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Ciudad Maldita

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Ciudad Maldita
Название: Ciudad Maldita
Дата добавления: 15 январь 2020
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Ciudad Maldita - читать бесплатно онлайн , автор Стругацкие Аркадий и Борис

El mundo deCiudad maldita es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigm?tico Experimento: en ?l, todos hablan una lengua com?n que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», elleitmotiv tautol?gico que se repite a lo largo de la novela, no es m?s que la plasmaci?n del «socialismo real», un provecto que sucumbe en el caos, la privaci?n, la anulaci?n de la voluntad, la tiran?a policial y el cinismo de un vac?o ideol?gico y moral: y, por tanto, en la carencia de aut?ntico arte...

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Andrei, sin sentir las piernas, regresó a la mesa, se sentó y volvió a coger la carta.

A todos los poderosos de este monstruoso mundo:

Odio la mentira, pero vuestra verdad es peor que la mentira. Habéis convertido la ciudad en un cómodo pesebre, y a los ciudadanos de la Ciudad en cerdos bien alimentados. No quiero ser un cerdo bien alimentado, pero tampoco quiero ser porquerizo, en vuestro mundo no hay una tercera posibilidad. Sois autocomplacientes y estériles en vuestra justicia, aunque muchos de vosotros fuisteis alguna vez verdaderas personas. Entre vosotros hay antiguos amigos míos, y me dirijo a ellos en primer lugar. Las palabras no influyen en vosotros, yo las reforzaré con mi muerte. Quizá sintáis vergüenza, quizá terror, o puede ser que sólo se vuelva incómodo vuestro pesebre. Ésa es mi única esperanza. ¡Que Dios castigue vuestro aburrimiento! No son palabras mías, pero las firmo encantado.

Dennis Lee

Todo aquello había sido mecanografiado en varias copias, la que tenía era la tercera o la cuarta. Y más abajo, había una nota a mano:

¡Adiós, querido Voronin! Me haré estallar hoy a las trece cero cero, en la plaza delante de la Casa de Vidrio. Si esta carta no se retrasa, podrás ver cómo ocurre todo, pero no tiene sentido intentar impedirlo, sólo habría victimas innecesarias. Tu antiguo amigo jefe del departamento de cartas de los lectores de tu antiguo periódico. Dennis.

—¿Te acuerdas de Dennis? —dijo Andrei, alzando la mirada hacia Amalia—. Dennis Lee, el jefe del departamento de...

Amalia asintió en silencio y un segundo después el terror distorsionó su rostro.

—¡No puede ser! —dijo, con voz ronca—. ¡No es verdad!

—Se ha hecho estallar —dijo Andrei, articulando con dificultad—. Seguramente, se ató cartuchos de dinamita. Bajo la chaqueta.

—¿Con qué objetivo? —dijo Amalia. La chica se mordió el labio, los ojos se le llenaron de lágrimas que corrieron después por su pequeño rostro blanco y quedaron colgando de la barbilla.

—No entiendo —dijo Andrei, indefenso—. No entiendo nada... —Clavó en la carta unos ojos que nada veían—. Nos vimos hace poco. Sí, discutimos, nos peleamos... —Levantó la vista nuevamente hacia Amalia—. ¿Habrá venido a verme y yo me habré negado a recibirlo?

Amalia negó con la cabeza, con el rostro entre las manos.

Y de repente, Andrei comenzó a sentirse furioso. Más que furia, era rabia, la misma que se había apoderado de él ese mismo día, en los vestidores, después de la ducha. ¿Qué demonios quería? ¿Qué más les hacía falta? ¿Qué querían esos canallas? ¡Idiota! ¿Qué había demostrado con todo aquello? No quería ser un cerdo, tampoco quería ser porquerizo... ¡Se aburría! ¡A la mierda con ese aburrimiento!

—¡Deja de chillar! —le gritó a Amalia—. Límpiate los mocos y vuelve a tu sitio.

Apartó de sí los papeles con un gesto, se levantó y caminó de nuevo hacia la ventana.

