El cirujano

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El cirujano
Название: El cirujano
Автор: Gerritsen Tess
Дата добавления: 16 январь 2020
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El cirujano - читать бесплатно онлайн , автор Gerritsen Tess

Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…

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Quince

«Ahora está con ella», pensó.

Rizzoli movía el cuchillo con torpeza sobre la tabla, y los pedazos de cebolla cortada saltaban sobre la mesada y caían al piso. Desde el cuarto contiguo, donde estaban su padre y sus dos hermanos, le llegaba el bramido de la televisión. La televisión siempre bramaba en esta casa, lo que quería decir que todo el mundo debía vociferar por encima de ella. Si no gritabas en casa de Frank Rizzoli no eras comprendida, y algo tan normal como una conversación familiar sonaba como una discusión. Arrojó la cebolla cortada en un bol y comenzó con el ajo, los ojos ardiendo, su mente todavía envuelta alrededor de la perturbadora imagen de Moore y Catherine Cordell.

Tras la sesión con el doctor Polochek, Moore fue el encargado de llevar a Cordell a su casa. Rizzoli los observó alejarse caminando hacia el ascensor, vio cómo su brazo rodeaba el hombro de Cordell, en un gesto que se le antojó algo más que protector. Podía ver la forma en que miraba a Cordell, la expresión que acudía a su rostro, la chispa en sus ojos. Ya no era un policía protegiendo a un ciudadano; era un hombre enamorándose

Rizzoli separó los dientes de ajo, los machacó uno por uno con la parte plana de la hoja, y les quitó la cascara. El cuchillo caía con vehemencia contra la tabla y su madre, parada al lado del horno, la miraba sin decir nada.

«Ahora está con ella. En su casa. Tal vez en su cama».

Liberó algo de su aprisionada frustración aporreando los dientes de ajo, bang, bang, bang. No sabía por qué el pensamiento de Moore y Cordell juntos la perturbaba tanto. Tal vez porque había tan pocos santos en el mundo, tan poca gente que jugaba siguiendo estrictamente las reglas, y ella pensaba que Moore era uno de esos santos. Él le había devuelto la esperanza de que no toda la humanidad estaba estropeada, y ahora él mismo la desilusionaba. Tal vez era que veía todo esto como una amenaza para la investigación. Un hombre con intereses tan intensamente personales no puede pensar o actuar lógicamente.

«O tal vez es porque estás celosa de ella». Celosa de una mujer que puede hacerle dar vuelta la cabeza a un hombre con sólo mirarlo. Los hombres eran tan imbéciles ante las mujeres en problemas…

En el cuarto de al lado, su padre y sus hermanos festejaron ruidosamente algo que pasaba en la televisión. Ella anhelaba regresar a su tranquilo apartamento, y comenzó a formular excusas para irse más temprano. Pero como mínimo debía quedarse a cenar. Como su madre insistía en recordarle, Frank hijo no los visitaba a menudo, ¿y cómo Janie no iba a aprovechar para ver a su hermano? Tendría que sobrellevar una velada escuchando las historias de Frankie sobre el destacamento. Lo lamentable que eran los nuevos reclutas ese año, cómo la juventud de Norteamérica se estaba ablandando, y que tendría que patear unos cuantos traseros más para conseguir que esos muchachitos delicados sortearan la carrera de obstáculos. Mamá y papá sorbían sus palabras. Lo que más le fastidiaba era que su familia le preguntara tan poco sobre su trabajo. Hasta ahora en su carrera, Frankie, el soldado macho, sólo había jugado a la guerra. Ella veía batallas todos los días entre gente real y asesinos reales.

Frankie entró en la cocina con su actitud fanfarrona y tomó una lata de cerveza de la heladera.

– ¿Cuándo estará la comida? -preguntó, haciendo saltar la tapa de la lata. Comportándose como si ella fuera la mucama.

– Falta una hora -dijo su madre.

– Carajo, mamá. Ya son las siete y media. Me muero de hambre.

– No digas palabras feas, Frankie.

– Sabes -dijo Rizzoli-, comeríamos mucho más temprano si tuviéramos un poco de ayuda de los hombres.

– Puedo esperar -dijo Frankie, y volvió al cuarto de la televisión. Se detuvo en el umbral-. Casi me olvido. Tienes un mensaje.

– ¿Cómo?

– Sonó tu celular. Un tipo llamado Frosty.

– ¿Quieres decir Barry Frost?

– Sí, ése es su nombre. Quiere que lo llames.

– ¿A qué hora llamó?

– Estabas afuera acomodando los autos.

– ¿Eres estúpido, Frankie? ¡Eso fue hace una hora!

– Janie -dijo su madre.

Rizzoli se desató el delantal y lo arrojó sobre la mesada.

– ¡Es mi trabajo, mamá! ¿Por qué carajo nadie respeta eso? -Se apoderó del teléfono de la cocina y marcó el número del celular de Barry Frost.

Contestó al primer llamado.

– Soy yo -dijo-. Me acaban de decir que llamaste.

– Vas a perderte el espectáculo.

– ¿Qué?

– Encontramos un dato de ese ADN de Nina Peyton.

– ¿Te refieres al semen? ¿El ADN en el Sistema de índice de ADN?

– Concuerda con un sujeto llamado Karl Pacheco. Arrestado en 1997, con cargos de ataque sexual, pero luego absuelto. Alega que fue consensuado. El jurado le creyó.

– ¿Es el violador de Nina Peyton?

– Y tenemos el ADN para probarlo.

Pegó un puñetazo de triunfo en el aire.

– ¿Cuál es su dirección?

– 4578 de la avenida Columbus. Todo el equipo está allí.

– Voy en camino.

Ya corría a la puerta cuando su madre la llamó.

– ¡Janie! ¿No te quedas a comer?

