La Tabla De Flandes
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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.
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– Ha sido la nuestra una extraña relación -dijo en voz alta.
Muñoz dejó vagar la mirada a su alrededor durante unos segundos, como si buscase confirmación a aquellas palabras.
– Ha sido la relación habitual en ajedrez… -respondió-. Usted y yo, reunidos durante el tiempo que dura una partida -sonrió de nuevo, de aquel modo difuso que no significaba nada-. Llámeme cuando quiera volver a jugar.
– Usted me desconcierta -dijo ella espontáneamente-. De veras.
Se detuvo y la miró, sorprendido. Ya no sonreía.
– No comprendo.
– Tampoco yo, si se trata de eso -Julia vaciló un poco, insegura del terreno por el que se movía-. Usted parece dos personas distintas; tímido y retraído a veces, con una especie de conmovedora torpeza… Pero basta que haya de por medio cualquier relación con el ajedrez para que aparente una seguridad pasmosa.
– ¿Y bien? -inexpresivo, el ajedrecista parecía aguardar el resto del razonamiento.
– Y eso, nada más -titubeó, algo avergonzada por su propia indiscreción, y después se burló de sí misma con una mueca-. Imagino que es absurdo, a estas horas de la mañana. Disculpe.
Estaba de pie frente a ella, con las manos en los bolsillos de la gabardina, su nuez prominente sobre el cuello desabrochado de la camisa y precisando un buen afeitado, la cabeza algo inclinada hacia la izquierda, como si reflexionase sobre lo que acababa de oír. Pero ya no parecía desconcertado.
– Ya veo -elijo, e hizo un gesto con el mentón, dando a entender que se hacía cargo, aunque Julia no lograba establecer exactamente de qué. Después miró detrás de ella, como si esperase a alguien que le trajese una palabra olvidada. Y entonces hizo algo que la joven recordaría siempre con estupor. Allí mismo, en un instante, con sólo media docena de frases, tan desapasionado y frío como si se estuviera refiriendo a una tercera persona, le resumió su vida, o Julia creyó que así lo hacía. Ocurrió, para estupefacción de la joven, en un instante, sin pausas ni inflexiones, con la misma precisión que Muñoz utilizaba para comentar los movimientos de ajedrez. Y cuando terminó, quedando de nuevo en silencio, y sólo entonces, la vaga sonrisa retornó a sus labios como si aquel gesto implicara una suave burla para sí mismo, para el hombre descrito segundos antes y hacia el que, en el fondo, el jugador de ajedrez no sentía compasión ni desdén, sino una especie de solidaridad desengañada y comprensiva. Y Julia se quedó allí, frente a él, sin saber qué decir durante un largo rato, preguntándose cómo diablos aquel hombre poco aficionado a las palabras había sido capaz de explicárselo todo con tanta nitidez. Y así supo de un niño que jugaba mentalmente al ajedrez en el techo de su dormitorio cuando el padre lo castigaba por descuidar sus estudios; y supo de mujeres capaces de desmontar con minuciosidad de relojero los resortes que mueven a un hombre; y supo de la soledad venida al socaire del fracaso y la ausencia de esperanza. Todo aquello lo vio Julia de golpe, sin tiempo para considerarlo siquiera, y al final, qué resultó ser casi el principio, no estaba muy segura de qué parte de todo ello le había sido contada por él, y qué parte imaginada por ella misma. Suponiendo, después de todo, que Muñoz hubiese hecho algo más que hundir un poco la cabeza entre los hombros y sonreír como el gladiador cansado, indiferente a la dirección, arriba o abajo, en que se mueve el pulgar que decidirá su suerte. Y cuando el jugador de ajedrez dejó de hablar por fin, si es que alguna vez lo hizo, y la luz grisácea del amanecer le aclaraba la mitad del rostro dejando la otra mitad en sombras, Julia supo con exactitud perfecta lo que significaba para aquel hombre el pequeño rincón de sesenta y cuatro escaques blancos y negros: el campo de batalla en miniatura donde se desarrollaba el misterio mismo de la vida, del éxito y del fracaso, de las fuerzas terribles y ocultas que gobiernan el destino de los hombres.
