La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Название: La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Автор: Hohlbein Wolfgang
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial - читать бесплатно онлайн , автор Hohlbein Wolfgang

Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.

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– Ya habéis hecho por mí más de lo que imagináis -respondió Lancelot, sintiendo inmediatamente lo que acababa de decir. Arturo frunció la frente, pero antes de que pudiera preguntar a qué venían aquellas palabras, Lancelot desvió el tema de la conversación, cambiando el tono de la voz-: Vayamos a ver a vuestros hombres, Arturo. Ya habrá tiempo de conversar.

El balance que hicieron de la batalla fue desolador.

En la hierba yacían, heridos o muertos, diecinueve pictos. Y también los caballeros de la Tabla Redonda habían tenido que pagar un espeluznante tributo de sangre. Sir Lioness estaba muerto, pues los pictos lo habían alcanzado el primero, arrollándolo a su salida del bosque, y de los demás caballeros -Arturo incluido- no había ni uno solo que se hubiera salvado de recibir alguna herida más o menos importante. El que había salido peor parado había sido Sir Braiden. Había perdido la mano derecha y, aunque Sir Galahad y Sir Gawain se ocupaban de él cuando Arturo y Lancelot llegaron, había pocas esperanzas de que pudiera superar la próxima hora. Le habían vendado el brazo, pero había perdido mucha sangre y su pulso era tan débil que apenas se sentía.

La cara del monarca se puso más tensa todavía cuando comprobó la gravedad de su estado.

– Mordred -murmuró-. Pagará por esto, lo juro. Por Braiden, por Lioness y por el daño que le ha causado a este lugar sagrado.

Lancelot lo miró interrogante. Seguía con la visera del yelmo bajada -y así continuaría-, pero Arturo pareció percibir su mirada porque le explicó:

– Este es un lugar para la paz, Lancelot. Un lugar para la oración y la reflexión. Verter sangre en un cromlech significa ofender al espíritu que vela por él. Ese sacrilegio no se quedará sin expiación.

Unos días antes Dulac se habría reído de aquellas palabras, y más aún si provenían de un hombre que llevaba años convertido oficialmente al cristianismo y que había jurado combatir las viejas creencias paganas, pero desde entonces habían ocurrido muchas cosas que le habían llevado a no saber ya a qué carta quedarse. No pudo dejar de pensar en la tenue luz y el grial que habían aparecido sobre el altar y que le habían otorgado nuevas fuerzas, y un escalofrío recorrió su espalda. Al igual que aquella energía que velaba invisible sobre el cromlech, esa luz también era un poder amigo que estaba de su parte; pero aquello no impedía que le impusiera respeto, aunque sólo fuera porque sentía que formaba parte de otro mundo totalmente distinto, que estaba más allá de su comprensión.

Arturo tomó su silencio como un asentimiento y no incidió más en el tema. Él y los otros tres pasaron la siguiente media hora despojándose de las armaduras y curándose las heridas mutuamente. Lancelot no participó en esas tareas -tampoco parecían esperarlo los demás-, sino que permaneció callado intentando alejar sus temores cuando vio la gravedad de las heridas de Arturo y los otros. Pasarían semanas, por no decir meses, antes de que los caballeros de la Tabla Redonda se hubieran recobrado del todo.

También le estuvo dando vueltas a la cabeza a lo que debía hacer. Sin duda, había sido un error no montar su caballo y salir corriendo de allí al instante, pero no lo había hecho y ya no podía volver atrás. Y algo -el presentimiento de una futura desgracia todavía mayor- le impidió hacerlo entonces: no, no podía marcharse sin más.

Un rato después, se levantó y se dirigió al círculo de piedra. Había ocurrido algo singular: el recinto estaba intacto. Los cadáveres, la sangre y las armas abandonadas habían desaparecido por completo. Ni siquiera quedaban rastros de pisadas y cascos.

