El premio
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Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesi?n del Premio Venice-L?zaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, cr?ticos, editores, financieros, pol?ticos y todo tipo de arribistas y trepadores atra?dos por la combinaci?n de «dinero y literatura». Pero L?zaro Conesal ser? asesinado esa misma noche, y el lector asistir? a una indagaci?n destinada a descubrir qu? colectivo tiene el alma m?s asesina: el de los escritores, el de los cr?ticos, el de los financieros o el de los pol?ticos.
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– A mandar, don Álvaro.
«Dillinger» tenía alma de torturador público y esclavo privado. A Carvalho le suscitaba una vieja y renovada irritación por lo que se apartó de él y Álvaro le siguió.
– ¿No le gusta Sánchez Ariño?
– Ya lo conocía. Cuando le conocí le llamaban «Dillinger» y era una joven promesa de los policías torturadores del franquismo. En su caso tenía mérito porque se había apuntado a aquel oficio en los últimos años de la dictadura, sin nada en el pasado ni en el futuro que le justificara. Ahora veo que ha prosperado.
– Conoce su oficio.
– ¿Sigue torturando?
– No. Mantiene el orden en torno de mi padre, un hombre bajo toda clase de presiones y amenazas. Es uno de los amenazados por ETA. ¿Se imagina el botín que representaría, un secuestro de mi padre?
– Normalmente bebo para recordar y como para olvidar. Necesito una copa.
Álvaro dirigió mecánicamente una mirada a la posición teórica del hígado de Carvalho, una mirada que a Carvalho se le clavó como un cilicio en su punto más vulnerable, pero ya sólo le quedaba la capacidad de decidir cuándo tomaba o no una copa y ningún master en esto o aquello le iba a tocar los cojones del hígado que son los cojones más sensibles del cuerpo humano. Se encaminó decididamente al bar del hotel que escenificaba la sala de máquinas del submarino amarillo de los Beatles, en el supuesto caso de que los submarinos amarillos tengan sala de máquinas. Había bebido tanto al mediodía y tan buenas cosas que quiso seleccionar el gusto que dominaba en su boca. Whisky. Pero estaba cansado imaginativamente de tomar whisky y se autoengañó pensando que un trago largo con hierbas, las que fueran, no sería una agresión contra su hígado. Todas las hierbas son medicinales. Le pidió al barman un mojito y sólo cuando se lo sirvió captó que el barman era negro y cubano por la forma como se sentaba en las palabras, pero falsamente negro y falsamente cubano. Era Simplemente José que se reía contenidamente para que no se le resquebrajara el maquillaje.
– Don Lázaro se descojona cuando me ve hacer de barman negro en esta barra y un sobresueldo no viene mal en estos tiempos.
El vaso helado sobre la frente le sacó del estupor, pero le dejó instalado en una sensación de farsa excesiva para sus ganas de farsa. De pronto tuvo ganas de volver a casa. Allí estaba Biscuter preguntándole cómo le iba por Madrid y se prometió explicárselo detalladamente en cuanto regresara a Barcelona. Le asaltaba la sensación de extranjería de animal de hotel y el miedo a no saber autocontenerse, beber demasiado y luego vivir esa situación últimamente tan habitual de no recordar escenas enteras de la vida inmediata, como si el alcohol se las hubiera llevado secuestradas a un lugar situado en la cloaca de su conciencia. Se lo consultaría a un médico. ¿Por qué últimamente me olvido de lo que hago cuando he bebido con una cierta, necesaria ansiedad? Pero estaba protagonizando una secuencia profesional muy bien pagada y convenía conservar todas las luces, no seguir bebiendo.
– Otro mojito, por favor.
– Sí, señol.
Le respondió con perfecto acento cubano, pero más allá del supuesto color negro de las facciones, allí estaba Simplemente José.
– Sí, señol. ¿Le gusta mi acento, señol? A don Lázaro le encanta que me disfrace y le gusta mucho mi número de barman hispanista negro.
A través del vaso que se llevó a los ojos vio cómo entraba en el bar Celso Regueiro, con el rostro maquillado apenumbrado y una tensión parecida a la de la mañana. Buscaba a alguien y Carvalho sintió curiosidad por saber a quién. Salió del bar y Carvalho tras él sin abandonar el segundo mojito que le enfriaba la mano placenteramente a lo largo del seguimiento de un Celso Regueiro obsesivo. Se adentró por el pasillo que comunicaba los salones de convenciones ahora vacíos y definitivamente anochecidos y empujó una puerta que al abrirse le devolvió una bocanada de luz eléctrica que parecía esperar la liberación. Se metió en la habitación y dejó la puerta entreabierta, lo suficiente para que Carvalho se acercara y pudiera ver a través qué sucedía dentro. Era un pequeño despacho del que sólo podía apreciar un fragmento de mesa, un sofá circulante capitoné tras ella y en el sofá Álvaro Conesal con la punta del culo apoyada en el canto del sillón y las piernas unidas depositadas en el sobre de la mesa. Regueiro no decía nada. Álvaro se levantó con lentitud y sonreía. Regueiro dio la vuelta a la mesa y quedó frente a frente del muchacho, entonces le pasó un brazo por la cintura y le besó en la boca con gula, mientras el cuerpo de Álvaro se dejaba sostener, abandonado, por el brazo que el hombre pasaba por su cintura. Carvalho se retiró de su observatorio y desanduvo lo andado mientras consumía el resto del vaso. Al desembocar en el hall botánico coincidió con la llegada del amo de todo. Lázaro Conesal entraba encuadrado entre sus guardaespaldas hablando quedamente con un individuo portador de cartera que avanzaba