La Tabla De Flandes
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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.
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– Todo tiene su explicación -respondió César-. Pero no pretendo interrumpirle, querido. Continúe.
– No hay mucho más. Al menos aquí, esta noche. A Álvaro Ortega lo había matado alguien quizá conocido, pero yo no estaba lo bastante al corriente de esa cuestión. Sin embargo, Menchu Roch nunca hubiese abierto la puerta a un extraño, y menos en las circunstancias que contó Max. Usted dijo en el café, la otra noche, que casi no quedaban sospechosos, y era cierto. Intenté planteármelo mediante fases sucesivas de aproximación analítica: Lola Belmonte no era mi adversario: eso lo supe cuando estuve frente a ella. Y su marido, tampoco. En cuanto a don Manuel Belmonte, sus curiosas paradojas musicales me dieron mucho que pensar… Pero, como sospechoso, se trataba de un personaje descompensado. Su lado ajedrecista, por decirlo de algún modo, no estaba a la altura del resto. Además es inválido, lo que excluía actuaciones violentas frente a Álvaro y Menchu… Una posible combinación tío-sobrina, teniendo en cuenta a la mujer rubia del impermeable, tampoco resistió un análisis detallado: ¿Para qué iban a robar algo que ya era suyo?… Y en cuanto a ese Montegrifo, hice algunas averiguaciones y sé que no tiene con el ajedrez ni la más remota relación. Además, Menchu Roch jamás le hubiese abierto la puerta aquella mañana.
– Luego sólo quedaba yo.
– Ya sabe que cuando uno ha eliminado lo imposible, todo lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser forzosamente la verdad.
– Lo recuerdo, querido. Y lo felicito. Celebro ver que no me equivoqué respecto a usted.
– Me escogió por eso, ¿verdad?… Sabía que iba a ganar la partida. Usted deseaba ser vencido.
Con un mohín condescendiente de la boca, César dio a entender que aquello carecía de importancia.
– Lo esperaba, en efecto. Recurrí a sus buenos oficios porque Julia necesitaba alguien que la guiase en su bajada a los infiernos… Porque esta vez yo tenía que limitarme a desempeñar lo mejor posible el papel del Diablo. Compañero te doy. Y eso hice.
Los ojos de la joven relampaguearon al oír aquello. Su voz sonó metálica: -No jugaste al Diablo, sino a ser Dios. Distribuyendo el bien y el mal, la vida y la muerte.
– Era tu juego, Julia.
– Mientes. Era el tuyo. Yo fui un pretexto, eso es todo.
El anticuario fruncía la boca, reprobador.
– No comprendes nada, queridísima. Pero eso no tiene ya demasiada importancia… Mírate en cualquier espejo y quizá me des la razón.
– Métete, César, tus espejos donde te quepan.
La miró sinceramente dolorido, igual que un perro o un niño maltratados injustamente. El reproche mudo, rebosante de absurda lealtad, se fue extinguiendo en los ojos azules y al final solo quedó allí una mirada absorta, fija en el vacío y extrañamente húmeda. Entonces el anticuario movió despacio la cabeza hasta mirar de nuevo a Muñoz.
– Usted -dijo, y pareció que le costaba recobrar el tono en que había mantenido la conversación con el ajedrecista- no me ha dicho todavía cómo tendió el lazo que anuda sus teorías inductivas con los hechos… ¿Por qué ha venido a verme con Julia esta noche, y no ayer, por ejemplo?
– Porque ayer aún no había usted renunciado por segunda vez a comerse la dama blanca… También porque hasta esta tarde no encontré lo que buscaba: un tomo encuadernado de publicaciones de ajedrez, correspondiente al cuarto trimestre de mil novecientos cuarenta y cinco. En él hay una fotografía de los finalistas de un torneo de ajedrez juvenil. Usted está en la foto, César. Y su nombre y apellidos en la página siguiente. Lo que me sorprende es que no figura como ganador… También me desconcierta que, a partir de ahí, se pierde su rastro como ajedrecista. Ya no vuelve a jugar públicamente ninguna partida.
– Hay algo que no entiendo -dijo Julia-. O, para ser exacta, hay algo más de las muchas cosas que no entiendo en toda esta locura… Te conozco desde que tengo uso de razón, César. Me crié contigo, y creía conocer hasta el último rincón de tu vida. Pero jamás hablaste de ajedrez. Nunca. ¿Por qué?
– Eso es algo largo de explicar.
