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Ciudad Maldita

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Ciudad Maldita
Название: Ciudad Maldita
Дата добавления: 15 январь 2020
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Ciudad Maldita - читать бесплатно онлайн , автор Стругацкие Аркадий и Борис

El mundo deCiudad maldita es un mundo sobrenatural al que son transportados los protagonistas tras su muerte para formar parte de un enigm?tico Experimento: en ?l, todos hablan una lengua com?n que cada uno identifica como propia. «El Experimento es el Experimento», elleitmotiv tautol?gico que se repite a lo largo de la novela, no es m?s que la plasmaci?n del «socialismo real», un provecto que sucumbe en el caos, la privaci?n, la anulaci?n de la voluntad, la tiran?a policial y el cinismo de un vac?o ideol?gico y moral: y, por tanto, en la carencia de aut?ntico arte...

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—Y seguía en ese mismo espíritu —dijo, con aire bonachón—. No deje de ir a verla... A propósito, ¿qué impresión le ha causado el joven Keatcher?

—¿Keatcher? —Vareikis se estremeció de manera perceptible—. Por el momento, mi impresión es que todo está en orden con él.

—Yo pienso lo mismo —dijo Andrei y tomó el auricular—. ¿Tiene algún otro asunto que tratar conmigo, Vareikis?

—No —El hombre se levantó—. No tengo nada más —dijo—. ¿Puedo retirarme?

Andrei lo despidió con un movimiento de cabeza.

—Amalia —dijo por el auricular—. ¿Hay alguien más ahí?

—Ellizauer, señor consejero.

—¿Quién es ese Ellizauer? —preguntó Andrei, contemplando cómo salía Vareikis del despacho, con precaución, por partes.

—El vicejefe del departamento de transporte. Es sobre el tema Aguamarina.

—Que espere. Tráigame el correo.

Un minuto después Amalia apareció en el umbral, y durante todo aquel minuto. Andrei estuvo frotándose los bíceps y haciendo giros con la cintura: su cuerpo era presa de un agradable dolor después de una hora de trabajo físico con una pala en las manos y, como siempre, pensaba que aquello era excelente para una persona que realizaba una labor preferentemente sedentaria.

Amalia cerró la puerta a sus espaldas y, taconeando sobre el parqué, se detuvo al lado de Andrei y le colocó delante la carpeta con la correspondencia. Como siempre, abrazó sus muslos, finos y duros, ceñidos por una falda de seda: le acarició una pantorrilla y, con la otra mano, abrió la carpeta.

—¿Qué tenemos aquí? —dijo, con animación.

Amalia se derretía bajo sus manos, había dejado incluso de respirar. Era una chica cómica y fiel como un perro. Además, sabía hacer su trabajo. Andrei la contempló de abajo arriba. Como siempre, en el momento de las caricias, ella le colocó, indecisa, su mano fina y cálida en el cuello, junto a la oreja. Le temblaban los dedos.

—¿Qué hay, pequeña? —pronunció Andrei con ternura—. ¿Hay algo importante en este montón de basura? ¿O cerramos la puerta ahora mismo y adoptamos otra pose?

Aquélla era la sencilla clave que utilizaban para hablar de sus diversiones en el butacón o sobre la alfombra. Andrei no hubiera podido decir cómo era Amalia en la cama. Nunca había estado en una cama con ella.

—Aquí está el proyecto de presupuesto... —pronunció Amalia con una vocecita débil—. Varias instancias... Y cartas personales, no las he abierto.

—Has hecho bien —dijo Andrei—. De repente, alguna belleza me escribe... —Él la soltó y ella suspiró con levedad—. Siéntate —le pidió—. No te vayas, termino rápido.

Agarró la primera carta que tenía a mano, rasgó el sobre, la recorrió con la mirada y frunció el ceño. El mecánico Yevseienko informaba sobre Quejada, su jefe inmediato, diciendo que éste «se permitía expresiones groseras sobre los dirigentes y, en particular, sobre el señor consejero». Andrei conocía bien al tal Yevseienko. Era un tipo rarísimo, con una mala suerte excepcional, todo lo que emprendía terminaba de manera desgraciada. En su momento había asombrado a Andrei cuando se puso a hablar maravillas de la guerra en los alrededores de Leningrado en 1942.