a su lado y le escuchaba con gravedad. Pero Conesal repartía su vehemente explicación con el viaje de su mirada por todos los puntos cardinales en busca de algo o de alguien. Mientras escuchaba la réplica de su partenaire, pulsó una clave en un teléfono de bolsillo y prosiguió su disposición esquizofrénica a retener la atención de su interlocutor sin perder la ansiedad por lo que esperaba. Por fin Álvaro emergió de detrás de Carvalho y se metió en el espacio marcado por los guardaespaldas y escuchó el final de la conversación de su padre con el otro hombre que se despedía y abandonaba el hotel con pasos cortos y ligeros, impropios de la pesadez del maletín. El financiero informaba ahora a su hijo y Álvaro parecía concentrado en lo que oía pero nada exteriorizaba si le impresionaba o no, en cambio su padre hacía esfuerzos para autocontrolarse pero movía la mandíbula como si fuera una quijada, como si masticara las palabras. Después desoyó la propuesta de su hijo de pasar por la sala de personal y le hizo gestos de que iba a tomar un ascensor para trasladarse a los pisos superiores. Álvaro se encogió de hombros y Lázaro Conesal fue hacia el elevador acompañado por dos de los guardaespaldas. Pero no les dejó acompañarle y subió como único pasajero en una ascesis a los cielos de ejecutivo acerado, tieso, con las piernas suavemente abiertas como para resistir el peso del hotel colosalista, progresivamente empequeñecido a medida que subía a los cielos, pero al final el viaje no le pareció a Carvalho una culminación, sino como una amenazadora pérdida de tamaño bajo el peso de la estatura del hotel y cuando el ascensor se convirtió en una cajita improbable colocada en la cima del hotel, Lázaro Conesal ya no era nadie, nada.
– ¿Va sin escolta?
– Hay servicio de seguridad en cada planta. Pero está muy cansado y muy saturado. Le conozco. Cuando está así no se soporta ni a sí mismo.
Atravesaron el comedor sin detenerse, porque había clima de motín y en torno de Leguina y la ministra se concentraba el grupo más numeroso exigiendo una explicación.
– ¡Como digno remate a las mamarrachadas de la era socialista, sólo nos faltaba este secuestro de intelectuales!
Leguina había perdido la paciencia.
– ¿Quién le ha engañado a usted diciéndole que era un intelectual?
Fueron varios los dispuestos a abuchear ante la cara de aburrimiento del presidente de la Comunidad Autónoma en funciones mientras la señora ministra respondía con reconvenciones irónicas, tratándoles como a niños.
– Piensen que viven una situación única en sus vidas.
Carvalho marchaba en pos de Ramiro, pero ante la puerta de la habitación destinada a los interrogatorios, el inspector le cortó el paso.
– Confío en sus dotes de observación, pero yo quiero presionar a los testigos. Vamos a dar por sentado que sus movimientos han sido registrados por el circuito cerrado de televisión. Usted y yo sabemos que no es así, pero casi nadie conoce la imprevisión cometida. Otro dato importante es el Prozac. Sólo alguien valedor de los hábitos de Conesal podía urdir la sustitución de las cápsulas de Prozac por otras llenas de estricnina. Pero tampoco podemos sistematizar la pregunta porque cada interrogado la divulgaría al salir y los siguientes estarían prevenidos.
Carvalho estuvo de acuerdo. El despacho del gerente del hotel se estaba transformando en comisaría de lujo cuando entraron Ramiro y Carvalho y el policía empezó a pegar palmadas para que se aceleraran los trámites de situar en su sitio la máquina de escribir, la grabadora y para que se ajustaran las luces que eran demasiado delimitadoras.
– No se puede interrogar con luz de quirófano. Quiero luz de puticlub.
Por más que se probaron distintas combinaciones no era posible conseguir luz de puticlub y Ramiro iba poniéndose de pésimo humor.
– Vamos a acabar jugando a la petanca. Esa luz cenital, ¿no hay manera de quitar esa bombilla?
Tuvo que venir el especialista en mantenimiento del hotel y tras una serie de extirpaciones consiguió una luz ambiental basada en el claroscuro, salvo una potente lámpara empotrada en el ángulo izquierdo del techo convertida en el ojo de Dios enviando sobre aquella habitación del Venice un rayo de gracia santificante. La bombilla se había enquistado en el techo y no se podía sacar. Ante los gestos de impotencia del electricista, Ramiro se subió a una silla armado de un martillo y le pegó un martillazo al ojo iluminado. Cayó al suelo una galaxia de cristalitos.
– Pasen la factura a la Jefatura Superior. Y ahora venga la lista.
El propio Ramiro llegó hasta la puerta guardada por dos policías donde esperaba Álvaro Conesal.
– Hagan llegar al salón la petición de una declaración voluntaria, de cara a despejar la situación y sin carácter vinculante. Si alguien quiere hacerlo en presencia de su abogado nos han jodido, pero hay que quitarle gravedad al asunto. Cuanto antes se presten, antes se irán. Usted que sabe traducir las metáforas de su detective puede ser el introductor.
Se dirigió severo a sus colegas.
– Y vosotros con amabilidad que estos que van a entrar no son unos piernas. Mejor que os calléis.
Volvió Ramiro al interior donde Carvalho se había sentado en la mesa, con una pierna apoyada en el suelo y la otra cabalgante. Los dos subalternos estaban ante la máquina de escribir y la grabadora con resignación acentuada por el presagio de una noche interminable. A Ramiro le gustaba la luz conseguida.
– Esto es otra cosa.
Un policía entró en la habitación, le entregó una tira de papel de fax y volvió a marcharse. Ramiro la leyó y se la metió en el bolsillo.