Cuando Quiero Llorar No Lloro
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La historia que se relata en la novela es una de las que ha despertado gran inter?s, debido a que cuenta la tr?gica vida de tres j?venes de distintas clases sociales que nacen y mueren el mismo d?a, a la vez que expone las condiciones de la sociedad venezolana de las d?cadas de los 50 y 60 que comenzaba una salida a su camino de represi?n y violencia social. Estos j?venes se llamaban Victorino P?rez, Victorino Peralta y Victorino Perdomo. Victorino P?rez es un joven muy conocido como el enemigo numero uno de nuestra sociedad, trata de respetar la forma de vida de cada quien pero siempre que respeten la de el, odia a su vecino, observa la forma de vida de un vecino llamado Don Ruperto quien no es casado por la ley de Dios, es decir, por la iglesia, mientras que la gorda que cobra los alquileres no pierde tiempo en echarle en cara a los dem?s que ella es una se?ora casada por la iglesia y por el civil, como si ese detalle fortuito significara algo en este pa?s. Victorino esta enamorado de Carmen Eugenia la menor de las hijas de Don Ruperto, Victorino vive la triste realidad de que su padre Facundo Guti?rrez sea un alcoh?lico y llega hasta los extremos de golpear a su madre y hasta en su presencia. Esto es un poquito de la vida de este joven mientras que Victorino Peralta, hijo del ingeniero Argimiro Peralta Heredia es hijo ?nico con tres hermanitas anodinas y enfermizas. Este joven es otro ejemplo de la sociedad venezolana en donde el materialismo y el gran apellido hacer valer a la persona y a sus descendientes. As? mismo se encuentra Victorino Perdomo joven que crece con el cuidado de su madre debido a que su padre se encontraba preso, vive rodeado de una sociedad de atracos, robos a la cual por influencia pasa a formar parte de la misma. Estos fueron unos j?venes quienes guiados por personas de su medio social, algunos con educaci?n y otros sin educaci?n fueron defendidos por el amor de madre y solo pudieron lograr cumplir sus 18 a?os. En cada hogar, cada familia se vive una realidad plena y queremos hacernos los ciegos. Tres madres lloran desconsoladas por la p?rdida de sus hijos, cada una hace lo que puede, buscan los restos de sus hijos, observan a personas entre lagrimas y sienten apoyo de sus amistades, ser? realmente ese dolor, quienes realmente ser?n los culpables de ese mundo vivido por estos j?venes. Las tres mujeres enlutadas se cruzan entonces por ultima vez la que bajo desde el pie del cerro en la camioneta, la que sube desde el pante?n de los Peralta, la que viene cabizbaja por la muy angosta avenida, las tres mujeres enlutadas se miran inexpresivamente como si nunca se hubiesen visto antes, nunca se han visto en verdad, como sino tuvieran nada en com?n. Como si fuera poco el significado de esta parte de cuando quiero llorar no lloro ha recorrido r?os de interpretaciones. Una de las mas comunes dice que se relaciona a una alegor?a y a un alegato pol?tico contra el gobierno de R?mulo Betancourt. Desde luego este capitulo esta lleno de trampa y equ?vocos pues hechos y lenguaje no son precisamente fieles al ambiente antiguo que dice reconstruir. El humor es otro de los aspectos mas destacados de la novela. Seg?n la interpretaci?n del titulo, con frecuencia buscando un efecto impactante el autor trata de presentarnos de una manera velada el mensaje o la s?ntesis de esta magistral obra. Cuando quiero llorar, no lloro.
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Prefacio
La aparición de una novela tan curiosa y provocativa como Cuando quiero llorar no lloro fue una especie de sorpresa para los contingentes de lectores que se incorporaron entonces al conocimiento de la literatura venezolana. Quienes frecuentaban a Otero Silva desde antes, desde el año 1939, época de su primera ficción narrativa, se interesaron principalmente en lo evidente, en que la obra giraba sobre la violencia, las varias violencias separadas por clases sociales. Otros entendieron que había algo más complejo. De pronto, el escritor reconocido por todo el mundo como un hombre afiliado a la revolución política, la cual pasaba sin ninguna dificultad a la visión de mundo que expresaban sus novelas, sin abandonar su tema político de siempre, como que aceptaba una herejía literaria prácticamente opuesta a sus convicciones.
