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El premio

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El premio
Название: El premio
Дата добавления: 16 январь 2020
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El premio - читать бесплатно онлайн , автор Montalban Manuel V?zquez

Un «ingeniero» de las finanzas esta contra las cuerdas y quiere limpiar su imagen promoviendo el premio mejor dotado de la literatura universal. La fiesta de concesi?n del Premio Venice-L?zaro Conesal congrega a una confusa turba de escritores, cr?ticos, editores, financieros, pol?ticos y todo tipo de arribistas y trepadores atra?dos por la combinaci?n de «dinero y literatura». Pero L?zaro Conesal ser? asesinado esa misma noche, y el lector asistir? a una indagaci?n destinada a descubrir qu? colectivo tiene el alma m?s asesina: el de los escritores, el de los cr?ticos, el de los financieros o el de los pol?ticos.

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– El programa permite desconectar sectores según convenga. Mi padre, por ejemplo, cuando se hospeda en este hotel no tolera que el circuito controle la zona de su suite, porque a veces no quiere dejar constancia de quién le visita. Hoy, por ejemplo, se meterá en su suite y quedará desconectada la zona del entorno.

El rostro de uno de los empleados se coló en la memoria de Carvalho y empezó a revolverla. Es el jefe de seguridad y de personal del hotel, le informó Álvaro. La búsqueda dio resultado. Entre las fichas destruidas de su mente salió la vivencia en penumbra que compartía con aquel individuo. El jefe de seguridad había sido uno de los más duros policías políticos de la dictadura en su fase terminal, con la edad suficiente para que se le recordaran torturas sin que fueran demasiadas, y con un cierto prestigio de policía ecléctico, posmoderno, de los primeros en comprender que la justicia y la injusticia, la legalidad y la ilegalidad, la guerra y la paz estaban pasando de la iniciativa pública a la privada. Era hielo lo que emitían sus ojos cada vez que el joven Conesal les refería el cometido de Carvalho, un comodín, con libertad de instalación por todo el ámbito de la concesión del premio, sin autoridad sobre nadie, a no ser que por intermedio de él, Álvaro Conesal, las observaciones de Carvalho se convirtieran en medidas. Álvaro emitía estas explicaciones pacientemente, ante el evidente disgusto del jefe de personal, una cara y una actitud que Carvalho quería reconocer y no podía hasta que Álvaro pronunció el nombre. Era obligación, recalcó Álvaro, del jefe de personal y seguridad, Sánchez Ariño, mantener a la policía informada sobre la libertad de movimientos del detective privado. Sánchez Ariño, alias «Dillinger», aquel joven policía fascista de la etapa inicial de la Transición, capaz todavía entonces de infiltrarse en grupos de extrema izquierda y luego patearles el hígado. Carvalho recordó de pronto aquellos ojos saltones vigilantes al lado del comisario Fonseca, en el transcurso de su investigación en el caso de Asesinato en el Comité Central, «Dillinger», un jovenzuelo turbio especialista en los movimientos de infiltración de la KGB en el Universo, ahora provocaba un aparte con Álvaro Conesal para decirle algo privado. Una esquina de una oreja de Carvalho captó una pregunta de «Dillinger» dirigida a Conesal Jr.

– Así éste, ¿de qué viene? ¿De mirón?

– Exactamente, de voyeur.

Cualquier policía que haya pertenecido a la Brigada Político Social conserva una mirada detectora de comunistas y Carvalho se sintió examinado como si lo fuera y devuelto por lo tanto a treinta años atrás cuando lo era y tenía que soportar miradas como aquélla. Muchas veces había pensado en la angustia, la frustración, la mala leche de los anticomunistas en un mundo en el que apenas quedaban comunistas y cómo debían por lo tanto aprovechar a los supervivientes para conservar la propia identidad. Álvaro percibió la inquina de fondo del jefe de personal.

– El señor Carvalho tiene libertad de movimientos por expreso deseo de mi padre.

– No faltaba más.

