La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
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Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.
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Sin embargo, poco a poco, Dulac fue convenciéndose de que, a pesar de todo, había tenido suerte. Arturo tenía el legítimo derecho de haberle matado. En la batalla había desertado de su lado, y había molestado a Lady Ginebra, que al fin y al cabo, era de noble cuna. Cualquiera de esos comportamientos bastaba para haberlo llevado a la horca. Pero, el rey se contentaba con alejarlo de Camelot y le ofrecía, además, una educación que días antes ni siquiera habría podido soñar.
Y él lo despreciaba por lo que había hecho. Habría preferido que el rey lo matara.
Transcurrió bastante tiempo antes de que recobrara la respiración y pudiera continuar la marcha. La posada estaba vacía. Tander y sus hijos estarían ya en Camelot, lo que implicaría que pondrían las cosas de Dagda patas arriba y arramblarían con todo lo que no permaneciera guardado bajo siete llaves. Dulac tendría que haber advertido a Arturo; conocía a Tander como para saber lo que iba a ocurrir. ¡Qué más daba! Arturo lo descubriría pronto.
Además, le estaría bien empleado.
En lugar de entrar en la casa, fue directamente al granero esperando encontrarse con Lobo, que llegaría saltando sobre él con la cola en alto mientras, ladrando, demandaría su buena ración de caricias. Pero el perro no apareció y al dolor de Dulac se sumó un nuevo dardo envenenado cuando comprendió que tal vez no volviera a ver al animalillo nunca más. ¿Qué le había hecho al destino para que le arrebatara realmente todo?
Se derrumbó sobre la paja, rezando por dormirse o caer en un estado de inconsciencia (el hombro le dolía bastante), pero no encontró sosiego. Hasta avanzada la tarde, cuando regresaron Tander y sus hijos, estuvo dando vueltas inquieto, enfadado con su destino, cayendo a veces en la desesperación más profunda, a veces en accesos de ira, que le provocaban las ansias de correr hacia el castillo y abalanzarse sobre el rey.
Por encima de todo, tomó una decisión.
Abandonaría Camelot, pero no para ir a York con el fin de educarse en las artes de la caballería. Tenía que esperar al entierro de Dagda para rendirle los últimos honores, pero luego abandonaría Camelot, Britania incluso, y no regresaría. Jamás.
Pasó los tres días siguientes en la posada, y aunque todavía se resentía del hombro, trabajó, de buen grado y sin que Tander tuviera que mandárselo, hasta casi el agotamiento. Llegó un momento en que, incluso, fue suficiente para Tander, pues el posadero dejó de marearlo con sus reproches y le pidió que bajara un poco el ritmo, supuestamente porque se preocupaba por su salud, pero en realidad porque sabía que si Dulac continuaba trabajando hasta la extenuación iba a acabar con sus fuerzas y, entonces, no le serviría de nada. Dulac no hizo caso de sus advertencias. Por medio del trabajo intentaba aturdirse para no pensar, y lo logró en buena parte. Hasta dejó de tener pesadillas, sobre todo porque por las noches estaba tan desfallecido que caía en un sueño próximo a la inconsciencia.
El amanecer del cuarto día volvió a la realidad.
Alguien lo sacudió para despertarle y, cuando abrió los ojos de mala gana, se topó con el rostro de Tander. Tenía un aspecto ridículo, pues llevaba un camisón mugriento y un gorro de dormir con una borla en la punta.
– Levántate, holgazán -gruñó-. Ha venido un emisario del castillo. Tienes que ir a ver al rey. Sin demora.
– ¿Al rey? -Dulac se incorporó de la paja y pestañeó adormilado-. ¿Por qué?
– ¿Cómo voy a saberlo? -suspiró Tander-. El caso es que debes levantarte. Ha dicho que te des prisa. Y no se te ocurra pasar todo el día remoloneando por ahí, como si no hubiera nada que hacer aquí.
Y se marchó. Dulac se quedó un rato más sentado sobre la paja, en la misma posición, esperando que se le pasara el sopor. ¿El rey le mandaba llamar?
Hacía pocos días que prácticamente le había expulsado del castillo, así que no entendía ahora que le reclamara. De pronto, se dio cuenta del día que era y un sentimiento de profunda tristeza lo invadió.
Se levantó, se vistió y abandonó el granero. El sol aún no había salido y, tras la inquietud de los primeros días, la normalidad había vuelto a Camelot. La ciudad dormía todavía y todo estaba en absoluto silencio.
Y otra cosa más estaba como siempre: cuando llevaba unos minutos andando, tres figuras le interceptaron el camino.
– ¿Qué queréis? -preguntó Dulac con sequedad-. ¡Desapareced! Hoy no tengo tiempo para vosotros.
En lugar de dejar el camino libre, Mike se abrió de piernas y puso los brazos en jarras, amenazador. Evan y Stan se colocaron a izquierda y derecha de él.
– No tan rápido -sonrió Mike con una mueca-. ¿Qué significa eso de que no tienes tiempo para nosotros? Para los buenos amigos se tiene tiempo siempre. ¿O es que tienes algo más importante que hacer? ¿Una visita al rey, quizá?
– Lo has adivinado -respondió Dulac en un tono que sonó más seguro de lo que era en realidad. Los tres tenían ganas de pelea y Dulac, con la herida del hombro, no estaba en las mejores condiciones para hacerles frente.
– Me cuesta creer que vayas a ver al rey -comentó Mike-. He oído decir que habías caído en desgracia.
Las malas noticias corrían deprisa, pensó Dulac; en ese sentido, Camelot no se diferenciaba de las otras ciudades del mundo.
