La Tabla De Flandes
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A finales del siglo XV un viejo maestro flamenco introduce en uno de sus cuadros, en forma de partida de ajedrez, la clave de un secreto que pudo cambiar la historia de Europa. Cinco siglos despu?s, una joven restauradora de arte, un anticuario homosexual y un exc?ntrico jugador de ajedrez unen sus fuerzas para tratar de resolver el enigma.
La investigaci?n les conducir? a trav?s de una apasionante pesquisa en la que los movimientos del juego ir?n abriendo las puertas de un misterio que acabar? por envolver a todos sus protagonistas.
La tabla de Flandes es un apasionante juego de trampas e inversiones -pintura, m?sica, literatura, historia, l?gica matem?tica- que Arturo P?rez- Reverte encaja con diab?lica destreza.
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Muñoz se interrumpió unos instantes y después movió un poco los labios, como si fuese a añadir algo. Pero, en vez de palabras, lo que apareció en su boca fue aquel breve apunte de sonrisa, apenas insinuada, que nunca llegaba a confirmarse del todo. Entonces bajó los ojos hasta la bolita de pan que había sobre la mesa.
– A veces me pregunto -dijo por fin, y parecía haberle costado un gran esfuerzo expresar lo que pensaba- si el ajedrez es algo que ha inventado el hombre, o que simplemente se ha limitado a descubrir… Algo que siempre ha estado ahí, desde que el Universo existe. Como los números enteros.
Igual que en un sueño, Julia escuchó el sonido de un sello de lacre al romperse, y por primera vez tomó conciencia exacta de la situación: un vasto tablero que comprendía el pasado y el presente, el Van Huys y ella misma, incluso Álvaro, César, Montegrifo, los Belmonte, Menchu y el propio Muñoz. Y sintió de pronto un miedo tan intenso que sólo con un esfuerzo físico, casi visible, logró no dar un grito para expresarlo en voz alta. Debió de reflejarse en su rostro, pues César y Muñoz la miraron preocupados.
– Estoy bien -sacudió la cabeza, como si con ello pudiera serenar sus pensamientos, mientras sacaba del bolso el gráfico con los distintos niveles que, según la primera interpretación de Muñoz, poseía el cuadro-. Echadle un vistazo a esto.
El ajedrecista estudió la hoja y después se la pasó a César sin decir palabra.
– ¿Qué os parece? -preguntó la joven.
César curvó la boca en un mohín indeciso.
– Inquietante -dijo-. Pero tal vez le echamos demasiada literatura al asunto… -miró otra vez los gráficos de Julia-. Me pregunto si estamos rompiéndonos la cabeza con algo profundo o con algo absolutamente trivial.
Julia no respondió. Miraba con fijeza a Muñoz. Al cabo de un momento, el ajedrecista puso el papel sobre la mesa, sacó un bolígrafo del bolsillo y modificó algo. Después se lo pasó a ella.
– Ahora hay un nivel más -dijo, preocupado-. Al menos usted, está tan implicada en esa pintura como el resto de los personajes:
– Eso es lo que imaginaba -confirmó la joven-. Niveles Uno y Cinco, ¿no es eso?
– Que suman seis. El Sexto nivel, que contiene todos los otros -el ajedrecista señaló el papel-. Le guste o no, usted ya está ahí dentro.
– Eso quiere decir… -Julia miraba a Muñoz con los ojos muy abiertos, como si ante sus pies se hubiese abierto un pozo sin fondo-. Significa que la persona que quizá asesinó a Álvaro, la misma que nos ha enviado esa tarjeta, está jugando una insensata partida de ajedrez… Una partida en la que no sólo yo, sino nosotros, todos nosotros, somos piezas… ¿Es cierto?
El jugador de ajedrez sostuvo su mirada sin responder, pero no había en su gesto pesadumbre alguna, sino más bien una especie de curiosidad expectante, como si de aquello pudieran extraerse apasionantes conclusiones que no le desagradaría observar.
– Celebro -y la difusa sonrisa volvió a instalarse en sus labios- que por fin se hayan dado ustedes cuenta.
Menchu se había maquillado al milímetro, vistiéndose con absoluta premeditación: falda corta, muy ceñida, y elegantísima chaqueta de piel negra sobre un pullover de color crema, que resaltaba su busto de una forma que Julia calificó en el acto de escandalosa. Tal vez previendo aquello, Julia había optado esa tarde por la informalidad: calzado sin tacón tipo mocasín, tejanos y una cazadora deportiva, de gamuza, con un pañuelo de seda en torno al cuello. Como habría comentado César, si las hubiese visto cuando aparcaban el Fiat de Julia frente a las oficinas de Claymore, podían pasar perfectamente por madre e hija.
