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La Tabla De Flandes

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La Tabla De Flandes
Название: La Tabla De Flandes
Дата добавления: 15 январь 2020
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La Tabla De Flandes - читать бесплатно онлайн , автор Perez-Reverte Arturo Carlota

A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.

La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.

La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.

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La tarjeta estaba allí, en la parte inferior de la tabla; entre la pintura y el marco. Justo sobre el rótulo dorado en el que Julia, adivinó, más que leer, las siniestras cinco palabras que constituían el título del cuadro: El triunfo de la Muerte.

Cuando salió a la calle llovía a cántaros. El resplandor de las farolas isabelinas iluminaba cortinas de agua que brotaban torrenciales de la oscuridad, repiqueteando sobre el empedrado. Los charcos estallaban en infinidad de gruesas salpicaduras, quebrando los reflejos de la ciudad en un atormentado vaivén de luces y sombras.

Julia levantó el rostro y dejó que el agua corriese libremente por su cabello y sus mejillas. El frío le endurecía los pómulos y los labios, y le pegaba a la cara el pelo mojado. Se cerró el cuello de la gabardina, caminando entre los setos y los bancos de piedra sin preocuparse de la lluvia ni de la humedad que invadía sus zapatos. Las imágenes de Brueghel seguían grabadas en su retina, deslumbrada por el resplandor de los automóviles que circulaban por la calzada próxima y que recortaban dorados conos de lluvia, iluminando a trechos la silueta de la joven, proyectada en largas sombras oscilantes que se multiplicaban en los reflejos del suelo. La sobrecogedora tragedia medieval se agitaba ante sus ojos, entre todas aquellas luces que la rodeaban. Y en ella, en los hombres y mujeres sumergidos por el alud de esqueletos vengadores que brotaba de la tierra, Julia podía reconocer perfectamente a los personajes del otro cuadro: Roger de Arras, Fernando Altenhoffen, Beatriz de Borgoña… Incluso, en segundo término, la cabeza baja y el gesto resignado del viejo Pieter Van Huys. Todo se conjugaba en aquella escena terrible y definitiva, donde iban a parar, sin distinción en la suerte del último dado que rodaba sobre el tapete de la tierra, belleza y fealdad, amor y odio, bondad y maldad, esfuerzo y abandono. La propia Julia se había reconocido, también, en el espejo que fotografiaba con despiadaba lucidez la ruptura del Séptimo Sello del Apocalipsis. Ella era la joven vuelta de espaldas a la escena, absorta en sus ensueños, aturdida por la música del laúd que tañía una sonriente calavera. En aquel sombrío paisaje ya no quedaba espacio para piratas ni tesoros escondidos, las Wendys eran arrastradas debatiéndose entre la legión de esqueletos, Cenicienta y Blancanieves olían el azufre con ojos desencajados por el miedo, y el soldadito de plomo, o San Jorge olvidado de su dragón, o Roger de Arras con la espada medio fuera de la vaina, ya no podían hacer nada por ellas. Demasiado tenían con intentar inútilmente, por un prurito de mero honor, asestarle un par de estocadas al vacío antes de enlazar sus manos, como todos los demás, con los descarnados huesos de la Muerte que los arrastraba en su danza macabra.

Los faros de un automóvil iluminaron una cabina de teléfono. Julia entró en ella y buscó unas monedas en su bolso, moviéndose como entre las nieblas de un sueño. Marcó mecánicamente los números de César y de Muñoz, sin obtener respuesta, mientras su pelo mojado goteaba sobre el auricular. Colgó, apoyando la cabeza en el cristal de la cabina, y se puso entre los labios, cortados e insensibles por el frío, un húmedo cigarrillo. Se dejó envolver por el humo, con los ojos cerrados, y cuando la brasa empezó a quemarle entre los dedos lo dejó caer al suelo. La lluvia resonaba monótonamente sobre el techo de aluminio, pero ni siquiera allí Julia se sentía a salvo. Sólo se trataba, lo supo con una desconsolada sensación de infinito cansancio, de una insegura tregua que no la protegía del frío, los reflejos y las sombras que la cercaban.

