El premio
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Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesi?n del Premio Venice-L?zaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, cr?ticos, editores, financieros, pol?ticos y todo tipo de arribistas y trepadores atra?dos por la combinaci?n de «dinero y literatura». Pero L?zaro Conesal ser? asesinado esa misma noche, y el lector asistir? a una indagaci?n destinada a descubrir qu? colectivo tiene el alma m?s asesina: el de los escritores, el de los cr?ticos, el de los financieros o el de los pol?ticos.
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La escritora contempló primero a los mecanógrafos, luego a Ramiro, finalmente a Carvalho como una madre joven consciente del apuro que pasan sus hijos y les dedicó una sonrisa propicia, confiad en mí que soy vuestra colaboradora, ¿quién os puede tratar mejor que una madre con las piernas llenas de varices secas y por secar, las cicatrices de su maternidad?
– Lázaro Conesal me reclamó. Un camarero me pidió que subiera a las dependencias de nuestro anfitrión y así lo hice. Pensé que me iba a anticipar el fallo, bien para felicitarme, bien para consolarme. Yo he participado en este premio.
– ¿Dónde está el original de su novela?
No asumió la pregunta con tranquilidad y respondió con otra pregunta.
– ¿No obra en su poder?
– No.
Carvalho fue más allá.
– La novela se ha esfumado. Usted podrá facilitarnos una copia.
La madre había aumentado de edad y de jerarquía biológica. Habló como una madre habla a sus hijos.
– He de ser sincera con ustedes. Mi novela no existe. Altamirano me pidió que me presentara al premio y pocos días después, hace de eso cinco meses, Lázaro Conesal me ofreció diez millones de pesetas por no escribir la novela, pero por fingir que me presentaba. Así lo hice. Me presenté con el lema «Cantores de Viena» y con un título no tan supuesto, puesto que será el de mi próxima novela: Triste es la noche.
Ramiro daba vueltas en torno a su madre adoptiva.
– Usted cobra, supongo, por no escribir una novela. Pero la noche del premio, Lázaro Conesal la llama. ¿Por qué? ¿Para qué?
Seguía subiendo la madre por la escala biológica, envejecía por momentos y desde la dignidad de una vieja madre con derecho a conservar su entidad respondió:
– Eso es cosa mía.
– Lamento decirle que está muy equivocada, aunque también le asiste el derecho de negarse a contestar y convertir esta conversación en un interrogatorio convencional en presencia de un abogado. De hecho queremos darles toda clase de facilidades para salir cuanto antes de aquí.
Ella tenía ya preparada la actitud y las palabras. Cruzó las manos sobre el halda, miró fijamente al inspector y dijo:
– Me propuso que me acostara con él.
Las miradas de los allí reunidos, sin excepción establecieron complejas asociaciones de ideas entre los diez millones que Conesal le había dado por no escribir una novela, su aspecto físico de dama guapa pero demasiado maltratada por la maternidad y la propuesta de fornicación a cargo de un hombre que podía pagar diez millones de pesetas a condición de que no escribiera una novela.
– Naturalmente le dije que no.
– ¿Dónde se produjo ese ruego y esa negativa?
– No fue un ruego. Fue una zafia orden, como si lo diera por hecho. Pasó casi sin transición de pedirme ver una foto de mis hijos que yo siempre llevo en el bolso a pedirme que me acostara con él. Él estaba en una suite del piso veintipico, muy excitado, aunque su agresividad era meramente verbal y cuando yo me opuse taxativamente se calmó y me dijo algo a la vez enigmático e intolerable.
– ¿Qué le dijo?
– Menos mal. Se limitó a decirme eso y a desentenderse de mí.
– ¿Llevaba puesto el pijama? -Por descontado que no. Si lo hubiera visto en pijama ni siquiera habría entrado en la suite.