Merlín seguía sobre el altar, con una expresión tan serena que parecía dormir. Por su aspecto se veía que tenía muchos años, pero no se trataba de una persona achacosa; era un anciano, pero no un vejestorio. Dulac habría dado cualquier cosa por que hubiera abiertos los ojos y le hubiera regalado una de sus cariñosas y expresivas sonrisas.

No volvería a hacerlo. Un nudo amargo se instaló en su garganta y, de pronto, dos lágrimas recorrieron su rostro por debajo de la visera. Era como si en aquel momento hubiera asumido que Dagda estaba realmente muerto. Tal vez tenía trescientos años, como había afirmado bromeando en una ocasión, pero al final había tenido que capitular ante una enemiga, contra la que ni la magia más poderosa podía competir: la muerte.

Unos pasos a su espalda le sacaron de sus pensamientos, pero no se volvió. De todas formas, comprendió que se trataba de Arturo aun antes de oír su voz.

– Era un buen amigo -dijo Arturo-. El mejor que un hombre puede desear.

– ¿Cómo murió? -preguntó Lancelot.

– Fue víctima de la misma magia negra responsable de este sacrilegio -dijo Arturo con amargura-. Y Mordred también pagará por eso.

Lancelot se dio la vuelta hacia Arturo. La mirada del rey estaba fija en el altar y la expresión de su rostro indicaba el odio que sentía.

– Mordred -repitió Lancelot en voz baja-. Odiáis mucho a ese hombre.

– Sí -respondió Arturo sencillamente. Y esa única palabra dijo más que cualquier costosa explicación.

¿Aunque sea vuestro hijo?

Lancelot no pronunció la pregunta en voz alta, pero la tenía tan en la punta de la lengua que por un momento creyó haberlo hecho. En todo caso, Arturo no demostró ninguna reacción, lo que llevó a Lancelot a respirar tranquilo.

Unos minutos después, Arturo carraspeó con desazón.

– Es tarde -dijo-. Tenemos que marcharnos. Queda un largo camino por delante. Podéis montar el caballo de Sir Lioness. Está ileso y estoy seguro de que él no tendría nada en contra de que lo montarías.

Lancelot asintió. Estaba convencido de que el unicornio podría llevarlo a pesar de su herida, pero le daba reparo volver a montar sobre él. El corcel con su barda de plata le resultaba mucho más inquietante que la misma armadura.

Volvieron a donde estaban los otros. Galahad y Gawain acababan de atar a Lioness al lomo de uno de los caballos sin amo, de los que había casi dos docenas corriendo por el claro, y estaban haciendo lo mismo con Braiden, aunque con mucho más cuidado. Arturo lo acompañó junto al caballo del caballero muerto, pero cuando iba a montarse, oyeron el sonido de unos cascos y el unicornio apareció tras ellos.

Tenía la pata intacta. La herida había desaparecido y su armadura brillaba bajo la luz de la luna, como si estuviera recién pulida.

Lancelot lo miró e imaginó que lo mismo había sucedido con él. Antes, mientras luchaba contra los pictos, su armadura estaba cubierta de sangre de los pies a la cabeza. Ahora, sin embargo, lucía impoluta. No tuvo que desenvainar la espada para saber que su hoja se encontraba tan limpia como el día en que había sido forjada.

Se dio la vuelta y se encontró con la mirada de Arturo. Al rey no pudo pasarle inadvertido el misterioso cambio, pero no dijo nada. Se giró, dio unos pasos y se agachó para dar la vuelta a un muerto. Cuando se enderezó de nuevo, parecía aliviado.

– ¿Esperabais encontraros con alguien determinado? -preguntó Lancelot.

Arturo hizo un gesto de asentimiento.

– Lo temía -le corrigió y, sin permitir que Lancelot añadiera más preguntas, continuó-: Un chico.

– ¿Un chico? -el corazón de Dulac latió un poco más deprisa.