Nunca tuvo conciencia del tiempo que permaneció dentro de la cabina. Pero hubo un momento en que introdujo de nuevo las monedas y marcó un número, esta vez el de Muñoz. Cuando escuchó la voz del jugador de ajedrez, Julia pareció volver lentamente en sí, igual que al regresar, como en efecto había ocurrido, de un viaje muy lejano. Un viaje a través del tiempo y de sí misma. Con una serenidad que se fue afianzando a medida que pronunciaba las palabras, explicó lo que pasaba. Muñoz preguntó por el contenido de la tarjeta, y ella se lo dijo: AxP, alfil por peón. Al otro lado de la línea telefónica se hizo el silencio, y después Muñoz, con un tono extraño que jamás había escuchado en él, le preguntó dónde estaba. Cuando lo dijo, el ajedrecista pidió que no se moviera de allí. Llegaría lo antes posible.

Quince minutos más tarde, un taxi se detenía junto a la cabina telefónica y Muñoz, abriendo la portezuela, la invitaba a subir. Julia echó a correr bajo la lluvia, resguardándose en el interior. Mientras el vehículo arrancaba, el jugador de ajedrez le quitó la gabardina empapada y le puso la suya sobre los hombros.

– ¿Qué está pasando? -preguntó la joven, que temblaba de frío.

– Lo sabrá muy pronto.

– ¿Qué significa alfil por peón?

Los destellos cambiantes de las luces exteriores iluminaban a trechos la ceñuda expresión del ajedrecista.

– Significa -dijo- que la dama negra está a punto de comerse otra pieza.

Julia parpadeó, aturdida. Después cogió la mano de Muñoz entre las suyas, heladas; y lo miró con alarma.

– Hay que avisar a César.

– Aún tenemos tiempo -respondió el jugador.

– ¿Dónde vamos?

– A Pénjamo. Con dos haches.

Seguía lloviendo con fuerza cuando el taxi se detuvo frente al club de ajedrez. Muñoz abrió la portezuela sin soltar la mano de Julia.

– Venga -dijo.

Ella lo siguió, dócil. Subieron la escalera, hasta el vestíbulo. Aún quedaban algunos ajedrecistas en las mesas, pero a Cifuentes, el director, no se le veía por ninguna parte. Muñoz guió a Julia directamente hasta la biblioteca. Allí, entre trofeos y diplomas, un par de cientos de libros ocupaban los estantes protegidos por vitrinas. El jugador soltó la mano de Julia y abrió una de ellas, escogiendo un grueso tomo encuadernado en tela. En el lomo, en letras doradas oscurecidas por el uso y el tiempo, Julia leyó, desconcertada:

Semanario de ajedrez. Cuarto Trimestre. El año era ilegible.

Muñoz puso el tomo sobre la mesa y hojeó algunas páginas amarillentas, impresas en mal papel. Problemas de ajedrez, análisis de partidas, información sobre torneos, antiguas fotografías de sonrientes ganadores con camisa blanca y corbata, trajes y cortes de pelo de la época. Se detuvo en una doble página llena de fotografías.

– Mírelas con atención -le dijo a Julia.

La joven se inclinó sobre las fotos. Eran de mala calidad, y todas mostraban grupos de ajedrecistas posando ante la cámara. Algunos sostenían copas o diplomas. Leyó el encabezamiento de la página: II EDICIÓN DEL TROFEO NACIONAL JOSÉ RAÚL CAPABLANCA. Miró a Muñoz, desconcertada.

– No comprendo -murmuró.

El jugador de ajedrez señaló con el dedo una de las fotografías. Era un grupo de jóvenes, y dos sostenían pequeñas copas en la mano. El resto, otros cuatro, miraban al objetivo con gesto solemne. El pie de foto decía: FINALISTAS DE LA MODALIDAD JUVENIL.

– ¿Reconoce a alguien? -preguntó Muñoz.

Julia estudió los rostros, uno por uno. Sólo en el que ocupaba el extremo derecho de la fotografía encontró un vago aire familiar. Era un joven de quince o dieciséis años, peinado hacia atrás, con chaqueta y corbata y un brazalete de luto sobre el brazo izquierdo. Miraba a la cámara con ojos tranquilos e inteligentes en los que Julia creyó leer un aire de desafío. Entonces lo reconoció. La mano le temblaba cuando puso un dedo sobre él, y al levantar los ojos hacia el ajedrecista vio que éste asentía.

– Sí -dijo Muñoz-. Es el jugador invisible.

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