Si Carvalho hubiera tenido diez años menos le habría pegado una patada en la bragueta pero consideró cuánto duraría el altercado violento con «Dillinger» y no se sentía seguro de sí mismo. Pidió permiso para dar una vuelta por su cuenta según un plano de distribución de las dependencias del Venice y lo primero que comprobó fue que el gran salón comedor donde iba a celebrarse la cena y el anuncio del fallo del jurado disponía de una gran entrada y de una salida de menor dimensión, pero también considerable. La salida iniciaba un circuito por la sección de tiendas menores y llevaba hacia dos de los ascensores que comunicaban con las plantas. La entrada comunicaba con el espectacular hall selvático y sus selectas tiendas que aportaban al huésped la impresión de comprar en Tiffany's en plena selva tropical. En cualquier caso la decoración predisponía a vivir una aventura de niños entre objetos y señales dibujados puerilmente, como si el diseño hubiera sido encargado por una manada de niños melancólicos perdidos en la selva. ¿Cómo se llamará este estilo?, se planteó Carvalho cuando todo le recordaba el diseño del perro mascota de la Olimpiada de Barcelona, pero el melancólico Cobi tenía una estructura aplastada, fugitiva de sí misma. Aquí, cuanto le rodeaba era una burla de su función. Por ejemplo, las mesas eran como huevos fritos. ¿De quién había sido la idea de aquella decoración? En principio, Carvalho se la atribuía a Álvaro, pero después de escuchar a su padre tal vez fuera un capricho del financiero, dispuesto a recuperar el diseño del mundo de su infancia. Aquel hombre interpretaba continuamente un papel que le había resultado rentable en los últimos quince años, durante el aventurerismo modernizador, cuando bastaba el referente modernidad y el verbo modernizar para abrir toda clase de puertas. Pero Carvalho sabía detectar el desgaste de las poses, tal vez porque cada vez era más consciente de su propio desgaste, de la progresiva flaccidez de una musculatura que le había hecho sentirse irónicamente poderoso durante dos décadas y desde esa capacidad de autocomprensión detectaba el deterioro muscular de Lázaro Conesal, por más que estuviera en una fase inicial y aún no hubieran aparecido los nuevos modelos de conducta sustitutorios. Se quedó al pie de los ascensores por si le venía la pulsión de subirse a ellos, como cuando ascendió en el ascensor exterior del Fenimore en San Francisco, hacía más de treinta años, en busca del buffet sueco del restaurante del último piso. Hacía treinta años de todo y pronto haría cuarenta años de casi todo. Cuando regresaba hacia la central de seguridad del hotel percibió la silueta de «Dillinger» en el umbral de la puerta, realzada por las luces interiores. Fumaba y le observaba, con las narinas posiblemente excitadas ante el olor de un antagonista. Se apartó sin demasiadas ganas cuando Carvalho se introdujo en la habitación por si estaba Álvaro. No estaba y ya volvía a sus andaduras libres para evitar la encerrona con el jefe de personal cuando sintió que le silbaba a su espalda. No estaba para responder silbidos y continuó su marcha hasta que la llamada tuvo voz humana.

– ¡Eh! ¡Usted! No recuerdo su nombre.

Nadie recordaba su nombre en aquella empresa.

– Carvalho. Pepe Carvalho.

– Su nombre me suena y no sé por qué, ¿nunca nos hemos encontrado?

– Yo casi no me muevo de Barcelona.

– Pues yo a usted le tengo visto.

– ¿Ha pertenecido a la Brigada Político Social?

Cerró los ojos y los abrió con los interrogantes y el recelo puestos.

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Tal vez me tuvo como cliente. ¿No era usted la mano derecha de aquel tipo, el comisario Fonseca?

Miró «Dillinger» a su alrededor comprobando que estaban lejos de la posibilidad de audición de los demás y aun así bajó la voz.

– ¿Y si fuera así, qué pasa? Yo era muy joven y colaboré con el comisario Fonseca, él y yo éramos fíeles servidores del Estado, con dos cojones, nosotros y el Estado.

