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La Tabla De Flandes

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La Tabla De Flandes
Название: La Tabla De Flandes
Дата добавления: 15 январь 2020
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La Tabla De Flandes - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.

La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.

La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.

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XIV. DIÁLOGOS DE SALÓN

«-Si lo he descubierto, es porque lo buscaba.

– ¿Cómo?… ¿Acaso esperaba usted encontrarlo?

– Creí que no era improbable.»

A. Conan Doyle

La luz de la escalera estaba estropeada y subieron los peldaños a oscuras. Muñoz iba delante, guiándose con la mano a lo largo de la barandilla, y al llegar al rellano se quedaron los dos en silencio, escuchando. Al otro lado de la puerta no oían ruido alguno, pero una línea de luz se dibujaba en el umbral, a ras del suelo. Julia no pudo ver las facciones de su acompañante en la oscuridad, pero supo que Muñoz la miraba.

– Ya no podemos volver atrás -dijo, respondiendo a la pregunta no formulada, y como única respuesta oyó la tranquila respiración del ajedrecista. Entonces buscó a tientas el timbre, pulsándolo una vez. En el interior, el sonido se desvaneció como un eco lejano, al extremo del largo pasillo.

Tardaron un poco en oír los pasos que se acercaban despacio. El ruido se detuvo un momento y continuó después, más lento y próximo, hasta detenerse por completo. La cerradura giró de forma interminable, abriéndose por fin la puerta para proyectar sobre ellos un rectángulo de claridad que los deslumbró un instante. Entonces Julia miró la silueta familiar que se recortaba en el suave contraluz, mientras pensaba que realmente no quería aquella victoria.

Se apartó para dejarlos pasar. No parecía incómodo por la inesperada visita; sólo mostraba un ápice de educada sorpresa, cuyo único indicio visible era la sonrisa de desconcierto que Julia percibió en sus labios cuando cerraba la puerta tras ellos. En el perchero, un pesado mueble eduardiano de nogal y bronce, aún goteaban una gabardina, un sombrero y un paraguas.

Los condujo hasta el salón, a través de un largo corredor de alto techo bellamente artesonado, cuyas paredes contenían una pequeña galería de pintura paisajista sevillana del siglo XIX. Mientras los precedía entre los cuadros, volviéndose de vez en cuando hacia ellos con gesto de atento anfitrión, Julia buscó en él, en vano, algún rasgo que delatase al otro personaje que ahora sabía oculto en alguna parte, como un fantasma que flotase entre ambos y cuya presencia, ocurriera lo que ocurriese en adelante, ya nunca sería posible ignorar. Y sin embargo, a pesar de todo, aunque la luz de la razón iba penetrando hasta en los más recónditos rincones de su duda, aunque los hechos se ajustaban ya como piezas de contornos limpiamente burilados, perfilando sobre las imágenes de La partida de ajedrez el trazo, en luces y sombras, de la otra tragedia, o las diferentes tragedias, que venían a superponerse a la simbolizada en la tabla flamenca… A pesar de todo eso, y de la aguda conciencia de dolor que, poco a poco, desplazaba en sus sentimientos al estupor inicial, Julia era aún incapaz de odiar al hombre que la precedía por el pasillo, vuelto a medias hacia ella con solícita cortesía, elegante hasta en la intimidad, con la bata de seda azul sobre los bien cortados pantalones y un pañuelo anudado bajo el cuello entreabierto de la camisa; el cabello ligeramente ondulado en la nuca y las sienes, enarcadas las cejas con la displicencia de viejo dandy que, ante Julia, siempre se veía dulcificada, como en aquel momento, por la sonrisa tierna, de suave tristeza, que el anticuario esbozaba en la comisura de sus labios finos y pálidos.

