El cirujano
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Un asesino silencioso se desliza en las casas de las mujeres y entra en las habitaciones mientras ellas duermen. La precisi?n de las heridas que les inflige sugiere que es un experto en medicina, por lo que los diarios de Boston y los atemorizados lectores comienzan a llamarlo «el cirujano». La ?nica clave de que dispone la polic?a es la doctora Catherine Cordell, v?ctima hace dos a?os de un crimen muy parecido. Ahora ella esconde su temor al contacto con otras personas bajo un exterior fr?o y elegante, y una bien ganada reputaci?n como cirujana de primer nivel. Pero esta cuidadosa fachada est? a punto de caer ya que el nuevo asesino recrea, con escalofriante precisi?n, los detalles de la propia agon?a de Catherine. Con cada nuevo asesinato parece estar persigui?ndola y acercarse cada vez m?s…
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La conexión entre la sangre y la vida fue establecida desde los albores del hombre. Los antiguos no sabían que la sangre se fabrica en la médula, o que su mayor parte no es más que agua, pero sí apreciaban su poder en rituales y sacrificios. Los aztecas utilizaban perforadores de hueso y agujas de agave para perforar su propia piel y hacer brotar sangre. Practicaban agujeros en sus labios o lengua o en la carne de su pecho, y la sangre resultante era un ofrecimiento para los dioses. Hoy en día una mutilación semejante sería considerada enferma y grotesca, el sello de la locura.
Me pregunto qué pensarían los aztecas de nosotros.
Aquí sentado, en mi ámbito estéril, vestido de blanco, las manos enguantadas para protegerlas de un derrame accidental. Qué lejos nos hemos desviado de nuestra naturaleza esencial. La sola visión de la sangre hace que algunos hombres se desmayen, y la gente se afana por ocultar semejantes horrores a los ojos del público, lavando las aceras donde se ha derramado sangre, o cubriendo los ojos de los niños cuando la violencia erupciona en la televisión. Los seres humanos han perdido contacto con lo que son, con quiénes son.
Algunos de nosotros, sin embargo, no lo hemos hecho.
Caminamos entre el resto, normales en todo sentido; tal vez somos más normales que cualquiera porque no nos permitimos ser envueltos y momificados con las vendas asépticas de la civilización. Vemos sangre y no nos apartamos. Reconocemos su pulida belleza; sentimos su llamado primitivo.
Todo el que pasa conduciendo su auto cerca de un accidente y no puede evitar mirar la sangre entiende esto. Bajo la revulsión, bajo la necesidad de apartar la mirada, palpita una fuerza mayor. Una atracción.
Todos queremos mirar. Pero no todos lo reconocemos.
Es solitario el caminar entre los anestesiados. Por las noches, vagabundeo por la ciudad y respiro un aire tan espeso que casi puedo verlo. Calienta mis pulmones como un almíbar hirviente. Analizo las caras de la gente en la calle, y me pregunto cuál de ellos es mi querido hermano de sangre, como lo fuiste tú alguna vez. ¿Hay alguien más que no haya perdido contacto con la antigua fuerza que fluye en todos nosotros? Me pregunto si nos podríamos reconocer mutuamente si nos cruzáramos, y temo que no podríamos, porque nos hemos ocultado profundamente bajo la capa que nos hace pasar por normales.
Así es que camino solo. Y pienso en ti, el único que pudo entender algo.