En menos de un minuto supo todo eso. Y también el significado de aquella sonrisa que nunca terminaba por asentarse del todo en sus labios. E inclinó despacio la cabeza, porque era una joven inteligente y había comprendido; y él miró al cielo y dijo que hacía mucho frío. Después, ella sacó el paquete de cigarrillos, ofreciéndole uno, y él aceptó, y esa fue la primera y penúltima vez que vio a Muñoz fumar. Entonces echaron a andar de nuevo para acercarse hasta la puerta de Julia. Estaba decidido que aquel era el punto donde el ajedrecista saldría de la historia, así que alargó una mano para estrechar la suya y decir adiós. Pero en ese momento la joven miró el interfono y vio un pequeño sobre, como el de una tarjeta de visita, doblado en la rejilla junto a su timbre. Y cuando lo abrió y extrajo la tarjeta de cartulina que había dentro, supo que Muñoz no podía marcharse aún. Y que iban a ocurrir unas cuantas cosas, ninguna de ellas buena, antes de que le permitieran hacerlo.
– No me gusta -dijo César, y Julia percibió un temblor en los dedos que sostenían la boquilla de marfil-. No me gusta nada que un loco ande suelto por ahí, jugando contigo a Fantomas.
Pareció que las palabras del anticuario fueran señal para que todos los relojes de la tienda diesen, uno tras otro o simultáneamente, en diversos tonos que iban desde el suave murmullo hasta los graves acordes de los pesados relojes de pared, los cuatro cuartos y las nueve campanadas. Pero la coincidencia no hizo sonreír a Julia. Miraba la Lucinda de Bustelli, inmóvil dentro de su urna de cristal, y se sentía tan frágil como ella.
– A mí tampoco me gusta. Pero no estoy segura de que podamos elegir.
Apartó los ojos de la porcelana para dirigirlos hacia la mesa de estilo Regencia sobre la que Muñoz había desplegado su pequeño tablero de ajedrez, reproduciendo en él, una vez más, la posición de las piezas en la partida del Van Huys.
– Ojalá cayese en mis manos ese canalla -murmuraba César, dirigiéndole una nueva ojeada suspicaz a la tarjeta que Muñoz sostenía por un ángulo, como si se tratara de un peón que no sabía dónde situar-. Como broma rebasa lo ridículo…
– No es una broma -objetó Julia-. ¿Olvidas al pobre Álvaro?
– ¿Olvidarlo? -el anticuario se llevó la boquilla a los labios, exhalando el humo con nerviosa brusquedad-. ¡Qué más quisiera yo!
– Y, sin embargo, tiene sentido -dijo Muñoz.
Se lo quedaron mirando. Ajeno al efecto de sus palabras, el ajedrecista seguía con la tarjeta entre los dedos y se apoyaba en la mesa, sobre el tablero. Aún no se había quitado la gabardina, y la luz que entraba por la vidriera emplomada daba un tono azul a su mentón sin afeitar, resaltando los cercos de insomnio bajo los ojos cansados.
– Amigo mío -le dijo César, a medio camino entre la incredulidad cortés y cierto irónico respeto-. Celebro que sea capaz de encontrarle sentido a todo esto.
Muñoz se encogió de hombros, sin prestarle atención al anticuario. Era evidente que se centraba en el nuevo problema, en el jeroglífico de la pequeña tarjeta:
Tb3?… Pd7-d5Æ
Todavía durante un momento Muñoz observó las cifras, cotejándolas con la posición de las piezas en el tablero. Después alzó los ojos hacia César, para terminar posándolos en Julia.
– Alguien -y con aquel alguien la joven sintió un escalofrío, como si acabaran de abrir una puerta cercana e invisible- parece interesado en la partida de ajedrez que se juega en ese cuadro… -entornó los ojos e hizo un gesto de asentimiento, como si por alguna oscura razón pudiera intuir los móviles del misterioso aficionado-. Sea quien sea, conoce el desarrollo de la partida y sabe, o imagina, que hemos resuelto su secreto hacia atrás. Porque propone seguir moviendo hacia adelante; continuar el juego a partir de la posición que las piezas ocupan en el cuadro.
– Está usted de broma -dijo César.
Durante un incómodo silencio, Muñoz miró con fijeza al anticuario.