La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Название: La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
Автор: Hohlbein Wolfgang
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial - читать бесплатно онлайн , автор Hohlbein Wolfgang

Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.

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Tal vez fuera aquella mañana la única persona de todo el castillo que no se dejara llevar por la alegría y las ganas de salir adelante. La vaga aflicción que pesaba sobre él todo el tiempo se transformó en profundo dolor cuando se aproximó a las escaleras del sótano. Le costó mucho esfuerzo recorrer aquel camino, pero tenía que hacerlo. La última vez que estuvo allí no pudo despedirse de Dagda adecuadamente. Ahora subsanaría esa falta. Aunque lo hiciera en un cuarto vacío, solo frente a una cama vacía.

Sin embargo, no estuvo solo y el cuarto no estaba vacío.

El rey Arturo se encontraba delante de la cama y miraba el lugar donde el día anterior había yacido el cuerpo sin vida de Dagda. Tuvo que oírle, porque el joven no había evitado hacer ruido, convencido de ser el único allí abajo. Sin embargo, no reaccionó lo más mínimo cuando Dulac entró. Sólo cuando éste carraspeó levemente para hacerse notar, levantó la cabeza y se dio la vuelta muy despacio. Su rostro era impenetrable, una máscara de contención real cómo siempre, pero sus ojos brillaban y sobre sus mejillas se divisaban dos finas líneas de humedad. El rey había… ¿llorado?

– Dulac -le saludó.

El chico bajo rápidamente la mirada y susurro:

– Mi rey.

– Deja esas tonterías -dijo Arturo-. Estamos solos. Y ahora mismo no me siento nada rey -cogió aire-. He perdido a un buen amigo. Tal vez el mejor que tenía.

– Dagda.

– Merlín -le corrigió Arturo-. Su nombre era Merlín. Lo abandonó cuando los tiempos empezaron a cambiar: la cruz se hizo cada vez más fuerte y el bastón rúnico, en cambio, fue debilitándose.

– ¿Por qué? -preguntó Dulac.

Arturo encogió los hombros.

– Probablemente no quería interponerse en mi camino -dijo-. Tienes que saber que Merlín era el último gran sacerdote de los viejos dioses. El último de la vieja magia y, con toda seguridad, el más poderoso que ha vivido nunca. No sé cómo van a continuar las cosas sin él. Al final, también él ha sucumbido al enemigo más despiadado, el tiempo.

– No -dijo Dulac. Tal vez iba a cometer un error, pero Arturo tenía el derecho a saber realmente lo que había ocurrido.

– ¿No? ¿Qué quieres decir con eso?

– Dagda, Merlín, sabía que iba a morir -contestó Dulac-. Me lo dijo. Se sentía viejo y débil. Pero no fue la vejez lo que le mató.

– ¿Tú estabas… aquí? -preguntó Arturo incrédulo.

– Murió en mis brazos, sí -afirmó Dulac.

– ¿Quién le mató? -la voz de Arturo se endureció-. ¿Los pictos?

– La magia -respondió Dulac-. Magia negra. No entiendo nada de esas cosas, pero era magia. La obra de una bruja.

La mirada de Arturo se ensombreció. No preguntó detalles.

– Morgana -murmuró-. Tenía que haberlo sabido. La bruja. Sabía que tramaba algo, pero nunca habría imaginado que se atrevería a golpear aquí, en el corazón de Camelot -escrutó a Dulac con una mirada penetrante-. Te equivocas, chico. Fue la vejez la que mató a Merlín. Si hubiera estado en posesión de una mínima parte de sus fuerzas, habría contrarrestado ese ataque cobarde con todo el ímpetu del mundo. Y es mi culpa. ¡No tenía que haberlo dejado solo! He caído como un estúpido en la más vieja de las trampas. Y a punto he estado de llevar a Ginebra a la perdición también.

– ¿Ginebra? -preguntó Dulac con un horror simulado-. ¿Qué ha…?

– Está ilesa -le interrumpió Arturo-. Pero no gracias a mí. El rey Uther ha muerto y si no hubiera aparecido ese misterioso Caballero de Plata, Ginebra tampoco habría regresado.

– El mismo caballero que…

– El mismo, sí -le cortó la palabra Arturo. Luego preguntó-: ¿Qué te ha pasado en el brazo?

– Una torpeza por mi parte -respondió Dulac, evitando dar más detalles-. No es grave -para corroborar su afirmación, sacó inmediatamente el brazo del cabestrillo. El movimiento casi le hizo saltar las lágrimas a los ojos, pero logró sobreponerse mostrando tan solo un ligero encogimiento de sus labios.

– Me alegro de que no estés severamente herido -dijo Arturo. Para alivio de Dulac no preguntó ni cómo ni dónde se había hecho aquel rasguño-. Correrá más sangre. Me temo que esto sólo ha sido el principio. Mordred no va a claudicar. Quiere Camelot y le da lo mismo que para alcanzarlo tenga que cruzar un mar de sangre.

El joven estaba desconcertado. Le sorprendía que Arturo tuviera tanta confianza en él, pero entonces se dio cuenta de que esa impresión no era exacta. No es que le tuviera confianza, es que necesitaba alguien con quien hablar y Dulac había sido el primero con el que se había encontrado.

Arturo aspiró tan fuerte que sonó como si emitiera un pequeño grito. Cuando siguió hablando, se había rehecho por completo.

– La vida sigue, Dulac -dijo-, por muy cruel que suene. Quiero que vayas a ver a tu padrastro y le pidas que venga a ocuparse de esto. Alguien tiene que cocinar. Y en lo que se refiere a ti… -dudó un momento-. Hace tiempo que le prometí a Merlín que me ocuparía de ti si le sucedía algo a él, y voy a cumplir mi palabra. Pero quiere pedirte que me des un poco de tiempo. Ahora mismo son demasiadas cosas las que penden de un hilo.

