La Tabla De Flandes
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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.
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– Y puede haber matado otra vez -añadió Julia-. Ahora, hace unos días, en el siglo veinte. A Álvaro.
César levantó una mano escandalizado, como si aquello fuese una inconveniencia.
– Alto ahí, princesa. Nos estamos liando. Ningún asesino sobrevive cinco siglos. Y un simple cuadro es incapaz de matar.
– Según se mire.
– Te prohíbo decir barbaridades. Y deja de mezclar cosas distintas. Por un lado hay un cuadro y un crimen cometido hace quinientos años… Por otra parte tenemos a Álvaro muerto…
– Y el envío de los documentos.
– Pero nadie ha demostrado aún que quien los envió matase a Álvaro… Hasta es posible que ese desgraciado se rompiera de verdad la crisma en la bañera -el anticuario alzó tres dedos-. En tercer lugar, alguien pretende jugar al ajedrez… Eso es todo. No hay pruebas que relacionen todas esas cosas entre sí.
– El cuadro.
– Eso no es una prueba. Es una hipótesis -César miró a Muñoz-. ¿No es cierto?
El ajedrecista guardaba silencio, renunciando a tomar partido, y César lo miró con rencor. Julia señaló la tarjeta de cartulina sobre la mesa, junto al tablero.
– ¿Queréis pruebas? -dijo de pronto, pues acababa de caer en la cuenta de lo que era aquello-. Aquí hay una que relaciona directamente la muerte de Álvaro con el jugador misterioso… Conozco esas fichas demasiado bien… Son las que usaba Álvaro para trabajar -hizo una pausa para tomar conciencia de sus propias palabras-. Quien lo mató pudo coger también un puñado de tarjetas de su casa -reflexionó un instante y extrajo un Chesterfield del paquete que llevaba en el bolsillo de la cazadora. La irracional sensación de pánico experimentada minutos antes se desvanecía por momentos, sustituyéndola una aprensión más definida, de contornos precisos. No era lo mismo, se dijo a modo de explicación, el miedo al miedo, a lo indefinido y oscuro, que el miedo concreto a morir asesinada a manos de un ser real. Tal vez el recuerdo de Álvaro, de aquella muerte a plena luz y con los grifos abiertos, le aclaraba la mente, despejándola de otros miedos superfluos. Bastante tenía ya con eso.
Se llevó el cigarrillo a la boca y lo encendió, confiando en que el gesto constituyese una demostración de aplomo ante los dos hombres. Después expulsó la primera bocanada de humo y tragó saliva, sintiendo la garganta desagradablemente seca. Necesitaba urgentemente un vodka. O media docena de vodkas. O un hombre guapo, fuerte y silencioso, con quien hacer el amor hasta perder la conciencia.
– ¿Y ahora? -preguntó, con toda la calma de que fue capaz.
César miraba a Muñoz y éste a Julia. Ella pudo comprobar que la mirada del ajedrecista se había vuelto de nuevo opaca, desprovista de vida, como si todo hubiese dejado de interesarle hasta que un nuevo movimiento reclamara su atención.
– Esperar -dijo Muñoz, y señaló el tablero-. Le toca mover a las negras.
Menchu estaba muy excitada, pero no a causa del jugador misterioso. A medida que Julia le contaba, abría los ojos como platos, hasta el punto de que, aguzando el oído, se hubiera escuchado tras ellos el indiscreto clic de una caja registradora sumando enteros. Lo cierto es que, en materia de dinero, Menchu se manifestaba siempre voraz. Y en aquel momento, calculando beneficios, indudablemente lo era.
Voraz y atolondrada, añadió Julia para sus adentros, pues apenas había manifestado inquietud por la existencia de un posible asesino aficionado al ajedrez. Fiel a su propio personaje, el mejor recurso de Menchu a la hora de resolver problemas era comportarse como si no existieran. Poco dispuesta a mantener durante mucho tiempo su atención en algo concreto, tal vez aburrida de tener en casa a Max en funciones de gorila protector -eso dificultaba otros escarceos-, la galerista había decidido variar su enfoque de todo aquello. Se trataba ahora tan sólo de una curiosa serie de coincidencias, o una broma extraña y posiblemente inofensiva, ideada por alguien con raro sentido del humor, cuyas razones se le escapaban de puro ingeniosas. Era la versión más tranquilizadora, sobre todo cuando había mucho a ganar de por medio. En cuanto a la muerte de Álvaro, ¿es que Julia nunca había oído hablar de los errores judiciales?… Como el asesinato de Zola por aquel tipo, Dreyfuss, o quizá fuese al revés; y Lee Harvey Oswald, entre otros patinazos por el estilo. Además, un resbalón de bañera cualquiera lo daba en la vida. O poco menos.