– Mi mozo de cocina, para ser exactos -respondió el rey-. Y al mismo tiempo, un buen amigo de Merlín. Lo traje para que pudiera despedirse de él, pero ha desaparecido.

– Tal vez haya muerto -respondió Dulac.

– No está entre los muertos -replicó Arturo negando con la cabeza-. Me siento contento de que sea así. Habrá salido corriendo.

En vez de responder, Lancelot levantó ambas manos y abrió la visera. Le daba lo mismo si revelaba su secreto o no. A pesar de todos los quebraderos de cabeza que había supuesto para el rey, no quería que él lo recordara como a un cobarde.

Arturo se demostró sorprendido cuando vio su cara. Sus ojos se abrieron incrédulos.

– Arturo, tendría que…

– Disculpad -le interrumpió el rey-. Mi reacción ha sido muy impertinente. Tengo que pediros perdón. Es que me he sorprendido, porque… sois todavía tan joven.

«Ocurre lo mismo que con Ginebra», pensó Dulac. Arturo no lo había reconocido. Llevaban diez años viéndose todos los días, el monarca le miraba a la cara desde menos de un paso de distancia y no se daba cuenta de a quién tenía enfrente.

– A veces el aspecto exterior nos confunde -dijo-. Marchémonos. Tenéis razón. Es tarde.

El regreso por aquel bosque detestable fue tan inquietante como el viaje de ida. Al contrario que la tarde anterior, Lancelot cabalgaba ahora en el mismo grupo, justo detrás de Arturo. A pesar de la misteriosa curación, Lancelot no se había subido al unicornio, sino que montaba el caballo del caballero muerto, como le propuso el rey. El unicornio trotaba tras él y, aunque el raciocinio del joven le indicaba que sus pensamientos eran totalmente descabellados, tenía la sensación de sentir la mirada desaprobatoria del unicornio clavada entre sus hombros.

Como la otra vez, mientras cabalgaban a través de aquel túnel de oscuridad que cruzaba el bosque, le abandonó el sentido del tiempo. Seguramente no habían transcurrido más que unos minutos, pero a él -y como iba a descubrir más tarde, también a los demás- le parecieron horas. Lancelot respiró contento cuando salieron por fin del bosque y apareció ante ellos el desfiladero sembrado de cantos rodados.

Los caballos todavía tenían que andarse con más ojo que a la ida, pues se escurrían a causa de la considerable bajada. Bajo los cascos de sus pezuñas saltaban las piedras que, rodando, formaban pequeños aludes que se deslizaban hacia el valle. Pero finalmente lograron alcanzar el pie de la colina sin que ocurriera ninguna desgracia. Sin embargo, Arturo frenó la marcha de golpe y levantó alarmado la cabeza.

– ¿Qué os sucede? -preguntó Lancelot.

– Hay algo que no va bien -respondió Arturo a media voz-. Aquí tendrían que estar nuestros hombres, pero no hay nadie.

El campamento se encontraba en el siguiente recodo del camino como sabía Lancelot perfectamente, aunque no podía decirlo. En lugar de eso, chascó los dedos y el unicornio se acercó obediente. Lancelot se cambió a la silla del corcel con la barda de plata, sujetó el escudo a su brazo izquierdo y desenvainó la espada. Luego, adelantó a Arturo sin decir nada y se puso a la cabeza del pequeño grupo.

No se sorprendió cuando dio la vuelta al sendero y se encontró ante el campamento. Fue como si lo hubiera sabido, y no sólo intuido. El campamento estaba devastado. Los criados y escuderos que habían acompañado a Arturo y a sus caballeros yacían muertos en el suelo. La saña de los atacantes había sido tan grande que no habían respetado ni a los caballos: más de diez cadáveres de animales estaban diseminados entre los hombres. La hoguera daba muestras de haber sido pisoteada y las dos tiendas que los hombres habían instalado, destrozadas.

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