La Tabla De Flandes
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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.
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– ¿Aún estaba el cuadro en casa cuando viste muerta a Menchu?
– Sí. Fue lo único que miré, aparte de ella… Sobre el sofá, envuelto en papel de periódico y cinta adhesiva, como yo mismo lo había dejado -sonrió con amargura-. Aunque ya no tuve valor para llevármelo. Bastante ruina tengo encima, dije.
– Pero cuentas que Menchu estaba en el vestíbulo; y ella no apareció allí, sino en el dormitorio… ¿Viste el pañuelo que tenía al cuello?
– No había ningún pañuelo. El cuello estaba desnudo y roto. La habían matado de un golpe en la garganta, sobre la nuez.
– ¿Y la botella?
Max la miró, irritado.
– No empieces también tú con la dichosa botella… Los policías no hacen más que preguntarme por qué le metí a Menchu una botella en el coño. Y te juro que no sé de qué me hablan -se llevó el pitillo a los labios y aspiró el humo con fuerza, inquieto, mientras dirigía a Julia una mirada suspicaz-. Menchu estaba muerta, eso es todo. Muerta de un golpe, y nada más. No la moví. Ni siquiera estuve en tu casa más de un minuto… Eso debió de hacerlo alguien, después.
– Después, ¿cuándo? Según tú, el asesino ya se había ido.
Max arrugó la frente, esforzándose por recordar.
– No lo sé -parecía sinceramente confuso-. Quizá volvió más tarde, después de irme yo -palideció, como si acabara de caer en la cuenta de algo-. O tal vez… -ahora Julia observó que le temblaban las manos esposadas-. Tal vez todavía estaba allí, escondido. Esperándote a ti.
Habían decidido repartirse el trabajo. Mientras Julia visitaba a Max y refería después la historia al inspector jefe, que la escuchó sin molestarse en disimular su escepticismo, César y Muñoz dedicaban el resto del día a hacer averiguaciones entre los vecinos. Se reunieron todos en un viejo café de la calle del Prado, al atardecer. La historia de Max fue puesta del derecho y del revés durante una prolongada discusión en torno a la mesa de mármol, con el cenicero repleto de colillas y tazas vacías sobre la mesa. Se inclinaban los unos hacia los otros, hablando en voz baja entre el humo de tabaco y las conversaciones de las mesas próximas, como tres conspiradores.
– Yo creo a Max -concluyó César-. Lo que cuenta tiene sentido. La historia del robo del cuadro es muy propia de él, desde luego. Pero no me cabe en la cabeza que fuese capaz de hacer lo demás… La botella de ginebra resulta excesiva, queridos. Incluso en un tipo así. Por otra parte, ahora sabemos que la mujer del impermeable también anduvo por allí. Lola Belmonte, Némesis o quien diablos sea.
– ¿Y por qué no Beatriz de Ostenburgo? -preguntó Julia.
El anticuario la miró con reprobación.
– Este tipo de chanzas me parece absolutamente fuera de lugar -se removió inquieto en la silla, miró a Muñoz, que permanecía inexpresivo, e hizo, medio en broma medio en serio, un gesto para conjurar fantasmas-. La mujer que estuvo rondando tu casa era de carne y hueso… Al menos eso espero.
Venía de interrogar discretamente al portero de la finca vecina, que lo conocía de vista. De ese modo, César pudo enterarse de un par de cosas útiles. Por ejemplo, el portero había visto entre las doce y las doce y media, justo cuando acababa de barrer la entrada de su finca, cómo un joven alto, con el pelo recogido en una coleta, salía del portal de Julia y subía calle arriba, hasta un coche aparcado junto al bordillo de la acera. Pero poco después -y aquí la voz del anticuario se veló de pura excitación al referirlo, como cuando narraba un chisme social de categoría-, quizás un cuarto de hora más tarde, cuando recogía el cubo de la basura, el portero se cruzó también con una mujer rubia, con gafas oscuras e impermeable… Al contar esto, César bajó la voz después de dirigir en torno una aprensiva ojeada, como si aquella mujer estuviese sentada en alguna de las mesas próximas. El portero, según había contado, no pudo verla bien porque se alejó calle arriba, en la misma dirección que el otro… Tampoco podía afirmar con certeza que la mujer saliese del portal de Julia. Simplemente, se volvió con el cubo en la mano y ella estaba allí. No, no se lo había dicho a los inspectores que lo interrogaron por la mañana porque no le preguntaron nada de eso. Él nunca lo habría pensado tampoco, confesó el portero rascándose la sien, si el mismo don César no hubiese hecho la pregunta. No, tampoco se fijó en si llevaba un paquete grande en la mano. Sólo había visto una mujer rubia que pasaba por la calle. Nada más.