Ninguno de los tres dijo nada hasta que llegaron al salón, una amplia estancia que, bajo un techo alto decorado con escenas clásicas -la favorita de Julia siempre había sido, hasta esa noche, un Héctor de reluciente casco despidiéndose de Andrómaca y de su hijo-, encerraba, entre paredes cubiertas con tapices y pinturas, las más preciadas posesiones del anticuario: aquellas que a lo largo de su vida había ido escogiendo para sí, negándose siempre a ponerlas en venta fuera cual fuese el precio ofrecido por ellas. Julia las conocía tan bien como si fueran suyas, mucho más familiares, incluso, que las que recordaba de casa de sus padres o las que tenía en su propio hogar: el sofá Imperio tapizado en seda sobre el que Muñoz, endurecido el rostro por una pétrea gravedad, con las manos en los bolsillos de la gabardina, no se decidía ahora a sentarse a pesar de que César se lo sugería con un gesto de la mano; el bronce del maestro de esgrima firmado por Steiner, con su espadachín erguido y apuesto, alta la orgullosa barbilla, dominando la estancia desde su pedestal sobre una mesa-escritorio holandesa de finales del XVIII, en cuyo tablero César tenía la costumbre de despachar el correo desde que Julia guardaba memoria; la vitrina rinconera Jorge IV, conteniendo una bella colección de plata punzonada que el anticuario bruñía personalmente una vez al mes; los cuadros principales, los ungidos de Dios, sus favoritos: una Joven dama atribuida a Lorenzo Lotto, una bellísima Anunciación, de Juan de Soreda, un nervudo Marte, de Luca Giordano, un melancólico Atardecer, de Thomas Gainsborough… Y la colección de porcelana inglesa, y alfombras y más tapices, y abanicos; piezas cuya historia César había individualizado cuidadosamente, agotando hasta la perfección estilos, procedencias, genealogías, en una colección privada tan personal y ligada a sus gustos estéticos y talante que él mismo parecía proyectado en la esencia de todos y cada uno de aquellos objetos. Sólo faltaba el pequeño trío de porcelana de la Commedia dell’arte: la Lucinda, el Octavio y el Scaramouche de Bustelli, que se encontraban en la tienda, en la planta baja del edificio, en su urna de cristal.

Muñoz se había quedado en pie, aparentando una taciturna calma exterior, aunque algo en él, tal vez la forma de asentar los pies sobre la alfombra, o los codos separados del cuerpo sobre las manos metidas en los bolsillos de la gabardina, indicaba que se mantenía alerta, dispuesto a hacer frente a lo inesperado. Por su parte, César lo miraba con un interés desapasionado y cortés, y sólo de vez en cuando volvía un momento sus ojos a Julia, como si ella estuviera en su propia casa y fuese Muñoz, a fin de cuentas el único extraño allí, quien debía explicar el motivo por el que se presentaba a tan avanzada hora de la noche. Julia, que conocía a César tan bien como a ella misma -rectificó en el acto, mentalmente: hasta esa noche había creído conocerlo tan bien como a ella misma- supo que el anticuario había comprendido, apenas abrió la puerta, que la visita aparejaba algo más que un simple recurso al tercer camarada de aventura. Bajo su amistosa indulgencia, en la forma en que sonreía y, más directamente aún, en la inocente expresión de sus limpios ojos azules, la joven reconoció una cauta expectación, curiosa y un punto divertida; la misma con que, sosteniéndola sobre sus rodillas, muchos años atrás, aguardaba a que Julia pronunciase palabras que eran mágicas, respuestas a los acertijos infantiles que a ella tanto le gustaba que el anticuario planteara: Oro parece, plata no es… O: Anda primero a cuatro patas, luego a dos y por fin a tres… Y el más bello de todos: El enamorado distinguido sabe el nombre de la dama y el color de su vestido

Y sin embargo, César seguía mirando a Muñoz. En aquella extraña noche, a la luz tamizada de la lámpara inglesa que, reproduciendo una prensa de libros bajo su pantalla de pergamino, daba escorzos y sombras a los objetos que los circundaban, los ojos del anticuario se ocupaban poco de la joven. No porque rehuyesen su mirada, pues cuando se encontraba con ella la sostenía, aunque brevemente, de forma franca y directa, como si entre ellos no hubiera secretos. Parecía que, apenas Muñoz dijese lo que tenía que decir y se marchara, todo cuanto fuese a quedar entre ambos, entre César y Julia, tuviera ya adjudicada una respuesta precisa, convincente, lógica, definitiva. Quizá la gran respuesta a todas las preguntas que ella había formulado a lo largo de su vida. Pero era demasiado tarde, y por primera vez Julia no sentía deseos de escuchar. Su curiosidad había quedado satisfecha frente al Triunfo de la Muerte , de Brueghel el Viejo. Y ya no necesitaba a nadie; ni siquiera lo necesitaba a él. Todo eso había ocurrido antes de que Muñoz abriera el viejo tomo de ajedrez y señalase una de las fotografías; así que nada tenía que ver con su presencia aquella noche en casa de César. La movía una curiosidad estrictamente formal. Estética, como habría dicho el propio César. Su deber era hallarse presente, a un tiempo protagonista y coro, actor y público de la más fascinante tragedia clásica -todos estaban allí: Edipo, Orestes, Medea y los demás viejos amigos- que nunca nadie había creado ante sus ojos. Al fin y al cabo, la representación era en su honor.

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