– ¿Cabe atribuir la excitación de Lázaro a un exceso de estimulantes? Creo que tomaba Prozac. -El Prozac no produce esos efectos. Yo lo tomo porque tengo tendencia a las depresiones.
Ramiro se colocó frente a ella, mirándole a la cara cuando le preguntó:
– ¿Sabía usted que su marido también se entrevistó con Conesal a lo largo de la noche?
No. No lo sabía. Y no era evidente que lo supiera o todo lo contrario. Con la misma estudiada perplejidad aceptó que el diálogo había terminado y no tuvo tiempo de cruzar ni una palabra con su marido que la sustituía en el interrogatorio y trataba de leer algo en su cara tensa. Ramiro captó la imposible comunicación de aquel cruce de miradas y nada más sentarse el ingeniero Roberto Murga, el marido varicoso, varón de azulado rasurado, preñador profundo, encorbatado con aguja de oro y mesador vigoroso de puños de camisa blanca con gemelos con iniciales, le espetó:
– ¿Qué quería usted de Lázaro Conesal esta noche?
Tomó aire el ingeniero, arqueó las cejas y plantó cara al detective.
– Salir de dudas.
– ¿Vio usted a don Lázaro antes que su mujer o después?
No sabía que su mujer se hubiera entrevistado con Conesal pero trató de disimularlo.
– Sin duda antes. Ella estaba muy nerviosa por lo excepcional de la situación. No sabía a qué carta quedarse. ¿Ganaba el premio? ¿No lo ganaba? Altamirano le había dicho que era el candidato mejor situado.
– ¿Le consta a usted que su mujer se presentaba al premio?
– ¿Cómo no iba a constarme? Mi mujer me lo consulta todo.
– ¿Qué le respondió Conesal cuando usted le preguntó por sus intenciones sobre la novela de su esposa?
– Adoptó una actitud muy extraña. Se echó a reír y me preguntó por mis trabajos. Para qué compañía trabajaba. Cuánto ganaba. Si percibía tantos por ciento sobre presupuestos de obras. Que qué opinaba de la penetración de multinacionales extranjeras en la industria del cemento. Yo le dije que era un ingeniero de puentes y caminos al servicio del Estado y que por lo tanto cobraba un elevado sueldo pero dentro de los límites del alto funcionariado, habida cuenta de que estoy considerado, modestia aparte, uno de los mejores.
– ¿No le aclaró Conesal sus intenciones sobre la novela de su mujer?
– La verdad es que no y salí un poco desanimado del encuentro. Por eso no le dije nada a Mercedes, perdón, Alma. Mercedes no soporta que la llamen Mercedes.
– Usted ha dicho que vio antes que su esposa a Conesal. Luego ella le contó que le había visto. ¿Qué le transmitió su esposa de esa conversación?
Probablemente diseñaba puentes y caminos velozmente pero mentía con lentitud.
– No recuerdo demasiado bien.
– En eso estoy de acuerdo, porque su mujer parece ser que se vio con Conesal antes que usted y no después.
Salió del sótano de su escasa aunque torturada imaginación.
– He de serles sincero. Yo no sabía que Alma y Lázaro Conesal se habían visto.
– ¿Ha leído usted la novela de su esposa concursante al premio?
– Desde luego.
– ¿Cómo es posible que la haya leído si esa novela no está escrita?
– ¿Qué dice usted, señor mío? ¿Si no está escrita cómo es que…?
– ¿Cómo es que su mujer ya ha recibido un anticipo de diez millones?
Mientras el ingeniero ponía en orden alfabético su sistema interior de verdades y señales de alarma, Ramiro cambió de tercio y Carvalho le aplaudió mentalmente. Aquel poli no era tan previsible como se había imaginado.
– ¿Dónde le recibió Lázaro Conesal?
– En una suite.
– ¿Iba en pijama?
– No. Pero me sorprendió su laxitud e iba vestido de una manera que no indicaba que estuviera a punto de fallar un premio tan importante. La verdad es que quedé muy aturdido, volví al salón y no me atreví a decirle nada a mi mujer sobre el encuentro.
