El premio
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Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesi?n del Premio Venice-L?zaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, cr?ticos, editores, financieros, pol?ticos y todo tipo de arribistas y trepadores atra?dos por la combinaci?n de «dinero y literatura». Pero L?zaro Conesal ser? asesinado esa misma noche, y el lector asistir? a una indagaci?n destinada a descubrir qu? colectivo tiene el alma m?s asesina: el de los escritores, el de los cr?ticos, el de los financieros o el de los pol?ticos.
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– Me gustaría debatir su interés por saber si estaba o no en pijama Lázaro Conesal. Comprendo que hay un antes y un después del pijama, aunque también se puede suponer un numerito de Conesal. Algunos le solicitaron audiencia, pero otros fueron requeridos por él. Bastaría fijar un horario y hasta ahora no lo hemos hecho.
– Hasta que no lo fije el forense no es posible utilizar ese antes y después del pijama. Algo llevaba en la cabeza Conesal con respecto al premio.
– Un premio del que no consta ningún original y en el que sí nos consta que financió una no presentación.
– Respete mi método, Carvalho. Yo voy interrogando y me suministran las piezas de un puzzle. Algunas piezas sobran y poco a poco voy haciendo la selección. Hoy quiero coger a los testigos en fresco. Mañana, Dios dirá.
Respetó Carvalho que fuera convocado Andrés Manzaneque, pálida flor anocturnada, marchita la rosa fulard en su garganta y ojeras moradas por el martirio de una ansiedad evidente en sus manos sudorosas y en perpetuo vuelo. En efecto. Se había presentado al premio respetando una cláusula privada que le exigió la escritora Marga Segurola: garantizar ante notario que sólo existía una prueba impresa de la obra y un disquete que se entregaba al mismo tiempo.
– Pero yo aún escribo con una Olivetti manual. Hay una relación rítmica entre el pensar y el escribir que puede traicionar el instrumento mecánico. Un procesador de textos es demasiado rápido y luego el ejercicio de corregir deviene perverso, distanciado, como si estuvieras esculpiendo una obra ajena.
– Usted se encontró con Lázaro Conesal en su suite. ¿Acaso le reclamó él?
– No. No pude resistir la impaciencia. Pasaban las horas. No se sabía nada. Salí para cazar alguna noticia y una florista me dijo que el estado mayor del premio estaba en la planta veintiséis. Allí me fui y casi por casualidad di con la suite donde permanecía Conesal.
Se le estranguló la voz y se llevó una mano primero al pecho y luego a los ojos.
– Perdonen que me emocione pero fue un encuentro tan humano…
La palabra humano provocó un cierto desmayo muscular en Ramiro, pero se rehizo inmediatamente.
– El señor Conesal estaba muy triste. Se estaba tomando una bebida que no pude identificar, pero no era la primera. Me dijo que era la noche más triste de su vida y utilizó una metáfora que me llegó al corazón: Manzaneque, puedo escribir los versos más tristes esta noche. ¿Comprenden? Es difícil que ustedes conozcan la procedencia de esta cita.
– Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda -sentenció Ramiro y no pudo evitar buscar con los ojos la aquiescencia de Carvalho. La tuvo.
– Fue uno de los primeros libros que quemé en mi chimenea.
Carvalho consiguió concentrar la atención de todos.
– Es mi vicio. Quemo libros.
– ¿Cómo es posible? ¿Cómo se puede quemar un libro?
– Primero lo destrozo y luego lo quemo.
Era algo más que desprecio lo que expresaba la mueca de Manzaneque y los demás trataban de resituarse en el mundo y en la habitación.
– Dejemos de lado las aficiones del detective Carvalho y cuéntenos los términos de su participación en el premio y de su conversación con el señor Conesal.
– Fui invitado a presentarme al premio. Yo ya tenía casi acabada una novela sobre el desencanto de la generación X vivido por un joven poeta de mi edad que decide dejar un lugar seguro en la vida cultural de su ciudad natal e irse a Madrid. Allí cae en la cultura del bacalao y las tribus urbanas, pero no lo vive desde ese desasimiento y contraliteratura de un Loriga o un Mañas o un Grasa. Yo respeto la tradición literaria, la herencia lingüística y aunque mi novela es de corte realista descarnado, reivindico el patrimonio de la lengua también para la generación X.
– Usted entregó esa novela.
– La remití por un mensajero a las señas indicadas y esperé acontecimientos. Hace un par de días supe que se me citaba a este acto e induje que yo era finalista, pero a lo largo de la noche la frialdad de la gente, el hecho de que no circulara ni un rumor me angustió primero, me deprimió después y finalmente provoqué el encuentro con Conesal. Miren. Ya no me importa ganar el premio o no. Todo lo vale ese maravilloso acto de sinceración que me ha salvado del suicidio, porque esta noche yo he estado a punto de tirarme desde el piso más alto de este edificio. Se lo he comunicado a Conesal y me ha dicho una cosa maravillosa, maravillosa. ¿A que te dan el premio Cervantes o el Nobel antes de que cumplas setenta años? ¿No crees que vale la pena cumplirlos? No. No ha sido por el premio, pero ese efecto distanciador de la promesa de futuro, de la esperanza de futuro, del futuro como esperanza, me ha devuelto el ánimo.
– ¿Le dijo algo de su novela el señor Conesal?
– Mi novela se titula Reflexiones de Robinson ante un bacalao y Conesal se ha limitado a decirme que le ha parecido una espléndida tensión dialéctica entre dos momias: la de Robinson, el joven que llega a Madrid, Robinson Borgia para ser más exactos y la del bacalao salado, metáfora de la cultura del bacalao de la generación X, esa que vive entre las ruinas de la inteligencia que jamás tuvo, en Costa Polvoranca. Cabal. ¡Qué percepción! De eso se trataba. Los dos a remojo de noche y de lágrimas, Robinson y el bacalao.