– En efecto, sus cojones eran muy conocidos.

– ¿Qué tiene usted que decir de mis cojones?

– Me refiero a los del Estado.

– Ahora le recuerdo, por el tono zumbón. Usted se paseó por Madrid allá por los años ochenta, cuando mataron al secretario general del PCE. Usted era el huelebraguetas rojo que contrató el PCE. Han cambiado los tiempos, amigo. ¿Qué tal le sentó el hundimiento del comunismo?

– Muy bien ¿y a usted?

– Pues yo añoro a los comunistas y puedo decirle que me he metido en la iniciativa privada porque no vale la pena ser policía si no quedan comunistas.

– Se gana más en lo privado.

– Dónde va usted a parar. Y no hablo por mí, porque don Lázaro es muy generoso y siempre tiene detalles extras: que si vete a hacer un par de trajes, «Dillinger», o vete quince días de masajistas a Tailandia, que te veo muy reprimido, «Dillinger».

Pero incluso los compañeros que se han pasado a la iniciativa privada normal ganan el doble que los que siguen dependiendo del Estado. El Estado es un patrón seguro pero tacaño. Y todavía los que trabajan contra el terrorismo han tocado hasta ahora pela de los fondos reservados y siempre pueden hacer un apaño. Pero ahora eso de los fondos reservados se ha puesto muy mal, muy mal, porque estos socialistas son unos chorizos y unos piernas se han llenado los bolsillos con fondos reservados. ¿No queríais democracia? Pues os la vamos a meter hasta por el culo. En mis tiempos lo de los fondos reservados era sagrado y secreto y además el propio sistema represivo los hacía menos necesarios porque todo estaba bajo control. Pero luego, con tantas libertades y tantas mandangas pues hay que tirar del botín para tapar y abrir bocas y que si pinchar un teléfono aquí y otro allá. No es que yo esté en contra de la modernidad y sea partidario de aquella época en que a base de cuatro hostias y dos patadas en los huevos bien dadas, el Estado inspiraba respeto. Pero también hay un límite para tanto legalismo y tanto leguleyo.

– Cada época tiene su moral.

Presintió «Dillinger» que acababa de ganar un amigo. Los abultados ojos glaucos del policía se abrieron y una sonrisa total aligeró los amontonamientos de las facciones torturadas.

– Me lo ha quitado usted de la boca.

Y se echó a reír con una risa atiplada que trasladó a Carvalho por el túnel del tiempo, aquella risa que había indignado a Fonseca en el despacho de la Dirección General de Seguridad, año 1980. ¿De qué te ríes tú, eh? Pero luego Fonseca también se había echado a reír. ¿Por qué? Era por algo que había dicho Fonseca, algo irónico. «La democracia que no se escoñe. Desde luego.» Eso les había oído reír. Probó suerte.

– Sobre todo que no se escoñe la democracia.

– ¡Me cago en la leche!

Pero a pesar de que trataba de aferrarse a su exclamación para contener la risa no pudo contenerse y estalló en carcajadas convulsas de vez en cuando interrumpidas por el lema:

– ¡Me cago en la leche!

Álvaro recién llegado no conocía el origen de tamaña confraternización. Su vestuario había cambiado. Llevaba una chaqueta oscura, casi de esmoquin, ajados pantalones tejanos y una pajarita violeta le permitía tener la poderosa nuez de Adán en posición descanso.

– Mi padre está al llegar. Quiere encerrarse con los ejemplares seleccionados y apenas tendrá tiempo para que le consultemos nada. La seguridad queda en sus manos, señor Sánchez Ariño, aunque calcule que vendrán los escoltas de las personalidades oficiales. Le insisto en que el señor Carvalho tiene libertad de movimientos. Para evitar problemas de potestades, usted lleva el mando del operativo, pero le repito que cualquier decisión de Carvalho ha de pasar por mí y a mi vez se la transmitiré a usted.

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