Ciudad Maldita
Ciudad Maldita читать книгу онлайн
El mundo deCiudad maldita es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigm?tico Experimento: en ?l, todos hablan una lengua com?n que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», elleitmotiv tautol?gico que se repite a lo largo de la novela, no es m?s que la plasmaci?n del «socialismo real», un provecto que sucumbe en el caos, la privaci?n, la anulaci?n de la voluntad, la tiran?a policial y el cinismo de un vac?o ideol?gico y moral: y, por tanto, en la carencia de aut?ntico arte...
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—Pero ¿puedes decirme qué ha pasado?
—Un loco... —Andrei se dio cuenta de lo que estaba diciendo y calló un momento—. Un idiota que transportaba material explosivo por la plaza y seguramente lo dejó caer.
—¿De veras no se trata de un atentado? —insistió Selma.
—¡Pues no tengo la menor idea! Rumer es quien se ocupa de eso, yo no sé nada.
Selma resopló en el auricular.
—Seguro que mientes, señor consejero —dijo, y colgó.
Andrei rodeó la mesa y regresó a la ventana. La multitud se había dispersado casi del todo. No se veía personal médico ni ambulancias. Varios policías regaban con mangueras el espacio que rodeaba una depresión poco profunda en la superficie de hormigón. Y la anciana que antes cruzara, empujando un cochecito con un niño, atravesaba la plaza de vuelta. Nada más.
Fue hasta la puerta y echó una mirada a la antesala. Amalia estaba en su sitio, muy seria, con los labios apretados, totalmente inaccesible, sus dedos recorrían el teclado a velocidad cósmica, sin la menor huella de lágrimas ni de cualquier otra emoción en el rostro. Andrei la miró con ternura.
«Un encanto de mujer —se dijo—. Vete a la mierda, Vareikis —pensó con malévola alegría—. Antes te saco a ti a patadas de aquí...» De repente, alguien se detuvo delante de Amalia. Andrei levantó la mirada. Desde una altura sobrehumana lo miraba, expectante, el rostro largo y aplastado por los lados de Ellizauer, del departamento de transporte.
—Ah —dijo Andrei—. Ellizauer... Perdone, no puedo recibirlo hoy. Mañana por la mañana, cuando quiera.
Sin decir una palabra, Ellizauer hizo una reverencia y desapareció. Amalia estaba ya de pie, con el bloc de notas y el lápiz preparados.
—¿Señor consejero?
—Entre un momento —dijo Andrei. Regresó a la mesa y en ese momento volvió a sonar el teléfono blanco.
—¿Voronin? —se oyó una voz nasal de fumador—. Soy Rumer. ¿Cómo te va por ahí?
—Muy bien —dijo Andrei, haciéndole un gesto a Amalia: no te vayas, ahora estoy contigo.
—¿Tu mujer, qué tal?
—Bien, te manda saludos. A propósito, mándale dos trabajadores del departamento de servicios, necesito que hagan algunas cosas en casa.
—¿Dos? Está bien. ¿Adonde?
—Que la llamen, ella les dirá. Que la llamen ahora mismo.
—Bien. Dalo por hecho. No en este mismo momento, pero dalo por hecho... Estoy muy ocupado con todo ese lío. ¿Conoces la versión oficial?
—¿Cuál es? —dijo Andrei, molesto.
—En pocas palabras, la siguiente: un accidente con material explosivo. Durante el transporte de sustancias explosivas. Se investigan los detalles.
—Entendido.
—Un trabajador transportaba explosivos a una obra... Digamos, estaba borracho.
—Sí, ya lo he entendido —dijo Andrei—. Muy bien. Correcto.
—Aja —respondió Rumer—. Y tropezó, o... En general, se investigan los detalles. Los culpables serán sancionados. Ahora están haciendo copias de la información y te llevarán una. Pero hay algo más: ¿recibiste una carta, verdad? ¿Quién de tu gente la ha leído?
—Nadie.
—¿Y tu secretaria?
—Te repito que nadie. Las cartas personales las abro yo personalmente.
—Perfecto —dijo Rumer, con aprobación—. Es una medida correcta. Entiéndeme, hay otros que se han hecho un lío fenomenal con la correspondencia. Cualquiera lee sus cartas personales. Entonces, de tu gente nadie ha leído nada. Magnífico. Esconde bien esa carta, según el modelo doble cero. Ahora irá a verte uno de mis funcionarios, dásela, ¿está bien?
—Y eso, ¿con qué fin?
—Pues, cómo decirte... —balbuceó Rumer vacilando—. Quizá sea de utilidad. Tú lo conocías, ¿no?
—¿A quién?
—Pues a ese... —Rumer soltó una risita—. A ese trabajador... al de los explosivos...
—Lo conocía.
—Bueno, no vamos a hablar por teléfono, ese funcionario que irá a verte te hará un par de preguntas, tú respóndelas...
—No tengo tiempo para esperarlo —dijo Andrei, molesto—. Fritz me ha citado a su despacho.
—Espera cinco minutos —insistió Rumer—. Qué te cuesta, por Dios... Ya ni siquiera puedes responder a un par de preguntas...
—Está bien, está bien —repuso Andrei con impaciencia—. ¿Algo más?
—Ya le he ordenado que fuera a verte, estará ahí dentro de un momento. Se apellida Zwirik. Es adjutor mayor.
—Está bien, está bien, lo esperaré.
—Sólo dos preguntitas. No te retendrá.
—¿Algo más? —volvió a preguntar Andrei.
—Es todo. Ahora tengo que llamar a otros consejeros.
—No se te olvide mandarle esos hombres a Selma.
—Dalo por hecho. Lo tengo anotado aquí. Hasta luego.
Andrei colgó y se volvió hacia Amalia.
—Tenlo en cuenta: no has visto ni oído nada. —Amalia lo miró, asustada, y sin decir palabra señaló hacia la ventana con el dedo—. Exactamente. No sabes el nombre de nadie, y en general, no tienes idea de qué ha ocurrido.
La puerta se abrió y asomó un rostro pálido lejanamente conocido, con ojillos cáusticos.
—¡Espere fuera! —dijo Andrei con brusquedad—. Ahora lo llamo. —El rostro desapareció—. ¿Me has entendido? —preguntó Andrei—. Hubo un estruendo en la calle, pero no sabes nada más. La versión oficial es la siguiente: un obrero borracho transportaba explosivos desde el almacén a una obra, se está dilucidando quién es responsable de lo ocurrido. —Calló mientras pensaba—. ¿Dónde he visto esa jeta? Y me suena el apellido... Zwirik... Zwirik...
—¿Por qué lo haría? —preguntó Amalia en voz muy baja, y sus ojos volvieron a humedecerse sospechosamente.
—No hablemos ahora de eso. —Andrei frunció el ceño—. Más tarde. Dile a ese lacayo que entre.
DOS
Cuando se sentaron a la mesa. Geiger se volvió hacia Izya.
—Come, mi querido judío. Come y disfruta.
—No soy tu querido judío —replicó Izya, mientras se servía ensalada—. Te he dicho cien veces que soy mi propio judío. Tu querido judío es ése —dijo, señalando a Andrei con el tenedor.