La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial
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Como todos los chicos de su edad, Dulac sue?a con una vida de caballero legendario. Pero lo m?s probable es que siga siendo siempre un mozo de cocina de la corte del rey Arturo. Sin embargo, cuando encuentra en un lago una vieja armadura y una espada oxidada, su vida cambia por completo. La representaci?n del Santo Grial que decora el escudo transforma al joven en el valiente h?roe de sus sue?os. Como Lancelot, el Caballero de Plata, marcha en el ej?rcito del rey Arturo y sus caballeros de la Tabla Redonda a la guerra contra las huestes del malvado Mordred. El destino de Britania est? en juego.
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¿Pictos? ¿Allí?
Debían de ser una veintena, o más, y la causa de que estuvieran allí pronto la tuvo clara. Era una emboscada para Arturo y sus caballeros. De alguna manera los pictos habían averiguado que el rey iba a desplazarse hasta allí.
Tenía que advertir a Arturo. Pero, ¿cómo? Dulac no tenía ni idea de dónde estaba y en qué dirección tenía que ir para regresar al cromlech. No dudaba de que, a pesar de la superioridad de los otros, Arturo y sus cinco acompañantes podrían acabar con ellos en una pelea limpia, pero no sería así si caían en una trampa. Y no podía imaginarse ni con la mejor de las voluntades que aquellos bárbaros retaran a Arturo y a los otros a un duelo entre caballeros.
Al otro lado del claro se produjo agitación y, entre los pictos, aparecieron dos jinetes. El corazón de Dulac dio un vuelco. ¡Mordred! Dulac se agachó para ocultarse mejor tras el arbusto donde había buscado cobijo.
Mordred cabalgó hasta el centro del claro y se paró. Dulac trató de reconocer a su acompañante, pero no lo consiguió. Iba cubierto con una capa larga con capucha, bajo la que solo se veía oscuridad.
– ¿Estáis preparados? -preguntó Mordred a uno de los guerreros pictos.
Éste le respondió en un inglés dificultoso:
– Nuestros guerreros están preparados, señor. Sólo esperamos la vuelta de nuestro espía.
– ¿Espía? No es necesario. Arturo sólo lleva un puñado de hombres consigo.
– Hemos descubierto un nuevo grupo acampado al otro lado del bosque -remachó el hombre.
– Unos pobres campesinos -respondió Mordred con desprecio-. No os preocupéis. No se van ni a atrever a pisar el bosque. Son todavía más supersticiosos que vosotros.
– ¿Y Arturo? -preguntó el picto.
– ¿Qué pasa con Arturo? -replicó Mordred-. Vosotros sois más de veinte. ¿Os dan miedo cinco hombres?
– No tenemos miedo de cinco hombres -respondió el otro con serenidad-, sino de la magia de uno.
Mordred iba a contestar, pero su acompañante se le acercó mientras se quitaba la capucha. Dulac se sorprendió.
El hada Morgana llevaba la misma diadema negra con la que la había visto tras la batalla contra los puros, pero su rostro le pareció más afilado y su expresión todavía más fría. Sus penetrantes ojos brillaban despreciativos cuando se dirigió al guerrero.
– A lo que teméis es a la magia de Merlín, no a la de Arturo -dijo-. Pero Merlín está muerto y su magia se ha ido con él. La luz de la luna acompañará sus restos al otro mundo. Esperad a medianoche, entonces os enfrentaréis con un muerto cuya espada será tan poco peligrosa como la vuestra. Pero tened en cuenta que quiero a Arturo vivo. Por mí podéis matar a todos los demás, pero a él lo quiero vivo.
– En el caso de que estéis en posición de hacerlo -añadió Mordred, lo que le valió la mirada de enojo de su madre.
– Lo haremos -respondió el picto con un tono de voz cortante.
El rostro de Mordred se tornó torvo y fue a responder, exasperado, cuando Morgana se lo impidió con un gesto autoritario.
