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El premio

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El premio
Название: El premio
Дата добавления: 16 январь 2020
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El premio - читать бесплатно онлайн , автор Montalban Manuel V?zquez

Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesi?n del Premio Venice-L?zaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, cr?ticos, editores, financieros, pol?ticos y todo tipo de arribistas y trepadores atra?dos por la combinaci?n de «dinero y literatura». Pero L?zaro Conesal ser? asesinado esa misma noche, y el lector asistir? a una indagaci?n destinada a descubrir qu? colectivo tiene el alma m?s asesina: el de los escritores, el de los cr?ticos, el de los financieros o el de los pol?ticos.

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– He pedido los antecedentes de la lista de sospechosos y sólo el señor Oriol Sagalés tiene. Una chorrada.

Chasqueó los dedos en dirección a la puerta donde permanecía atento uno de los inspectores y éste transmitió a Álvaro Conesal que ya podían comenzar las citaciones. Tardaba en llegar el primero y Ramiro impaciente recuperó la puerta donde se dio casi de bruces con Lorenzo Altamirano. Hizo como si no le viera y exigió a Álvaro:

– Vaya usted preparando a los siguientes para que no haya tiempos muertos.

Luego invitó a Altamirano a pasar y a sentarse. El crítico sudaba y en cuanto ocupó la silla destinada comprobó que sobre su frente alta, blanca, perlada caía un molesto chorro de luz. Retrocedió el culo cuanto pudo para escapar al rayo de la muerte y consiguió que quedara más allá de su nariz, sobre su bragueta, pero aun así ofendía la luminosidad a unos ojos maltratados por veinte mil libros leídos. Miró al policía en demanda de auxilio, pero Ramiro sólo parecía solidario de palabra.

– Va a ser todo muy fácil, señor Altamirano.

El gordo que hablaba en verso, leyó Carvalho en sus notas mientras reproducía mentalmente pedazos de la conversación entre Altamirano y su compañera, que había captado durante los barridos de sonido de sus paseos de peripatético desconocido. Fue Carvalho quien preguntó.

– ¿Ha venido a la cena acompañado de Marga Segurola?

Altamirano adoptó una pose más de testigo de cargo que de colaborador de la voluntad de saber de aquel policía peripatético.

– No exactamente. De hecho hemos coincidido en la mesa por expresa voluntad de los organizadores, aunque nuestros oficios se parezcan. Yo soy crítico literario y Marga Segurola es en realidad una experta literaria que ejerce de consultora de editoriales, españolas y extranjeras, revistas literarias, programas culturales de radio y televisión. Es lo más parecido que hay a una posible conseguidora mediática y yo soy un crítico literario in sensu estricto.

Ramiro quiso recuperar el protagonismo.

– In sensu estricto. Muy bien. Creo haber leído algunas de sus críticas, con plena satisfacción, por cierto.

– Muy amable por su parte.

– ¿Qué le unía a usted con Lázaro Conesal y con esta convocatoria en concreto?

– Yo realizaba algunos servicios para Conesal.

No le había agradado confesarlo, como no le agradaba confesar que no le agradaba confesarlo.

– ¿Se ha de saber públicamente?

– ¿Por qué?

– No me gustaría. Aunque no tengo nada que esconder, en el medio no estaría bien visto que yo apareciera como una especie de mentor literario del señor Conesal. De hecho yo fui quien le recomendó a una serie de escritores para este premio, para que juzgara sobre seguro y le ayudé a montar la compleja mecánica de esta representación. También le organicé un jurado a la medida de lo que quería.

– ¿Qué quería?

– Ser el único juez del premio.

– ¿Usted ha leído las novelas presentadas?

– No. Ni siquiera sé quiénes son los finalistas, ni me consta que me hiciera caso en la selección de escritores que le aconsejé.

– ¿Conserva usted esa selección?

– No. Pero recuerdo algunos nombres.

– Por favor, ¿estaban sus elegidos en el salón esta noche?

– No. Ni uno de los cinco escritores premiables presentes en la sala. Alma Pondal, Ariel Remesal, Andrés Manzaneque, Oriol Sagalés, Sánchez Bolín eran de mis preferidos. En cuanto los he visto he comprendido que eran los escogidos por Lázaro. Mis otros recomendados habían saltado de la lista.

– ¿Cuántos había recomendado usted?

– Once. Siempre recomiendo once escritores, sea la selección que fuere.

– ¿Por qué?

La palidez de Altamirano se vio sustituida por una súbita coloración y tardó en poner en marcha las palabras.

– Por motivos complementarios y a veces sorprendentemente complementarios. Once son los jugadores de un equipo de fútbol, ¿no es cierto?

Ramiro se creyó en situación de pedir una asesoría irónica a Carvalho.

– Creo que es así, ¿no?

Carvalho asintió inapelablemente.

– Bien. Pero no es el único motivo. El once es un número cargado de significación simbólica. Según la simbología el diez es el número de la plenitud y el once implica exceso, desmesura, el desbordamiento de cualquier orden, también representa conflicto y la apertura a una nueva década. ¿Comprenden? Por eso san Agustín afirma que el número once es el escudo de armas del pecado. Según una concepción teosófica el once es un número inquietante, porque sumados los dos números que lo hacen posible, el uno y el uno… hacen dos. El dos.

– ¿Qué le pasa al dos?

– Es el número nefasto de la lucha y la oposición. El once es el símbolo de la lucha interior, de la disonancia, de la rebelión, del extravío, de la transgresión de la ley, del pecado humano, de la rebelión de los ángeles.