En la plaza había una enorme multitud. En el centro de aquella multitud había un espacio gris vacío, delimitado por guerreras azules, y allí se afanaban personas que vestían batas blancas. Una ambulancia hacía sonar la sirena, intentando abrirse camino.

«A fin de cuentas, ¿qué has logrado demostrar? ¿Que no quieres vivir con nosotros? ¿Y para qué tenías que demostrarlo? ¿Y a quién? ¿Nos odias? No tiene sentido. Hacemos todo aquello que hay que hacer. No tenemos la culpa de que sean unos cerdos. Lo eran antes de nosotros, y lo seguirán siendo después. Sólo podemos alimentarlos, vestirlos y liberarlos de sufrimientos animales, pero no han tenido sufrimientos espirituales desde que nacieron, y no los tendrán. ¿Qué, acaso hemos hecho poco por ellos? Mira cómo está ahora la Ciudad. Limpia, ordenada, no queda nada del burdel que era antes, hay abundancia de comida, de ropa, y pronto habrá diversiones de todo tipo, dentro de muy poco. ¿Qué más necesitan? Y tú, ¿qué has hecho? Ahora los sanitarios rasparán tus tripas del asfalto y ahí acaban todas tus preocupaciones. Pero a nosotros sólo nos queda trabajar y trabajar, mantener en marcha toda la maquinaria, porque todo lo que hemos logrado es sólo el comienzo, todo esto hay que preservarlo, querido amigo, y una vez preservado, hay que multiplicarlo... Porque en la Tierra puede ser que no haya un dios ni un demonio por encima de la gente, pero aquí sí... Mi apestoso demócrata, mi populista idiota, hermano de mis hermanos...»

Pero ante los ojos seguía teniendo al Dennis que había visto durante su último encuentro, uno o dos meses antes, reseco, agobiado, como enfermo, con un terror secreto escondido en sus ojos tristes y apagados, y lo que dijo al final de aquella discusión desordenada y sin sentido, levantándose y tirando sobre el platillo metálico unos billetes arrugados.

—Dios mío, ¿de qué te jactas delante de mí? De que pones las tripas en el altar... ¿Con qué objetivo? ¡Alimentar a la gente hasta que revienten! ¿Y en eso consiste la misión? En la puñetera Dinamarca hace muchos años que saben cómo hacerlo... Bien, puede ser que, como dices, no tengo derecho a hablar en nombre de todos. Quizá no de todos, pero tú y yo sabemos bien que la gente no necesita eso, que así no se construye un mundo verdaderamente nuevo.

—¿Y cómo, hijo de tu puñetera madre, cómo vamos a construirlo? ¡¿Cómo?! —gritó Andrei en aquella ocasión, pero Dennis se limitó a hacer un ademán desesperado y no quiso seguir conversando.

El teléfono blanco comenzó a sonar. Andrei regresó a su mesa a desgana y levantó el auricular.

—¿Andrei? Aquí, Geiger.

—Hola, Fritz.

—¿Lo conocías?

—Sí.

—¿Y qué piensas de todo esto?

—Un histérico —masculló Andrei—. Un baboso.

—¿Recibiste una carta suya? —preguntó Geiger tras guardar silencio unos momentos.

—Sí.

—Qué hombre más raro —dijo Geiger—. Está bien. Te espero a las dos.

Andrei colgó el teléfono, que al instante volvió a sonar. Esta vez se trataba de Selma. Estaba muy alarmada. Los rumores sobre la explosión habían llegado ya hasta el Cortijo Blanco, y por el camino habían crecido hasta hacerse irreconocibles, y allí reinaba un pánico silencioso.

—Todo está en perfecto estado, todo —dijo Andrei—. Yo estoy bien, y Geiger está bien, y la Casa de Vidrio está bien. ¿Has llamado a Rumer?

—¿Para qué demonios iba a hacerlo? —se indignó Selma—. Vine corriendo de la peluquería. La mujer de Dollfuss llegó allí a la carrera, toda cubierta de polvo blanco, y dijo que habían cometido un atentado contra Geiger y que la mitad del edificio había volado...

—Bueno, está bien —repuso Andrei, con impaciencia—. Ahora no tengo tiempo.

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