– La calle -dijo Muñoz- está llena de mujeres rubias.
– ¿Con impermeable y gafas oscuras? -comentó Julia-. Pudo ser Lola Belmonte. A esa hora yo me veía con don Manuel. Y ni ella ni su marido estaban en casa.
– No -la interrumpió Muñoz-. A las doce del mediodía usted ya estaba conmigo, en el club de ajedrez. Paseamos durante una hora, llegando a su casa sobre la una -miró a César, cuyos ojos respondieron con una señal de mutua inteligencia que no pasó desapercibida a Julia-… Si el asesino la esperaba, tuvo que cambiar su plan al ver que no aparecía. Así que cogió el cuadro y se fue. Quizás eso le salvó a usted la vida.
– ¿Por qué mató a Menchu?
– Tal vez no esperaba encontrarla allí, y eliminó un testigo molesto. La jugada que tenía prevista pudo no ser dama por torre… Es posible que todo fuera una brillante improvisación.
César enarcó una ceja, escandalizado.
– Lo de brillante, querido, me parece excesivo.
– Llámelo como quiera. Cambiar la jugada sobre la marcha, aplicando en el acto una variante que reflejase la situación, y poner junto al cadáver la tarjeta con la notación correspondiente… -el ajedrecista reflexionó sobre aquello-. Tuve tiempo de echar un vistazo. Incluso la nota estaba escrita a máquina, en la Olivetti de Julia, según Feijoo. Y sin huellas. Quien lo hizo actuó con mucha calma, pero rápido y bien. Como un reloj.
Por un momento la joven recordó a Muñoz horas atrás, mientras aguardaban la llegada de la policía, arrodillado junto al cadáver de Menchu, sin tocar nada ni hacer comentarios. Estudiando la tarjeta de visita del asesino, con la misma frialdad que si estuviera ante un tablero del club Capablanca.
– Sigo sin comprender por qué Menchu abrió la puerta…
– Creyó que era Max -sugirió César.
– No -dijo Muñoz-. Tenía una llave, la misma que encontramos en el suelo al llegar. Ella sabía que no era Max.
César suspiró, dándole vueltas al topacio en el dedo.
– No me extraña que la policía se aferre a Max con uñas y dientes -dijo, desmoralizado-. Ya no quedan sospechosos. A este paso, dentro de poco tampoco quedarán víctimas… Y si el señor Muñoz sigue aplicando a rajatabla sus sistemas deductivos, va a resultar… ¿Os lo imagináis? Usted, queridísimo, rodeado de cadáveres como en el último acto de Hamlet, y llegando a esta inevitable conclusión: «Soy el único superviviente, luego en estricta lógica, descartado lo imposible, es decir, los muertos, el asesino tengo que ser yo…» Y entregándose a la policía.
– Eso no está claro -dijo Muñoz.
César lo miró con reprobación.
– ¿Que usted sea el asesino?… Disculpe, querido amigo, pero esta conversación empieza a parecerse peligrosamente a un diálogo de manicomio. Ni de lejos creería yo…
– No me refiero a eso -el jugador de ajedrez miraba sus manos, puestas a uno y otro lado de la taza vacía que tenía ante sí-. Hablo de lo que han dicho hace un momento: que ya no quedan sospechosos.
– No me diga -murmuró Julia, incrédula- que aún tiene algo entre ceja y ceja.
Muñoz levantó los ojos y miró pausadamente a la joven. Después chasqueó con suavidad la lengua, ladeando un poco la cabeza.
– Es posible.
Protestó Julia, pidiendo una explicación, pero ni ella ni César lograron sacarle una palabra. Con aire ausente, el jugador de ajedrez miraba la mesa, entre sus manos, como si adivinara en el jaspeado del mármol misteriosos movimientos de piezas imaginarias. De vez en cuando rozaba sus labios, a modo de sombra fugaz, aquella vaga sonrisa tras la que se escudaba cuando pretendía mantenerse al margen.