Desde hacía unos años venía ganando terreno una postura estética en parte contraria al modo de pensar de MOS y para finales de los años 60 del siglo XX copaba, en el mundo occidental, en Latinoamérica y en Venezuela, todos los ámbitos hasta afectar e influir incluso en quienes la combatían, llegando a imponerse como el dogma artístico de una época, el patrón o molde que debía seguirse de una manera inexorable. Era lo moderno, lo contemporáneo, lo que dejaba atrás el pasado y lo daba por superado: no una moda sino una necesidad de los nuevos tiempos. Esta tendencia, pues no es sino una de las tantas manera de entender las cosas que ha habido y habrá en la historia de las artes, tenía un aspecto polémico y había salido de los pequeños círculos de intelectuales para ganar el interés de los lectores generales, convertidos ahora en "el público" gracias a hábiles aparatos de la industria editorial, desconocidos hasta entonces, muy nuevos en Venezuela. Es el momento en que Otero Silva concibe, escribe y publica, exactamente en 1970, su nueva novela.
Esta doctrina artística proponía que había un tipo de revolución paralela y hasta ajena a la política, que ser revolucionario en las artes consistía, entre otras cosas, en abandonarse a las energías del lenguaje, a la fuerza de la palabra, a un universo de símbolos propios del ser humano pero hasta cierto punto ajenos a su control. El lenguaje es el mensaje, aseguraban. Los partidarios de tal tendencia llegaban también al extremo de afirmar que una obra podía ser revolucionaria en el terreno estético, por innovadora, por romper los moldes y fracturar las convenciones y, simultáneamente, sin que tuviera importancia, reaccionaria en el campo político. Jorge Luis Borges, por ejemplo.
Pero también escritores comprometidos con la izquierda como García Márquez, se afiliaban a esa tendencia y pensaban que no traicionaban la causa. Es más, el escritor colombiano afrontaba en su libro más famoso las horribles y prolongadas guerras civiles y guerrillas que han sido la maldición secular de esa nación. El tema no podía ser políticamente más explícito. La novedad estaba en el modo literario, distinto a la tradición novelesca que enfrentaba estos temas. Vargas Llosa, un muchacho para entonces, en medio de una fiebre cubanófila ciega, se entregaba a los requerimientos de esa nueva doctrina literaria. En su primera novela, referida a los padecimientos de un chico en la vida en un colegio, revelaba sin tapujos la violencia sádica propia de cualquier militarismo, o en otro libro, exploraba la atmósfera dantesca de la explotación de los indios peruanos del Amazonas. No podía quedar ninguna duda de que el gran problema de la novela moderna no estaba en la realidad que reflejaba, a la que no dejaba de aludir, sino en la perspectiva artística que reelabora estos materiales brutos de la vida en una visión superior. El asunto estaba en que los grandes problemas no se resuelven artísticamente reproduciendo los discursos que hacen los políticos en sus mítines o las discusiones que sostienen los profesores teóricos en sus universidades: la novela debe ser una ficción, es decir, un elemento nuevo que se añade a la realidad, no la realidad tal cual. Esto contradecía el concepto de escritor como alguien que controla la palabra, la pone a su servicio, se vale de ella para expresar lo que tiene la deliberación de decir, la hace un simple instrumento o vehículo sometido a su dominio y voluntad. Frente a conceptos que fueron la manera de entender las artes durante unos doscientos años de historia cultural en el mundo occidental, ahora ganaba terreno la posición contraria, marginada antes, reducida a élites despreciadas por los políticos, una postura que privilegia lo artístico sobre otros factores.
Otero Silva había acostumbrado a sus lectores a la fórmula de una novela reportaje en la que los contenidos eran manifiestos, la organización de los elementos estaba hecha según el modo acostumbrado de hacer novelas con mucha aceptación en Venezuela y Latinoamérica, y la lectura podía transcurrir con la confianza de que se seguían los mejores parámetros de la escuela realista. El periodista que era MOS sobre todo, imponía a sus obras la eficacia comunicativa que debe tener el periodismo, la audacia interpretativa que revela aspectos ocultos de la realidad o disimulados por intereses sociales. El autor no se apartaba de una tradición artística de la que se sentía orgulloso y que consideraba el modo natural de abordar lo literario, modo que, por otra parte, correspondía legítimamente a su manera de ser y a los requisitos que consideraba indispensables para que la ficción cumpliera sus cometidos de manera responsable. Era una novelística que con Fiebre, Casas muertas, Oficina N9l, o La muerte de Honorio no había fallado en investigar la realidad del país, en escribir volúmenes decididamente característicos por su contenido social, en proponer incluso esquemas de interpretación que no dejaban dudas respecto a sus intenciones: la lucha contra la dictadura gomecista, el petróleo, la vida de un pueblo rural condenado a muerte, las persecuciones políticas del perejimenismo. Así lo percibían los lectores y con las mismas convicciones trabajaron quienes comentaron, estudiaron y analizaron su obra durante los treinta años que llevaba de su carrera de novelista. Todo marchaba dentro de lo aceptado y de lo aceptable. Era la muy respetada tradición que tenía a Gallegos como fuente y había logrado mejorar y renovar sus esquemas sin causar el cortocircuito cultural que se produjo en los años 60 respecto a los escritores anteriores.