El taconeo y el perfume de Menchu las precedieron hasta el despacho -maderas nobles en las paredes, enorme mesa de caoba, lámpara y sillones de diseño ultramoderno-, donde Paco Montegrifo se adelantó a besarles la mano, exhibiendo la perfecta dentadura que, como un destello resplandeciente en el bronceado de su rostro, utilizaba a modo de tarjeta de visita. Cuando tomaron asiento en butacas desde las que podía gozarse de una buena panorámica del valioso Vlaminck que presidía el despacho, el subastador fue a sentarse bajo el cuadro, al otro lado de la mesa, con el aire modesto de quien lamentaba de corazón no poder ofrecerles mejor vista. Un Rembrandt, por ejemplo, parecía decir la intensa mirada que le dirigió a Julia tras dejarla resbalar con indiferencia sobre las piernas aparatosamente cruzadas de Menchu. O tal vez un Leonardo.
Montegrifo entró en materia rápidamente, apenas una secretaria les hubo servido, en tazas de porcelana de la Compañía de Indias, café que Menchu endulzó con sacarina. Julia bebió el suyo solo, amargo y muy caliente, a breves sorbos. Cuando encendió un cigarrillo -el subastador acompañó su gesto con uno de atenta impotencia, inclinándose inútilmente hacia ella con su encendedor de oro en la mano desde la inmensa distancia del otro lado de la mesa-, el anfitrión ya había expuesto la situación en términos generales. Y en su fuero interno, Julia hubo de reconocer que, sin faltar a la más exquisita educación, Montegrifo no se había ido por las ramas.
El planteamiento era, a primera vista, transparente como el cristal: Claymore lamentaba no aceptar las condiciones de Menchu en cuanto a ir a la par en los beneficios del Van Huys. Al mismo tiempo ponía en su conocimiento que el propietario del cuadro, don… -Montegrifo consultó calmosamente sus notas- Manuel Belmonte, de acuerdo con sus sobrinos, había decidido anular el acuerdo establecido con doña Menchu Roch y transferir los poderes sobre el Van Huys a Claymore y Compañía. Todo ello, añadió con las yemas de los dedos juntas y los codos apoyados en el filo de la mesa, constaba en un documento legalizado ante notario, que tenía en un cajón. Dicho lo cual, Montegrifo dirigió a Menchu una mirada de desolación, acompañándola con un suspiro de hombre de mundo.
– ¿Quiere decir -a Menchu, escandalizada, le tintineaba la taza de café en las manos- que amenaza con quitarme el cuadro?
El subastador se miró los gemelos de oro de la camisa como si éstos hubiesen dicho una inconveniencia, y después estiró pulcramente los puños almidonados.
– Me temo que ya se lo hemos quitado -dijo en el tono contrito de quien lamenta pasar a una viuda las facturas que dejó el difunto-. De todas formas, su porcentaje de beneficio original sobre el precio de subasta se mantiene intacto; descontando, eso sí, los gastos. Claymore no pretende despojarla de nada, sino evitar sus condiciones abusivas, señora mía -sacó pausadamente su pitillera de plata de un bolsillo y la puso sobre la mesa-. En Claymore no vemos razón para aumentar su porcentaje. Eso es todo.
– ¿No ven la razón? -Menchu miró a Julia con despecho, esperando exclamaciones de indignada solidaridad o algo por el estilo-. La razón, Montegrifo, es que ese cuadro, gracias a un trabajo de investigación realizado por nosotras, va a multiplicar su precio… ¿Le parece poca razón?
Montegrifo miró a Julia, estableciendo silenciosa y cortésmente que no la incluía para nada en aquel sórdido chalaneo. Después se volvió a Menchu, y sus ojos se endurecieron.
– Si esa investigación que ustedes han realizado -el ustedes no dejaba duda de su opinión sobre la capacidad investigadora de Menchu- aumenta el precio del Van Huys, también aumentará automáticamente el beneficio a porcentaje que acordó con Claymore… -en este punto se permitió una sonrisa condescendiente, antes de olvidarse otra vez de Menchu y mirar a Julia-. En cuanto a usted, la nueva situación no perjudica sus intereses, sino todo lo contrario. Claymore -y la sonrisa que le dirigió no dejaba la menor duda sobre quién, en Claymore- considera que su actuación en este asunto ha sido excepcional. Así que le rogamos siga restaurando el cuadro como hasta ahora. El aspecto económico no debe inquietarla en absoluto.