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El premio

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El premio
Название: El premio
Дата добавления: 16 январь 2020
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El premio - читать бесплатно онлайн , автор Montalban Manuel V?zquez

Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesi?n del Premio Venice-L?zaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, cr?ticos, editores, financieros, pol?ticos y todo tipo de arribistas y trepadores atra?dos por la combinaci?n de «dinero y literatura». Pero L?zaro Conesal ser? asesinado esa misma noche, y el lector asistir? a una indagaci?n destinada a descubrir qu? colectivo tiene el alma m?s asesina: el de los escritores, el de los cr?ticos, el de los financieros o el de los pol?ticos.

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– Es decir, que usted esta noche hizo de correo político.

– Yo soy apolítico ¿eh?, pero en cierto sentido sí. Habíamos hablado esta tarde, por teléfono, a última hora. Pero hoy no puedes confiar en los teléfonos, están pinchados o intervenidos vete a saber por qué grupo de espías públicos o privados.

– ¿Estaba muy afectado Lázaro Conesal por su conversación con el gobernador del Banco de España?

Tanto Puig como Ramiro contemplaron a Carvalho con respeto.

– Veo que están bien informados. Sí. Fue una entrevista tormentosa, así me lo dijo más o menos en clave cuando le llamé desde el hotel, a punto de salir para este premio y quedamos en hablar de tú a tú, en un aparte. Como así hice.

– Lázaro Conesal estaba con la espada contra la pared.

– Peor.

El señor Puig se había vuelto conciso, sus ojos se habían achicado, su sonrisa ya era escasa y su esqueleto se había revertebrado.

– Y usted le dijo que los empresarios catalanes habían decidido retirar su apoyo al Gobierno, le dio la fecha concreta y él se lo agradeció mucho porque esa información le permitía jugar sus bazas.

– Tal vez sí. A partir de este momento no seré tan generoso con lo que diga. Aunque hayan grabado mediante circuito televisivo mi entrevista con Conesal, recuerdo muy bien lo que dije y lo que no dije, porque me temía una encerrona típica de Lázaro. Lo grababa todo. Puedo comprometer a otra gente y al Honorable señor presidente del Gobierno de la Generalitat de Cataluña.

– Comprendo su discreción.

– Mi maestro, Estrada Saladich, solía decir: El hombre es esclavo de sus palabras y amo de sus silencios. ¿Me necesitan para algo más?

Carvalho pasó a Ramiro el expediente de la respuesta y éste volvió a encarecer el ritual de costumbre que Puig escuchaba con su sonrisa totalmente recuperada.

– Han sido ustedes muy gentiles. Tengan. Tengan.

Repartió sendas tarjetas de visita a los cuatro restantes pobladores de la habitación y se retiró tras una suave inclinación de chambelán de una corte improbable. Le siguió enérgicamente Ramiro y parlamentó con los guardianes exteriores y con el propio Álvaro. La señora Puig esperaba su turno, pero Ramiro parecía pedir un salto en el programa. Volvió con su verdad secreta y no la comunicó a Carvalho. ¿A quién habría elegido Ramiro como continuador de la lista? Si de él dependiera hubiera reclamado dos nombres, quizá tres, Hormazábal, Sagazarraz, Álvaro Conesal. No le defraudó el policía público. No estaba tan mal la policía pública. El «calvo de oro», el «asesino de la Telefónica», Hormazábal, calculador pero relajado a aquellas horas ya de la madrugada. Las dos exactamente. Sí, era socio de Conesal en algunos negocios, pero también tenía sus propias expectativas financieras y estaba en curso una separación de intereses motivada por dificultades previsibles en la situación estratégica de Conesal.

– ¿Me lo puede usted traducir al castellano?

– Creo hablar en castellano, aunque quizá no en castellano policial.

– Eso será.

– En cambio suele entenderme el jefe superior de policía, con el que comparto campo de golf y conversación.

– Los jefes, sobre todo los jefes políticos, suelen ser más listos que los subordinados y juegan mucho mejor al golf.

Admirable, pensó Carvalho y le envió un aplauso mental a Ramiro.

– Bien. Lázaro tenía un grave problema de relación con el Banco de España. Era un estratega formidable, pero tal vez para tiempos más estables. En plena liquidación de la filosofía triunfalista de un Gobierno amedrentado por los escándalos de corrupción, el Banco de España no podía tolerarle un agujero de más de quinientos mil millones de pesetas en la entidad bancaria que regentaba.

– Usted es corresponsable de ese agujero.

– Ya no. Esta mañana, mientras jugábamos a squash, le he comunicado que me he ido desprendiendo de los lazos que me unían con su entidad financiera.

– Usted veía venir la catástrofe.

– Digamos que tenía menos motivos para autoengañarme que Lázaro. En cualquier caso él disponía de una capacidad de reacción personal, es un hombre riquísimo, pero habría de pasar por malos ratos porque el Gobierno no estaba dispuesto a hacer la vista gorda una vez más. No puede hacerlo.

– En la entrevista que tuvieron, Lázaro Conesal le reprochó el que le hubiera abandonado.

– Más o menos.

– Pero eso ya le constaba. ¿Qué más le reprochó después del encuentro con el gobernador del Banco de España?

– Estaba convencido de que parte de la información en poder del gobernador se debía a mis filtraciones. Craso error. El Gobierno tiene su propio sistema de escuchas y Lázaro debía saberlo porque él dispone de topos dentro de los servicios secretos oficiales. Incluso es posible que usted esté rodeado de topos dentro del cuerpo superior de policía.

Ramiro estudiaba a Hormazábal. El policía había aprendido a sostenerle la mirada, a fingirse tan entero como aquel ricacho de mierda y alcanzó un tono de voz tranquilo cuando preguntó:

– ¿Qué tipo de amenaza le formuló Lázaro Conesal? ¿Qué sabía de usted?