Altamirano había ido elevando el tono de su voz y ahora parecía vaciado y satisfecho de sí mismo. Ramiro no sabía por dónde continuar. Carvalho pensaba en los esfuerzos intelectualistas que tienen que hacer algunos para disimular que les gusta el fútbol, pero acudió en ayuda del policía.

– ¿Le explicó su teoría del once al señor Conesal?

– Sí y estaba entusiasmado. Me dijo: Lorenzo, ésa ha de ser la tensión interna de la literatura. Y añadió: ¿Tú sabes que en las sociedades secretas de la masonería se clavan once banderas? Me explicó que se clavaban en dos grupos de cinco más una, en representación simbólica de las dos hornadas de fundadores: cinco y cinco.

– ¿Y el uno?

– Está clarísimo. El uno es la fusión de los dos grupos de cinco. Refleja la unidad, la síntesis masónica.

Carvalho parecía muy satisfecho por lo escuchado y reparó en si Ramiro había salido de su desconcierto. No había salido.

– Tenían ustedes conversaciones muy profundas.

– Lázaro era un hombre de plurales intereses culturales.

– Usted esta noche trató de hablar con él.

Era la pregunta que Altamirano temía y la que esperaba Ramiro para volver a meterse en situación.

– ¿Era tan urgente hablar con él?

Altamirano trató de cruzar las piernas, pero apenas si pudo montar una sobre la otra con la ayuda de las manos y la presión de un apéndice sobre otro se transmitió al bajo vientre y al estómago. No respiraba a sus anchas y devolvió las piernas a su sitio original. Sudaba más que al comienzo y se pasó una mano por la cara.

– Hay circuito cerrado de televisión, ¿no?

– Sí -se adelantó Carvalho.

– Bien. Entonces habrán comprobado que no pude hablar con Conesal.

– No pudo hablar, ¿de qué?

– Quise encarecerle que no hiciera ninguna tontería. No me gustaban los candidatos que había en la sala. Cualquiera de ellos como ganador era decepcionante, ni siquiera darle el premio al más consagrado, Sánchez Bolín, hubiera satisfecho los deseos del mecenas. Digamos que tenía una idea platónica de ganador, imposible de cumplir.

– ¿Quién era su candidato?

– Un escritor latinoamericano. No puedo decirle más.

– ¿Había concursado?

– No había conseguido acabar la novela a tiempo, pero eso no es un problema porque entre el fallo y la publicación median dos meses, quizá tres, tiempo más que suficiente para acabarla. De hecho Conesal me debía este consejo y mi observación. Yo le había ayudado hasta esta noche y en cierto sentido el premio era un desafío que me había obligado a tragarme muchos sapos. Cien millones de pesetas es una desvergüenza. No creo que ninguna novela del mundo valga esa cantidad. Ni cinco mil. Ni una peseta. El valor en literatura es emblemático, nunca monetario y puestos a buscar un valor emblemático a la altura de los deseos poéticos de Conesal, la novela ganadora debiera reunir unas características que yo tengo en el imaginario y que yo aconsejé a mi candidato. Me hizo una novela a la medida sobre la historia de un fracaso en la búsqueda de un yacimiento de oro en el Perú a fines del siglo dieciocho. Pero por lo visto, Conesal no me hizo caso.

– No le hizo caso y esta noche no pudo hablar con él. Resulta sorprendente que usted estuviera en contra de parte de los escritores que usted mismo había seleccionado.

– Un crítico con voluntad de universalidad, que se convierte en un referente de toda la sociedad literaria española, ha de seleccionar teniendo en cuenta hasta cierto punto a quién se lee. Siempre se filtra si has escogido a éste y rechazado a aquélla. Pero yo tengo mis gustos. Insobornablemente. Y es lo que trataba de decirle a Lázaro.

– No pudo verle. ¿Pudo hablar con el jurado?

Altamirano se echó a reír.

– El jurado era una simple representación. Era un jurado potemkiniano. Una fotografía de jurado. No decidía nada.

A Ramiro no se le ocurría nada más, el policía mecanógrafo tenía cara de tedio. Carvalho pensó que, efectivamente, Altamirano hablaba en verso y era posible que hubiera matado en verso. De momento el inspector dio el asunto por concluido y el crítico había alcanzado un extraño estado de paz que le permitió sacar una conclusión moral.

– Los ricos son diferentes.

– Sí. Tienen más dinero -opuso Carvalho desde la zona de sombra.

– Esa respuesta es de Hemingway -reconoció Altamirano, asombrado de aquella cita literaria que le llegaba desde la penumbra. Carvalho sin salir de las sombras contempló cómo Ramiro despedía al crítico y le encarecía que se animara.

– Hay que levantar ese ánimo, señor Altamirano. Tómese unas pastillitas de Prozac.

El crítico puso cara de asco.

– Yo me levanto el ánimo consiguiendo primeras ediciones en las librerías de viejo y tomándome un buen Rioja de vez en cuando.

Reentró Ramiro siguiendo a la novelista de las varices, mientras leía en el papel el nombre traducido por Álvaro Conesal de la metáfora de Carvalho.

– Señora Alma Pondal. He de confesarle que he leído una de sus novelas, A veces, mañana…

– A veces, por la mañana.

– Eso quería decir. Me ha gustado mucho. Mi esposa es una gran admiradora de su obra.

La dama blanca y ancha, de piel transparente surcada por venillas azules, especialmente reticuladas en las sienes, se había sentado con toda la majestad de sus faldas largas y no parecía afectada por la luz que le daba en pleno rostro. Ni siquiera parpadeaba.

– No necesitamos demasiadas respuestas porque no tenemos excesivas preguntas. Usted se ha entrevistado con el señor Conesal a lo largo de la noche. Nos consta. Y quisiéramos saber por qué.

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