– Pues has oído mal -dijo-. Dejad el camino libre… o ¿quieres que le diga a Arturo que llego tarde porque me habéis entretenido?
– Arturo, oíd, oíd -dijo Mike, demostrando estar muy al quite-. Ya llama al rey por su nombre. Me pregunto de qué pueden hablar tanto.
De pronto, Dulac comprendió por qué Mike y los otros le estaban acechando. No se trataba de tomarle un poco el pelo como otras veces o pegarle para matar el aburrimiento, como habían hecho en algunas ocasiones del pasado. Había un motivo mucho más serio.
Miró a Evan, pensativo. Le había decepcionado, creía que había conseguido romper el hielo entre ellos, pero el muchacho había adoptado una posición tan resuelta como la de los otros. Sin embargo, al cruzar la mirada con Dulac, tuvo la decencia de bajar la cabeza. Aquellos tres chicos no habían ido a su encuentro porque no sabían qué hacer con su tiempo, sino porque llevaban los últimos cinco días muertos de miedo. Y no sin razón.
– No le he dicho nada a Arturo, si es eso lo que queréis saber -dijo.
– ¿Dicho? ¿De qué?
– Sobre vuestro pequeño acuerdo con los pictos -contestó Dulac. En realidad no había pensado ni un segundo en la posibilidad de denunciar a Evan y a los otros dos. Sin duda, Arturo los habría ejecutado en el mismo momento de saberlo. Y aunque en el pasado había soñado muchas veces con darles un buen escarmiento, no quería su muerte. Estaba convencido de que los tres habían aprendido la lección-. Si hubiera dicho algo, ahora estaríais muertos -añadió.
– Eso es cierto -suspiró Mike, metiendo la mano bajo la camisa-. ¿Pero quién nos asegura que vas a seguir así?
– Yo -afirmó Dulac.
Mike sacudió la cabeza. La mano bajo la camisa agarró algo. Dulac estaba convencido de que era un cuchillo.
– Me temo que eso no me sirve -dijo el otro-. Si cambias de opinión…
Dulac comprendió. No estaba seguro de las posturas de Stan y de Evan, pero Mike había ido a buscarle con el firme propósito de matarlo.
Todo ocurrió tan rápido que a él mismo le sorprendió. Dulac se echó a un lado, su frente chocó con tanta fuerza contra la cara de Stan que pudo oír el crujido que hizo el puente de su nariz al romperse. Al mismo tiempo, le pegó un empujón a las piernas de Evan y éste cayó sin más al suelo, dándose un golpe en la nuca con el empedrado. En el acto, Dulac tensó el brazo derecho y le propinó a Mike un puñetazo en la nuez, que hizo que el chico se desplomara jadeando a punto de ahogarse. Su mano resbaló bajo la camisa y un cuchillo cayó al suelo.
Quizá era Dulac el que más sorprendido estaba de los cuatro, y seguro que el más asustado también. Todo aquel desaguisado no le había llevado más de un segundo. Y lo peor era: que tampoco había querido que ocurriera. Algo dentro de él había registrado que estaba en peligro y le había obligado a reaccionar con desgraciadas consecuencias.
Dulac se arrodilló y examinó a los tres chicos. Evan se había desmayado, pero respiraba profunda y regularmente; por su parte, Stan se presionaba con ambas manos la nariz destrozada intentando cortar la hemorragia. El que había salido peor parado había sido Mike. No dejaba de patalear, mientras movía la cabeza de derecha a izquierda haciendo verdaderos esfuerzos por tratar de respirar. Estaba sufriendo lo indecible, pero Dulac tuvo claro que sobreviviría… aunque tuviera que alimentarse las próximas dos o tres semanas exclusivamente de sopa y pan en remojo.
Por lo menos, no había matado a ninguno de los tres.
El joven se estremeció cuando se dio cuenta de que el pensamiento que acaba de tener no le había impresionado lo más mínimo. Habían amenazado con matarle. Alguien le había atacado y él se había defendido con todos los medios que tenía a su alcance, era tan sencillo como eso.
¿Qué es lo que estaba haciendo con él aquella maldita armadura?
– No tengas miedo -dijo. No sabía si Mike le estaba escuchando, pero se sintió culpable de decir aquellas palabras-. No voy a delataros. Pero en el futuro pensad antes con quién vais a véroslas.
Mike hizo un ruido espantoso con la garganta antes de lograr, por fin, recobrar el aliento y Stan se volvió gimiendo a un lado, apretó las rodillas contra el pecho y escupió sangre.
Cuando alcanzó el castillo, Camelot estaba iluminado por docenas de antorchas. En el patio se alineaban casi una quincena de caballos embridados. A su alrededor, un gran número de caballeros -entre ellos, Arturo, Galahad y Perceval-, enfundados en sus armaduras, observaban cómo sus escuderos disponían los pertrechos sobre los animales de carga, y controlaban la perfecta colocación de arreos y gualdrapas en los corceles. Un ánimo de viaje se había adueñado de todo el patio, y al mismo tiempo se palpaba gran tensión en el ambiente.
Sólo un momento después comprendió que estaba en lo cierto, pues estalló una pelea entre Arturo y Sir Lioness.
El caballero, equipado con la armadura completa y todas las armas, como la mayoría, tenía la cara congestionada de rabia.
– ¡No lo decís en serio, Arturo! -dijo atropellándose-. ¡Os pido que lo penséis de nuevo! -el tono de su voz no encajaba con la palabra «pido» y su aspecto demostraba las ganas que tenía de desenvainar el arma y acabar la discusión con otros argumentos.