– Ya basta -dijo con sequedad-. Tenéis que partir. Aún hay tiempo, pero el camino es largo y no podéis llegar tarde bajo ningún concepto. Arturo esperará hasta la medianoche, pero en cuanto el alma de Merlín haya cruzado al otro mundo, abandonará el cromlech.
Dulac había oído suficiente, así que, ayudándose de manos y rodillas, se apartó un trecho hacia el bosque, antes de atreverse a incorporarse otra vez. Quedarse más tiempo habría sido peligroso. Ya le parecía milagroso que ni Morgana ni Mordred hubieran notado su presencia.
Sin embargo, lo que ahora importaba era avisar a Arturo. Pero, ¿cómo? ¡Ni siquiera sabía en qué dirección se hallaba el cromlech!
A su espalda oyó el sonido de unos cascos. Dulac se dio la vuelta y descubrió al unicornio, que acababa de surgir tan de repente como había desaparecido antes. Esta vez no se escapó cuando él se aproximó, de tal modo que pudo echar mano a la silla y montarse con un impulso. Fuera el que fuera el secreto que rodeaba a aquel animal, estaba claramente de su parte. Con su ayuda podría alcanzar a Arturo sin problemas y avisarle antes de que los pictos llegaran al cromlech.
Como si hubiera leído sus pensamientos, el caballo enfundado en plata se giró y arrancó con tanto ímpetu que Dulac emitió un chillido y tuvo que asirse al pomo de la silla para no caer.
A pesar de la velocidad que el caballo imprimió a su carrera, a Dulac el viaje se le hizo eterno. Estaba al límite de sus fuerzas y apenas podía mantenerse sobre la silla cuando finalmente apareció un claro frente a él. Habían llegado al límite del bosque.
Pero no era el cromlech lo que surgió ante ellos. Al alivio de haber dejado tras de sí aquel misterioso bosque, se sumó la sorpresa sin igual de ver la extensa, en su mayor parte abierta, planicie que se extendía ante él. Y la ciudad que estaba detrás.
Camelot.
Era del todo imposible, pero ante él se encontraba Camelot.
¿Cómo podía ser? El unicornio había empleado un ritmo acuciante sí, pero no había tardado nada porque todavía no era medianoche. Sin embargo, aquella mañana ellos habían marchado de allí a la salida del sol y cabalgado durante todo el día sin descanso, para llegar al atardecer al cromlech. Absolutamente imposible… a no ser que fuera cosa de magia, algo que todavía se negaba a creer, a pesar de que ya lo había experimentado en más de una ocasión en su propio cuerpo. De todas formas, lo esencial ahora era saber, fuera cosa de magia o no, ¿por qué le había llevado el caballo de vuelta a Camelot en lugar de con Arturo y sus caballeros?
Por lo menos en ese punto se equivocaba, lo tuvo clarísimo cuando estuvieron a un paso de la Puerta Norte. En vez de atravesarla o quedarse quieto para que Dulac pudiera desmontar, el animal hizo de pronto un viraje hacia el norte y se dirigió al bosquecillo que se encontraba a media legua de Camelot. En unos segundos llegaron a él. El caballo penetró unos pasos en la espesura y se paró para que Dulac pudiera por fin apearse.
Un cúmulo de sentimientos inundó a Dulac mientras bajaba de la silla. Era horror, pero también rabia y algo más que le resultaba totalmente desconocido. Reconoció aquellas zarzas. Había jurado no volver a ponerse la terrible armadura nunca más, fuera lo que fuera lo que estuviera en juego. Pero presentía que no iba a cumplir ese juramento. Lo había hecho porque sentía miedo de sí mismo, pero ¿qué importancia tenía su destino si se trataba de la vida del rey y, por consiguiente, del bien de Camelot y de todos sus habitantes?
No tenía elección.
Dulac se agachó y separó las ramas. La armadura seguía intacta, allí donde la había dejado. Extendió la mano, titubeó y encogió el brazo de nuevo.
El caballo resopló e, inquieto, empezó a escarbar el suelo con una pata delantera. No tenían tiempo. Aún no había llegado la medianoche, pero cada minuto que perdía podía significar la muerte de Arturo y de sus acompañantes.