– Por supuesto -respondió Dulac inmediatamente. ¿El rey le pedía a él comprensión? No podía creerlo, aunque lo hubiera escuchado con sus propios oídos.

– Vete a casa -dijo Arturo-. Allí te aguarda bastante trabajo, seguro. Mañana, a la salida del sol, enterraremos a nuestros hermanos caídos. Te espero delante de la iglesia.

Dulac nunca había puesto un pie en una iglesia en toda su vida, pero no dijo nada. Arturo esperaba algo de él. Todavía no sabía qué, pero sentía que el rey no hablaba con él sólo por pura amistad. Había algo más. Y lo que sí percibía con toda claridad era que, fuera lo que fuera, no le iba a gustar.

El entierro se celebró a la mañana siguiente, media hora después de la salida del sol. El cementerio de Camelot estaba extra muros y, a su manera, reflejaba el mismo espíritu que imperaba en el castillo y en la Tabla Redonda de Arturo. Todas las cruces del camposanto eran iguales. No había ninguna diferencia en si era una humilde criada o un caballero de noble estirpe el que estaba allí sepultado. La mayor parre de las cruces ni siquiera tenían inscripción.

Caldridge y los otros cuatro caballeros no eran los únicos que iban a ser enterrados aquella mañana. Junto a la pequeña capilla había alineadas unas dos docenas de cuerpos envueltos en sudarios blancos: los caballeros de la Tabla Redonda, hombres y mujeres de Camelot que habían caído en el ataque de los pictos, y también los propios pictos que habían pagado el asalto con su vida. La muerte hacía a todos iguales.

La comitiva fúnebre, que cruzó la puerta de la ciudad con las primeras luces del amanecer, era sorprendentemente larga. No la integraban sólo Arturo y todos sus caballeros, sino también decenas de hombres y mujeres de Camelot que se habían acercado para despedirse de los suyos. A cada momento, Dulac se iba encontrando peor. Un entierro no era un rito agradable y no era el primero al que tenía que asistir, pero nunca antes había sentido un dolor tan agudo ni había visto una rabia tan falta de amparo reflejada en los ojos de las personas. Aquella mañana todavía se acrecentaba más en él la sensación que había tenido el día anterior al cruzar las calles de Camelot. Si Arturo no le hubiera ordenado ir hasta allí, habría acabado alejándose del cementerio y escondiéndose en cualquier sitio hasta que pasara la ceremonia.

Y no habría visto a Ginebra.

Totalmente vestida de blanco, el color del luto para los reyes, iba a la cabeza de la comitiva. Llevaba el rostro cubierto y parecía que las fuerzas la habían abandonado, pues apenas podía moverse y sus hombros se agitaban ininterrumpidamente. Lloraba por debajo del velo.

Dulac habría dado cualquier cosa por poder llorar también. Todavía no se había sobrepuesto a la muerte de Dagda y dentro de él había un dolor profundo, cruel, que no cesaba, sino que, por el contrario, se acrecentaba más y más.

Y no podía olvidar a los hombres que había matado. Había desechado aquella maldita armadura de plata, pero no podía quitarse de encima el recuerdo del horrible suceso. Cuando cerraba los ojos, veía la cara del picto que el unicornio había ensartado con su cuerno, el espanto ahogado en sus ojos y, por encima de todo, su desesperación. El destino de aquel hombre era lo que más le había impresionado. El guerrero sabía que no tenía ninguna posibilidad, que cabalgaba a una muerte segura. No había sido una batalla de igual a igual. De la misma manera habría podido cortarle el cuello a un maniatado. Había creído que la armadura le transformaría en un caballero, pero si quería ser sincero, lo que había hecho de él era un asesino. Nunca, nunca más volvería a ponérsela, ocurriera lo que ocurriera.

Entraron en la capilla. Sir Lioness pronunció una sencilla oración, sorprendentemente corta. Después, salieron para unirse a los porteadores que llevaban los cuerpos a las tumbas abiertas. Dulac se quedó rezagado. Había sido el último en entrar en la capilla, de tal forma que los demás integrantes de la comitiva pasaron por su lado al salir, también Ginebra. Se contentaba con robarle una mirada.

Pero consiguió mucho más. Cuando Arturo y ella pasaron junto a él, el rey lo saludó con un gesto mientras Ginebra se paraba y empleaba un segundo en mirar su rostro a través del velo. Luego ladeó la cabeza, fijó la vista en Arturo, y sólo cuando éste asintió otra vez, Ginebra posó sus ojos de nuevo en Dulac y comenzó a descubrirse. Estaba pálida y sus ojos tenían el aspecto de haber llorado toda la noche. Pese a todo, en su semblante brotó una sonrisa débil, pero muy cálida, cuando lo miró.

– Dulac. Estoy contenta de verte.

– Mylady -el corazón de Dulac empezó a latir con fuerza. Las cosas tenían que resolverse en ese mismo instante. Dos días atrás, Ginebra podía pensar en divertirse haciendo ver que no lo conocía, pero ahora no podía ser tan cruel como para seguir con aquel juego.

Sin embargo, todo lo que leyó en sus ojos fue alivio y alegría de verle. Sólo eso: no le había reconocido. La armadura mágica no sólo le infundía fuerzas cuando la portaba, sino que también le convertía en otra persona completamente diferente.

– Quédate un rato conmigo, Dulac -pidió Ginebra-. Ahora… necesito un amigo.

Dulac miró a Arturo, sorprendido, pero el rey reaccionó de una forma muy distinta a como él esperaba: simplemente hizo una señal de asentimiento. El joven, todavía algo desconcertado, salió detrás de Ginebra y Arturo, y los siguió.

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