– Ni ella a usted sobre el suyo. Secretos de familia.
La mano de Ramiro señalaba el camino de la puerta al tan alto como cabizbajo ingeniero y de allí brotó como una superestrella del marketing, el fabricante de sanitarios Puig, alegre como unas castañuelas nocturnas, con una ancha sonrisa de dentadura postiza y ademanes de fumador de puros capaz de repartir habanos a todo el mundo. Pero no llevaba puros en las manos venosas que ofreció a sus cuatro contertulios y como un contertulio más se sentó con la sonrisa puesta y la calva canosa al desnudo bajo la luz.
– ¿De qué hablaron usted y Lázaro Conesal esta noche?
– Somos amiguitos. Muy amiguitos y quise pegar la hebra como se dice en castellano o petar la xarrada como se dice en catalán. Miren ustedes, mi maestro en managerismo fue un gran publicista catalán que se llamaba Estrada Saladich, que nos tenía dicho: Un negociante, contra lo que pueda parecer, es un ser humano y si llegas al ser humano, puedes hacer buenos negocios. ¿Me explico? Yo fui a ver a Lázaro y le dije: Lázaro, cómo estás, maco, porque teníamos tanta confianza que yo mezclaba palabras en catalán y él las entendía y se reía mucho. Le había tenido infinidad de veces invitado en mi finca de Llavaneras y era yo quien le había puesto en relación con el círculo más sólido del dinero catalán, no se crean, en Cataluña hay dinero, dinero repartido y sólido, pero en pequeñas cantidades, eso sí, entre gentes muy solventes. Y a Lázaro, aunque se le atribuía una cierta frivolidad financiera, le encantaban los empresarios pequeños, tenaces, sólidos, como yo. A cambio él nos daba información. Mira, Quimet, me dijo en cierta ocasión, la información se distribuye por círculos y esos círculos se van estrechando entre el más amplio que abarca a los que saben pocas cosas y el círculo más pequeño, que abarca a los cuatro o cinco que lo sabemos todo. Pues bien, Quimet, yo lo sé casi todo. Y a eso iba. Hablar con Lázaro era una delicia y estuvimos en plena cháchara mientras la gente aquí abajo venga sufrir y venga especular, si ganará zutano, si ganará mengano. A mí, de verdad, estas reuniones me aburren, a pesar de que yo he leído mucho, mucho en mi juventud. Yo me he leído la trilogía de Gironella sobre la guerra civil, más de cuatro mil páginas, cuatro mil ¿eh?, que pronto está dicho. Pero a mi mujer le encantan estos actos culturales porque ella sí es muy lectora y va a todas las conferencias y conoce a un montón de intelectuales que de vez en cuando me trae a casa y no es que me sepa mal, pero no tengo demasiada conversación con ellos. En general los intelectuales saben pocas cosas interesantes que afecten a la vida normal.
Casi no había respirado mientras hablaba a pesar de su edad, entre los sesenta y cinco y los setenta años, y tras tomar aire se predisponía a continuar cuando Carvalho intervino desde su penumbra.
– ¿Qué información especial iba usted a buscar?
– Especial, especial, nada. Hablar por hablar.
Carvalho ganó la zona de la luz y puso cara de pocos amigos.
– ¿Qué era tan urgente? ¿Qué era imprescindible que hablaran usted y Conesal esta noche?
– Urgente, urgente, es mucho decir. Lo cierto es que yo a veces he servido de puente entre el empresariado catalán y Conesal u otros hombres del dinero serio de la capital y todo el mundo sabe que la situación política del país es delicada. Sin ir más lejos, la suerte del gobierno socialista depende de los votos de los diputados catalanes de Convergencia i Unió y esos votos son muy sensibles a lo que pensamos los empresarios catalanes de la situación política y de la política de alianzas.