– Tengo que irme, mamá.

– ¡Pero es la última noche de Frankie!

– Tenemos que arrestar a alguien.

– ¿No lo pueden hacer sin ti?

Rizzoli se detuvo, la mano sobre el picaporte, su paciencia bullendo peligrosamente y camino a la explosión. Y vio, con sorprendente claridad, que no importaba lo que lograra, o lo distinguida que fuera su carrera; un momento como éste representaría siempre su realidad: Janie, la hermana trivial. La nena.

Sin decir palabra, caminó hacia afuera y cerró con un portazo.

La avenida Columbus estaba en el extremo norte de Roxbury, justo en el centro del área de asesinatos del Cirujano. Hacia el sur se hallaba Jamaica Plain, la casa de Nina Peyton. Hacia el sudeste se hallaba el hogar de Elena Ortiz. Hacia el noreste estaba Back Bay, y las casas de Diana Sterling y de Catherine Cordell. Observando la calle bordeada de árboles, Rizzoli vio una fila de casas de ladrillos, un barrio habitado por estudiantes y personal de la cercana Northeastern University. Multitud de jóvenes muchachas.

Múltiples opciones de cacería.

Frente a ella, la luz del semáforo cambió a amarillo. Con la adrenalina brotando a chorros, apretó el acelerador y enfiló hacia la intersección. El honor de llevar a cabo este arresto sería suyo. Durante semanas, Rizzoli había vivido, respirado e incluso soñado con el Cirujano. Se había infiltrado en cada momento de su vida, tanto del sueño como de la vigilia. Nadie había trabajado tan duro para atraparlo. Y ahora ella se encontraba en una carrera para reclamar su premio.

A una cuadra de la casa de Karl Pacheco, frenó detrás de un patrullero. Otros cuatro vehículos estaban estacionados desordenadamente a lo largo de la calle.

«Demasiado tarde, -pensó, corriendo hacia el edificio-. Ya entraron».

Una vez dentro oyó fuertes pisadas y gritos de hombres cuyo eco resonaba en las escaleras. Siguió el sonido hasta el segundo piso y entró en el departamento de Karl Pacheco.

Allí se enfrentó con una escena de caos. La madera astillada de la puerta ensuciaba el umbral. Las sillas estaban dadas vuelta, una lámpara hecha añicos, como si unos toros salvajes hubieran pasado a toda carrera por el cuarto, dejando su huella de destrucción. El aire mismo estaba envenenado de testosterona, policías vengativos tras los pasos de un individuo que pocos días antes había masacrado a uno de los suyos.

Sobre el piso, un hombre yacía boca abajo. Negro; no era el Cirujano. Crowe mantenía su talón brutalmente presionado contra la nuca del negro.

– Te hice una pregunta, hijo de puta -aulló Crowe-. ¿Dónde está Pacheco?

El hombre gimoteó y cometió el error de tratar de levantar la cabeza. Crowe le clavó el talón con energía, golpeando el mentón del prisionero contra el piso. El hombre emitió un sonido de ahogo y comenzó a retorcerse.

– ¡Suéltalo! -gritó Rizzoli.

– ¡No se queda quieto!

– Libéralo y tal vez consiga hablarte. -Rizzoli empujó a Crowe a un lado. El prisionero giró sobre su espalda, boqueando como un pez sobre la orilla.

Crowe grito:

– ¿Dónde está Pacheco?

– No… No lo sé.

– ¡Estás en su apartamento!

– Se fue. Se fue.

– ¿Cuándo?

El hombre comenzó a toser en explosiones tan profundas y violentas que sonaban como si sus pulmones se estuvieran desgarrando. Los otros policías se habían reunido alrededor, observando con mal disimulado odio al prisionero tirado en el piso. El amigo de un asesino de policías.

Asqueada, Rizzoli se dirigió hacia el dormitorio. La puerta del armario estaba abierta de par en par y la ropa de las perchas había sido arrojada al piso. El registro había sido completo y brutal, todas las puertas abiertas, todo posible escondrijo expuesto. Se colocó un par de guantes y comenzó a revisar los cajones de la cómoda, palpando a través de bolsillos, buscando una libreta de direcciones, una agenda, cualquier cosa que le indicara que Pacheco podría haberse escapado.

Levantó la vista cuando Moore entró en la habitación.

– ¿Tú estabas a cargo de este desastre? -preguntó.

Él movió la cabeza.

– Marquette les dio el permiso. Teníamos información de que Pacheco estaba en el edificio.

– ¿Y dónde está, entonces?

Cerró el cajón con violencia y cruzó hasta la ventana del dormitorio. Estaba cerrada pero sin traba. La escalera de incendio estaba justo fuera. Abrió la ventana y sacó la cabeza. Un auto de la brigada estaba estacionado en el callejón de abajo, con la radio parloteando, y vio a un oficial apuntando con su linterna hacia un volquete.

Estaba a punto de meter la cabeza de nuevo dentro cuando sintió que algo caía sobre su nuca, y escuchó un desmayado crujido de grava que caía por la escalera de incendio. Azorada, miró hacia arriba. El cielo nocturno se veía blanqueado por las luces de la ciudad, y las estrellas eran apenas visibles. Observó por un momento, estudiando la línea del techo recortada contra ese anémico cielo negro, pero nada se movió.

Trepó fuera de la ventana hacia la escalera de incendio y comenzó a subir la escalera hasta el tercer piso. En el siguiente descanso se detuvo para revisar la ventana de arriba del departamento de Pacheco; habían colocado un mosquitero sobre el vidrio, y la ventana estaba a oscuras.

Volvió a mirar hacia arriba, hacia el techo. Aunque no vio nada, escuchó un sonido que venía de arriba; los pelos de la nuca comenzaban a erizársele.

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