—Qué bien lo pasábamos entonces —decía, y en su voz se percibía un ensueño nostálgico—. Vivíamos sin pensar en nada, y cuando uno necesitaba algo, le decía a los soldados que lo consiguieran...

Terminó la guerra con el grado de capitán, y durante todo aquel tiempo sólo había matado a un hombre, a su comisario político. Aquella vez, trataban de romper el cerco. Yevseienko vio que los alemanes hacían prisionero a su comisario político y le registraban los bolsillos. Entonces les disparó desde los matorrales, mató al comisario y huyó. Estaba muy orgulloso de aquello: los alemanes hubieran torturado al prisionero. ¿Qué hacer con semejante imbécil? Era su sexta delación. Y no se la enviaba a Rumer, ni a Vareikis, sino a él directamente. Un giro psicológico más que divertido.

«Si le hubiera escrito a Vareikis o a Rumer. Quejada resultaría acusado. Pero yo no lo tocaría, lo sé todo sobre él, pero no voy a tocarlo porque lo aprecio y lo perdono, eso lo sabe todo el mundo. Entonces, ese hombre ha cumplido con su deber ciudadano, pero no ha hundido a nadie... ¡Qué monstruo, perdónalo, Dios mío!»

Andrei arrugó la carta, la tiró a la papelera y tomó la siguiente. La letra del sobre le pareció conocida, era muy particular. No aparecía el nombre ni la dirección del remitente. Dentro del sobre había una hojita de papel, con un texto escrito a máquina, una copia y ni siquiera la primera, con una nota a mano al final. Andrei la leyó sin entender nada, volvió a leerla, se quedó de una pieza y miró el reloj. A continuación, agarró el auricular del teléfono blanco y marcó un número.

—¡Urgente, con el consejero Rumer! —gritó, con desesperación.

—El consejero Rumer está ocupado.

—¡Soy el consejero Voronin! ¡He dicho que es urgente!

—Perdone, señor consejero. El consejero Rumer está con el presidente...

Andrei tiró el auricular, apartó a un lado a la perpleja Amalia y corrió hacia la puerta. En el momento en que tocó el picaporte de plástico, se dio cuenta de que ya era tarde, de que ya no tendría tiempo para nada. Si todo aquello era verdad, claro está. Si no se trataba de una estúpida broma...

Caminó lentamente hasta la ventana, se agarró de la baranda cubierta de terciopelo y se puso a escudriñar todo el espacio de la plaza. Como siempre, estaba desierta. Se veía alguna que otra guerrera azul, los vagos se amontonaban a la sombra de los árboles y una anciana avanzaba lentamente, empujando un cochecito de niño. Pasó un auto. Andrei esperaba, agarrado a la baranda.

Amalia se le acercó por la espalda y le rozó levemente el hombro.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó en un susurro.

—Vete —dijo Andrei, sin volverse—. Siéntate en el butacón.

Amalia desapareció. Andrei volvió a mirar el reloj. Había transcurrido un minuto después del plazo.

«Claro —pensó—. No puede ser. Una broma estúpida. O un chantaje...» Y en ese momento, por debajo de los árboles apareció un hombre que comenzó a cruzar lentamente la plaza. Desde arriba parecía pequeñito y Andrei no lo reconoció. Lo recordaba delgado, erguido, pero aquel hombre parecía corpulento, hinchado, y sólo en el último segundo Andrei comprendió por qué. Cerró los ojos y se apartó de la ventana.

En la plaza hubo un estallido, corto y retumbante. Los marcos se estremecieron, los cristales temblaron, y al momento se oyó el ruido de vidrios que caían desde los pisos inferiores. Amalia gritó apenas, y abajo, en la plaza, comenzaron a oírse gemidos desesperados.

Apartando con una mano a Amalia, que había corrido hacia él o quizá hacia la ventana. Andrei se obligó a abrir los ojos y mirar. En el sitio donde había estado el hombre había una columna de humo amarillo que no permitía ver nada. Guerreras azules corrían de todas partes hacia aquel lugar, y más lejos, bajo los árboles, iba congregándose una multitud. Todo había terminado.

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