de su cincha colgaba una lanza corta con la punta plateada. El animal lo miró con sus grandes e inteligentes ojos, a una distancia de unos cinco o seis pasos, pero se dio la vuelta y corrió algo más lejos cuando Dulac intentó aproximarse. Entonces, se quedó parado, volvió la cabeza y lo miró de nuevo, como invitándolo a acercarse. Estaba claro lo que pretendía, que Dulac lo siguiera.

El joven vaciló. Miró indeciso hacia la linde del bosque. Aunque todavía estaba muy cerca, ya no la divisaba. Dos pasos más y no tendría ninguna posibilidad de encontrar el camino de regreso.

El unicornio resopló y Dulac se decidió y lo siguió. Esperaba que el animal permaneciera parado y le diera la oportunidad de montar sobre la silla. El caballo aguardó hasta que Dulac estuvo a pocos pasos, luego volvió a alejarse, para pararse un poco más allá.

De ese modo le fue adentrando más y más en el bosque. Ya hacía tiempo que Dulac había perdido la orientación, no sólo espacial sino también temporal. No sabía cuánto había penetrado en el bosque y si había pasado un minuto o una hora entera. El caballo volvió a trotar lejos de él y Dulac confió en que se pararía nuevamente pocos pasos después para que él pudiera alcanzarlo. En lugar de eso, el animal comenzó a galopar y desapareció, y Dulac se quedó solo.

Pero no, no estaba solo. Oyó ruidos; luego, voces, e identificó sin problemas la dirección de donde venían. Sin hacer ruido y aguantando la respiración, se deslizó hacia allí y pocos pasos después encontró un claro.

Frente a él se movían varias figuras vestidas de negro. Pudo oír las voces con mayor nitidez, pero seguía sin comprender las palabras. Sin embargo, identificó la lengua en la que conversaban los hombres, pues no hacía mucho que la había escuchado. Era picto.

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