– Nada que yo no tuviera bajo control.

El «calvo de oro» había salido del círculo del acoso y ponía un pie ante los del paseante Ramiro, obligándole a dar un paso atrás y ponerse a la defensiva.

– Usted comprenderá que cuando yo muevo un alfil pongo a cubierto al rey y a la reina.

– Pero él le amenazó.

– Digamos que me advirtió.

– ¿Cómo acabó el encuentro?

– Civilizadamente. Me dio un plazo de una semana para liquidar todos nuestros vínculos. Yo le comuniqué que ya todo estaba en curso y apenas necesitaba tres días.

– No envidio sus vidas, no señor. Han de estar agotados, constantemente entre la excitación y la depresión. ¿Toma usted algún reconstituyente? ¿Alguna medicación?

– Una aspirina infantil todos los días y deporte. La aspirina infantil es un vasodilatador formidable. Eso es todo.

– ¿Era Conesal tan austero como usted?

– No. Conesal no era austero en nada. Era un ansioso. Tuvo una etapa de cocainómano, aunque últimamente lo había dejado.

– ¿Tomaba algún sustitutivo?

– Lo desconozco. No éramos íntimos.

Esperó Ramiro a que el «calvo de oro» se fuera para buscar compañía y consejo junto a Carvalho.

– Es imposible. Es imposible que un hombre tan astuto, receloso, informado como el Lázaro Conesal que nos describen no estuviera al tanto de las maniobras de su principal socio. No entiendo demasiado de estas marañas, Carvalho, pero ¿cómo es posible que en tres días se deshaga toda una trama de negocios comunes?

Carvalho asintió corresponsable de aquel razonamiento, pero ya entraba la señora Puig que no se correspondía a lo que Ramiro había imaginado tras la metáfora «la mujer del fabricante de retretes». La madurez de la señora Puig se deshacía en anuncio de vejez a pesar del evidente esfuerzo por conservarse bien y por vestirse como una vamp de película de Hollywood revival de los años cincuenta, la última década que produjo modelos de vamp.

– He de agradecerles el poder vivir una experiencia tan interesante. Esto es un interrogatorio, ¿no? A mi hijo Josep Maria le hicieron uno a comienzos de los años setenta, cuando estaba en la universidad y militaba con los marxistas leninistas. Fue terrible, pero muy emocionante. No habla mucho de aquella experiencia pero más de una vez me ha confesado que le sirvió de mucho. «A la verdad por el error», es su lema y ahora es el brazo derecho de su padre en los negocios y además un hombre interesado por. todo, que quizá algún día pueda meterse en política, presidir la patronal. ¡Qué sé yo! Me encanta la gente joven y eso que mi hijo ya está por encima de los cuarenta, aunque me ven a mí y, ¿verdad que no se lo creen? Sean amables, por favor.

– Desde luego, señora.

– Asombroso, señora.

– Desde luego.

Se sumaron los dos subalternos a la iniciativa de Ramiro y sólo Carvalho permaneció en silencio aunque adoptó una expresión amable por si la dama le miraba. Le miró.

– Usted esta noche se vio con Lázaro Conesal.

– ¡Dios mío! ¡Me han descubierto!

Rió cantarinamente y miró maliciosamente a todos los presentes.

– Adivina, adivinanza, ¿qué buscaba la señora Puig en la suite privada del señor Conesal? Caballeros, porque ustedes son unos caballeros, ¿y mi reputación?

Ramiro no contestó, pero mantuvo la seriedad en su rostro como un referente para que la señora Puig lo tomara en cuenta.

– Bien, comprendo que a estas horas de la noche no estén para bromas. Fui a ver a Lázaro para pedirle una recomendación, así de sencillo. Yo creo que sería de justicia que ganara el premio un eminente escritor catalán, Sagalés, un joven escritor genial, minoritario, que tal vez sólo podemos leer muy pocos, pero muy selectos lectores. Miren, y está mal que lo diga yo que pertenezco a una familia de industriales y comerciantes desde el siglo pasado, pero en Literatura y Arte lo bueno es lo minoritario. Hace muchos años, cuando García Márquez publicó Cien años de soledad lo leí y me maravilló. ¡Qué prodigio! Pero unos meses después me enteré de que había vendido trescientos mil ejemplares. Tate. Si le leen trescientas mil personas ya no puede ser tan bueno. Y eso que conozco a Gabo y le he guisado más de una vez un anos amb fesols i naps, un plato valenciano que le encanta.

– ¿Qué le contestó Conesal?

– Debía de estar de mal humor o de demasiado buen humor, porque a veces los extremos se tocan. Me dijo, ¿Sagalés? ¡Ah, ese chico cuyos protagonistas tardan veinte páginas en subir una escalera! Me pareció una poca soltada, qué quieren que les diga.

– ¿Una poca soltada? ¿Qué quiere decir eso?

– Una chorrada -tradujo Carvalho desde su penumbra.

– ¿Es usted catalán?

– Vivo y trabajo en Cataluña.

– Entonces es usted catalán y se lo digo yo que me llamo Borrell de primer apellido y Riudetons de segundo y mi marido Puig Llagostera y todo así hasta el siglo yo qué sé.

– ¿No le dijo nada más Conesal?

– La verdad es que lo encontré algo desatento, él que siempre era un amor de persona, con prisas para no sé qué y sorprendentemente desastrado. Otra poca soltada. ¿Cómo se puede fallar un premio con el aspecto aquel tan horrible que tenía?

Y ya desde la puerta quiso contestar su propia pregunta, pero no se le ocurrió nada y se llevó la pregunta sin respuesta. A Carvalho empezaban a sonarle demasiados ruidos a lo largo del interrogatorio.

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