– En cuanto al Van Huys, ya verás. Le vamos a sacar un montón de dinero.
– ¿Y qué hacemos con Montegrifo?
Había pocos clientes en la galería; un par de damas de edad que conversaban junto a un gran óleo de factura clásica y paisaje marino, y un caballero vestido de oscuro que curioseaba en las carpetas de grabados. Menchu apoyó una mano en la cadera como si fuese la culata de un revólver, emitiendo un teatral parpadeo mientras bajaba la voz.
– Entrará por el aro, pequeña.
– ¿Tú crees?
– Lo que yo te diga. O acepta o nos pasamos al enemigo -sonrió segura de sí-. Con tus antecedentes y toda esa película maravillosa del duque de Ostenburgo y la mala pécora de su legítima, Sotheby.s o Christie.s nos acogerían con los brazos abiertos. Y Paco Montegrifo no tiene un pelo de tonto… -pareció recordar algo-. Por cierto; esta tarde tomamos café con él. Ponte guapa.
– ¿Tomamos?
– Tú y yo. Ha telefoneado esta mañana, todo mieles. Menudo olfato tiene ese cabrón.
– A mí no me líes.
– No te lío. Insistió en que vengas tú también. No sé que le has dado, hija. Con lo flacucha que estás.
Los tacones de Menchu -zapatos cosidos a mano, carísimos, pero dos centímetros más altos de lo preciso- dejaban dolorosas marcas en la moqueta beige. En su galería, entre luces indirectas, tonos claros y grandes espacios, predominaba lo que César solía llamar arte bárbaro: acrílicos y guaches combinados con collages, relieves de arpillera alternados con oxidadas llaves inglesas, o tuberías de plástico junto a volantes de automóvil pintados de azul celeste eran la nota dominante, y sólo a veces, relegado a lejanos rincones de la sala, asomaba un retrato o paisaje de corte más convencional; como un huésped incómodo, aunque necesario para justificar la pretendida amplitud de criterios de una anfitriona esnob. Y, sin embargo, a Menchu la galería le daba dinero; hasta César se veía obligado a reconocerlo, a regañadientes, mientras recordaba con añoranza los tiempos en que, para la sala de juntas de cualquier consejo de administración, era imprescindible un cuadro de aire respetable comme il faut, provisto de la apropiada pátina y el grueso marco de madera dorada, en lugar de delirios postindustriales tan en consonancia con el espíritu -dinero de plástico, muebles de plástico, arte de plástico- de las nuevas generaciones que ocupaban, previo paso por allí de carísimos decoradores a la última, aquellos mismos despachos.
Paradojas de la vida: Menchu y Julia contemplaban en aquel momento una curiosa combinación de rojos y verdes que respondía al excesivo título de Sentimientos, salida semanas atrás de la paleta de Sergio, la última romántica locura de César, que el anticuario había recomendado, teniendo -eso sí- la decencia de desviar púdicamente los ojos cuando mencionó el asunto.
– De todas formas lo venderé -suspiró Menchu, resignada, después que ambas lo miraron durante un rato-. En realidad se vende todo. Parece mentira.
– César te está muy agradecido -dijo Julia-. Y yo también.
Menchu arrugó la nariz, con reprobación.
– Eso es lo que me fastidia. Que además justifiques las golferías de tu amigo el anticuario. Ya tiene edad para formalizarse un poco, la vieja loca.
Julia blandió un puño amenazador ante la nariz de su amiga.
– No te metas con él. Ya sabes que César es sagrado.
– Lo sé, hija. Siempre con tu César por aquí y por allá, y así desde que te conozco… -miró el cuadro de Sergio con fastidio-. Lo vuestro es para ir al psicoanalista y saltarle un fusible. Os imagino tumbaditos juntos en el diván, hablándole de la cebolla esa de Freud: «Verá usted, doctor, de pequeña no quería tirarme a mi padre sino bailar el vals con el anticuario. Que además es mariquita, pero me adora…» Menudo pastel, nena.