– Tenemos tiempo -dijo Muñoz.
Era la última partida del torneo. Un final de peones y alfiles, ya con escasas piezas sobre el tablero. Frente a la tarima sobre la que se enfrentaban los finalistas, algunos espectadores seguían las jugadas, que uno de los árbitros registraba en un panel situado en la pared, entre un retrato del Caudillo y un calendario que señalaba la fecha -12 de octubre de 1945-, sobre la mesa donde relucía la copa de plata destinada al vencedor.
El joven de la chaqueta gris se tocó maquinalmente el nudo de la corbata y observó sus piezas -negras- con desesperanza. El juego metódico, implacable, de su adversario, lo había ido acorralando sin remedio en las últimas jugadas. No se trataba, el de las piezas blancas, de un desarrollo brillante, sino más bien de un lento progreso basado en una sólida defensa inicial -india de rey-, obteniendo su ventaja exclusivamente a base de aguardar con paciencia, explotando uno tras otro los errores del contrario. Un juego desprovisto de imaginación, que nada arriesgaba pero que, por esa misma causa, había destrozado cada intento de ataque al rey por parte de las piezas negras, ahora diezmadas y lejos unas de otras, incapaces de prestarse auxilio, ni siquiera de oponer obstáculos al avance de dos peones blancos que, alternándose en los movimientos, se hallaban a punto de entrar en dama.
El joven de la chaqueta gris tenía los ojos turbios de fatiga y vergüenza. La certeza de que podía haber ganado la partida, de que su juego era superior, más osado y brillante que el de su adversario, no bastaba para consolarlo de la inevitable derrota. La imaginación de sus quince años, desbordante y fogosa, la extrema sensibilidad de su espíritu y la lucidez del pensamiento, incluso el placer, casi físico, que experimentaba al tacto de las piezas de madera barnizada al moverlas con elegancia sobre el tablero, componiendo sobre los escaques blancos y negros una delicada trama que se le antojaba de una belleza y armonía casi perfectas, resultaban ahora estériles, incluso mancilladas por la grosera satisfacción, el desdén que se dibujaba en el gesto del adversario victorioso: una especie de patán cetrino, de ojos pequeños y rasgos vulgares, cuyo único mérito para acceder al triunfo había sido su prudente espera, como una araña en el centro de su tela. Su incalificable cobardía.
Así que el ajedrez también era eso, pensó el joven que jugaba con negras. Sobre todo, en último término, la humillación de la derrota inmerecida, el premio a quienes nada arriesgan; ésa era la sensación que experimentaba en aquel momento, ante el tablero que no contenía sólo un estúpido juego de posiciones, sino que era el espejo de la vida misma, con carne y sangre, y vida y muerte, y heroísmo y sacrificio. Igual que los altivos caballeros de Francia en Crcy, deshechos en plena inútil gloria ante los arqueros galeses del rey de Inglaterra, el joven había visto los ataques de sus caballos y alfiles, osados y profundos, movimientos bellos, relucientes como golpes de espada, estrellarse uno tras otro, en heroicas pero vanas oleadas, contra la cachazuda inmovilidad de su contrario. Y el rey blanco, aquella pieza odiada, al otro lado de su infranqueable fila de plebeyos peones, observaba desde lejos, a salvo, con un desprecio idéntico al reflejado en el rostro del jugador que lo poseía, el desconcierto y la impotencia del solitario rey negro, incapaz de socorrer a sus últimos peones desbordados y fieles que libraban, en un agonizante sálvese quien pueda, los movimientos de un combate sin esperanza.
En aquel despiadado campo de batalla de fríos cuadros blancos y negros ni siquiera quedaba lugar para el honor en la derrota. Ésta lo borraba todo, aniquilando no sólo al vencido sino también su imaginación, sus ensueños, su propia estima. El joven de la chaqueta gris apoyó el codo sobre la mesa y la frente en la palma de la mano, y cerró los ojos durante un momento, escuchando cómo el rumor de las armas se apagaba lentamente en el valle inundado por las sombras. Nunca más, se dijo. Como los galos vencidos por Roma, que se negaban a pronunciar el nombre de su derrota, así él se negaría, durante el resto de su vida, a recordar lo que descubría ante sus ojos la esterilidad de la gloria. Jamás volvería a jugar al ajedrez. Y ojalá fuese también capaz de borrarlo de su memoria, del mismo modo que, tras la muerte de los faraones, sus nombres eran burilados en los monumentos.