Sin embargo, si se ponía la armadura…
Dulac tenía la absoluta certidumbre de que no iba a poder enfundarse la armadura sin más y, luego, volver a quitársela como si tal cosa. El precio que la última vez ésta le había demandado fue grande, pero tenía la seguridad de que en la próxima ocasión lo sería mucho más. Más de lo que quería pagar y, tal vez, todavía más de lo que podía pagar.
Sin embargo, no tenía elección. Y nunca en toda su vida le habían regalado nada.
Dulac miró otra vez hacia Camelot, luego sacó la armadura del arbusto y se la puso.
Ya no era Dulac el que subió al caballo y tomó el camino de regreso hacia el bosque mágico, sino Lancelot.
El corcel embrujado salvó el trayecto hacia el cromlech con la misma velocidad mágica que había empleado para ir a Camelot y, a pesar de eso, llegó tarde. Lancelot oyó los tintineos de las armas, los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos ya cuando se aproximaba a la linde del bosque, y antes de que en su cabeza se formara la imagen de la batalla que se estaba librando en el claro, percibió cómo una hormigueante excitación recorría todo su cuerpo. Era un sentimiento nuevo y extraño, que no le resultaba desagradable, y lo que más le asustó fue, quizá, que comprendía plenamente su significado. Algo dentro de él… se alegraba ante la batalla.
Quería pelear, peor aún: quería matar. Sin la intervención de su conciencia, soltó la lanza de la cincha, la sujetó bajo su brazo derecho y cerró la mano en torno al asta. El unicornio ya había llegado a la orilla del bosque y se lanzó como una quimera de plata desde los arbustos.
En un primer momento, la lanza no logró ningún objetivo. La pelea se estaba llevando a efecto con la dureza inmisericorde y la ira que había esperado, pero se había circunscrito al círculo de piedra al que se habían retirado Arturo y sus hombres. Mientras Lancelot acudía al cromlech, reconoció a cuatro o cinco figuras con corazas de cuero negro, caídas en el suelo, y varios caballos sin jinete que corrían desconcertados por el claro. Para su desasosiego, vio también a una figura, vestida de azul y oro, que ya no se movía. Había llegado tarde. Su titubeo antes de decidir enfundarse la armadura le había costado la vida a uno de los hombres de Arturo, y lo más seguro es que fueran más los muertos.
Lancelot espoleó al caballo para que corriera todavía más, dobló su cuerpo sobre el cuello del animal y ensartó la espalda del guerrero picto que tenía delante. Con toda probabilidad el hombre ni siquiera notó que le habían atinado. La lanza penetró exactamente entre sus omoplatos, taladró su pecho y tuvo la fuerza suficiente para traspasar la barda del caballo. Mientras jinete y caballo morían juntos, Lancelot desenvainó la espada y embistió a otro picto con tanta fuerza que el hombre cayó en unión de su caballo. A continuación, se llevó por delante a un tercer bárbaro, antes incluso de que los restantes soldados percibieran que él estaba allí.
El estado de la batalla le confirmó que los caballeros no iban a resistir mucho más. Arturo y sus cuatro acompañantes, montados a caballo, se defendían con uñas y dientes; y como se habían refugiado en el círculo de piedra, sus atacantes no podían beneficiarse de su superioridad como habían planeado.
De todas formas, la situación de los caballeros de la Tabla Redonda era desesperada. Ninguno de los hombres, tampoco Arturo, estaba ileso. Sus armaduras se encontraban cubiertas de sangre. Sir Galahad había perdido el escudo y apretaba su mano izquierda contra un desgarrón de su coraza, del que manaba sangre abundantemente, y en el lugar donde debía estar la mano derecha de Sir Braiden podía divisarse tan sólo un muñón ensangrentado. El caballero seguía peleando con la mano izquierda, pero sus movimientos habían perdido buena parte de la elegancia y la rapidez que le caracterizaban. Bastarían unos segundos para que los enemigos le vencieran no sólo a él, sino a todos los demás.