– ¿Le dio esperanzas?
– Me dio el Cervantes -respondió Manzaneque iluminado, altivo, con los ojos llenos de lágrimas de gozo y generosidad. Ramiro no sabía a dónde mirarle y continuó el interrogatorio de lado.
– ¿Le ha sorprendido algo en su diálogo con Conesal?
– Me ha sorprendido el amor.
– Claro. Es lógico. Pero le ha dicho algo el señor Conesal que pudiera traducir un estado de ánimo inusual, temor, angustia, amenaza. ¿Iba en pijama?
– No me di cuenta. Creo que no. Sólo le diré que cuando me he ido le he besado la mano.
– Eso es todo. Puede marcharse.
El amante del whisky penetró con una parsimonia controlada, evaporado el whisky sin dejar otra huella que el enrojecimiento del blanco de los ojos. Explicó en seguida el motivo de su evidente satisfacción.
– Un hijo de puta menos. Si cada día desapareciera un hijo de puta de la envergadura de Lázaro Conesal, este país mejoraría mucho. Los pequeños hijos de puta no cuentan. Los que cuentan son esos que están en condiciones de hundir a los demás, sean quienes fueren.
– ¿Con ese estado de ánimo se prestó a venir a la fiesta?
– He venido a poner esto.
Lo que parecía un vientre impropiamente abultado en aquel cuerpo magro se adelgazó en una décima de segundo, el tiempo que tardó Sagazarraz en sacar una salchicha de tela que fue desplegando sobre el suelo de la habitación. Una pancarta lo ocupó totalmente y podía leerse: Lázaro Conesal es el enemigo público número uno. Las letras parecían dibujadas por un profesional. El naviero las contemplaba satisfecho y asumía que los demás también, a pesar de que Carvalho le demostraba una cierta conmiseración que no tardó en comprobar.
– Muy mal ha de estar el capitalismo español para que vayan ustedes poniéndose pancartas.
– Sabía que esta pancarta le haría mucho daño esta noche. Hoy quería enseñar el rostro de mecenas y yo iba a joderlo vivo.
Ramiro indicó con un gesto que enrollara la pancarta y luego se la entregó a uno de sus auxiliares.
– Ya no va a necesitarla.
– No. Ni ese traidor tampoco. Ha hundido el negocio de los Sagazarraz después de todo lo que hicimos por él, sobre todo mi padre. Cuando le conocí no pasaba de ser un abogadillo que trataba de ser abogado técnico del Estado y estudiaba un master en Düsseldorf. Yo también seguía el mismo curso y me deslumbró, hasta el punto de que se lo recomendé a mi padre y allí empezó la carrera del brillante Lázaro Conesal, tramitando pedidos internacionales de nuestros barcos congeladores. Luego montó una serie de empresas de comercialización basadas en nuestros productos y en nuestro crédito, hasta que se sintió seguro de sí mismo y ya con la red montada se dedicó a la importación de mercancía de la competencia. Utilizó sus chalaneos políticos para importaciones ya de por sí en el límite de la legalidad y que luego la superaban plenamente con la complicidad de gentes de la administración perfectamente untadas.
– ¿Cuándo sucedió eso?
– A fines de los años setenta.
– Han pasado casi veinte años. ¿Pretendía usted un ajuste de cuentas?
– El hombre es el único animal que tropieza dos y tres y trescientas veces en la misma piedra. Hace unos cinco años volvimos a encontrarnos en una regata. Él concurría con su yate y yo iba en el barco de unos amigos conserveros. Tenía una personalidad envolvente cuando quería y me echó los tejos. Luego comprendí que lo había hecho porque conocía la delicada situación de mi empresa, que no podía abordar el proceso de renovación de flota y de concentración que está exigiendo una competencia salvaje en la explotación de la pesca. Me hizo una oferta de ensueño: respaldaba un plan de renovación de utillaje y de absorción de navieras pequeñas con problemas, mediante créditos concedidos por un banco panameño en el que tenía una participación cualitativa. Es decir, el paquete de acciones que condicionaba un determinado bloque de poder frente a otro. Hicimos la operación y hace seis meses, cuando creíamos estar en la salida del túnel, resulta que el banco panameño ha quebrado, no tenemos dinero para hacer frente a los créditos y Conesal no sólo ya no tenía nada que ver con el banco sino que nos consta que nos metió en esta operación para hundirnos, en cambalache con otros navieros para eliminarnos como competencia. Tuvimos unas palabras hace dos semanas y me contestó cínicamente que si yo era tonto en 1978, ¿por qué habría de dejar de serlo en 1995? Me he pasado todo el día tratando de hablar con él, de encontrar una solución. No ha sido posible. Por fin me he decidido a lo de la pancarta. Quería tenderla en el momento en que Lázaro fuera a comunicar el fallo, pero ese momento no llegaba nunca.
– Y entonces usted fue a por Lázaro Conesal.
– ¿Quién le ha dicho a usted eso? Yo no sabía dónde estaba. Además llevaba encima un colocón que me impedía pensar más allá de mi vientre abultado por la pancarta.
– Pero usted salió del comedor, según consta en los detectores pertinentes y trató de ver a Lázaro Conesal.
Fingía la estupefacción o estaba estupefacto.
– Yo sólo quería colgar la pancarta en el piso de arriba, colgando sobre el hall, para que todo el mundo la viera al salir del acto, pero esta mierda de arquitectura moderna no colaboró. No había manera de atar la pancarta a lado alguno y regresé al salón dispuesto a armarme de paciencia. Fue entonces cuando empezó a circular el rumor de que había pasado algo.