Pero era imposible que alguien inteligente y sensible no entendiera que la empresa del arte no puede quedar estacionada en lo que se ha hecho siempre y en un solo tipo de parámetros. Entonces MOS, que por otra parte ha debido observar que la nueva ola criticaba su obra y lo estaba condenando a ser un escritor del pasado, renueva enérgicamente sus fuerzas y se lanza a redactar un libro que tiene todas las peculiaridades de ser una obra a lo moderno. Si para Cuando quiero llorar no lloro cabe alguna denominación, sería la que empleaba la crítica exactamente en aquella época: es una novela de lenguaje, sus protagonistas no son tanto los famosos personajes en el sentido teatral y psicológico sobre los que se ha hecho una película y hasta una telenovela, sino que quien preside la obra y da coherencia a lo que pasa es la fuerza del lenguaje. Es evidente que leyó cuidadosamente lo que estaban haciendo los innovadores de la literatura latinoamericana, hasta los escritores de moda y los noveleros, y no tuvo reparos en ponerse al día, a su manera, desde luego.
Lo nuevo y lo viejo se juntan. Otero Silva emplea también en esta obra el método que le ha servido antes: realiza una investigación de campo, conoce los lugares en los que trascurrirá la acción de la novela, toma notas, estudia, se documenta, conversa, se acerca a personas reales que luego se transfigurarán en el libro, emplea tranquilamente noticias de las páginas políticas, rojas y sociales que han aparecido ya en los periódicos. Lo más importante: investiga con la paciencia de un filólogo cómo habla la gente y deben hablar los posteriores personajes de la ficción. Nada de esto era nuevo en el autor ni un invento de MOS pues así han trabajado por siglos cientos de escritores. Lo capital ahora en el autor venezolano, que ha llegado a los sesenta años y tiene más de la mitad de su vida escribiendo, es que el modo de hablar, las fichas en la que reúne las palabras peculiares construyen por dentro la manera con que se organiza Cuando quiero llorar no lloro y la forman en su esencia. No es un problema de glosarios, de acumulación de sinónimos para inventariar cómo es llamada por ejemplo la marihuana y cuántas acepciones tiene la palabra, de una compilación del inventivo léxico que en todas las generaciones han usado los jóvenes para distinguirse de los adultos y funcionar como tribus aparte: el santuario de un lenguaje como secreto que había la necesidad de incorporar a la literatura. Operación que no hace un muchacho, un coetáneo de los personajes, sino un escritor venerable, de otra generación: es un esfuerzo, no algo espontáneo. Por esa misma época el para entonces joven escritor mexicano José Agustín publicaba novelas fundadas prioritariamente en lo oral y en lo cotidiano. Es famoso y ejemplar lo que Julio Cortázar hizo con los argentinismos y el lunfardo cuando pone a personajes franceses a hablar y pensar como argentinos.
Como se sabe, la obra de Otero Silva cuenta la vida de tres jóvenes venezolanos que nacen casualmente el mismo día de 1948, el año en que los militares tumbaron al presidente Rómulo Gallegos. Los tres mueren el mismo día de 1966, todavía época de la violencia política que singularizó a Venezuela durante esa década. El esquema, por otra parte, combina y alterna secuencias que son casi fílmicas o por lo menos muy plásticas y gráficas pues se quedan grabadas en la retina del lector. En ellas se desarrolla la vida de estos tres mozos prematuramente muertos. Uno es el muchacho pobre, el marginal del cerro, condenado por las condiciones sociales a ser un delincuente. Es un gran tema que el cine venezolano de esos tiempos llega a explorar incluso con enorme éxito de taquilla. El otro joven es un tipo de clase media, estudiante de sociología, que se incorpora a la lucha armada de la época. No hubo una sino varias maneras de realizar esta lucha, del terrorismo a la oposición parlamentaria, y había además diversas corrientes teóricas dentro del marxismo armado capaces no sólo de discutir sino de pelearse a tiros entre sí. Este tema, presente desde los tempranos años 60, dio origen a un completo capítulo de la historia literaria venezolana, reunió varias docenas de cuentos y novelas etiquetadas bajo el rótulo de literatura de la violencia. El otro personaje es un chico de la jailaif, entre cuyos privilegios de clase se encuentra el haberse acostumbrado a ser lo que le da la gana, cosa que lo convierte en un patotero, en un practicante de la violencia gratuita.