El libro negro
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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los d?as, sale de su casa, como todos los d?as, llega a su despacho de abogado, como todos los d?as. La noche cambiar? su vida, nada ser? como fue siempre. En diecinueve palabras, en una peque?o papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzar? una b?squeda de su mujer a trav?s de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su b?squeda ser? la b?squeda de ella desde ?l mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los art?culos de un periodista Celal, su t?o, que deambula por Estambul buscando, ?l tambi?n, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…
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¿Qué era, pues, lo que lo paralizaba en sus sueños? Una mañana soleada y brillante, mientras pasaba entre profundos y escarpados barrancos con la bolsa de cuero en la silla del caballo, el verdugo pensó que aquel apocamiento que lo maniataba tenía alguna relación con la indecisión, con la imprecisa sensación de presagio funesto cuya sombra había notado en su alma antes de entrar en Erzurum. En la cara de la víctima que a esas horas ya tendría que haber olvidado, debía haber visto un misterio que lo había obligado a cubrírsela con un trozo de paño antes de estrangularlo. Durante todo aquel largo día, mientras cabalgaba entre agudas rocas de formas extraordinarias (un velero con el casco como una cazuela, un león con un higo en lugar de cabeza), entre pinos y hayas más raros y sorprendentes de lo habitual y entre los extraños, extrañísimos guijarros de las orillas de arroyos fríos como el hielo, el verdugo no volvió a pensar en la expresión de la cara que llevaba a la silla. Ahora lo más sorprendente era el mundo, un mundo nuevo que volvía a descubrir, que percibía por primera vez. Sólo ahora se daba cuenta de que todos los árboles se parecían a las sombras oscuras que se agitaban entre sus recuerdos en las noches de insomnio. Por primera vez percibía que los inocentes pastores que conducían sus rebaños de ovejas a pastar a las verdes laderas llevan la cabeza sobre los hombros como si fuera la carga de otro. Por primera vez comprendía que las aldeas de una decena de casas establecidas en las faldas de las montañas le recordaban a las hileras de zapatos vacíos ante las puertas de las mezquitas. Ahora veía que las moradas montañas al oeste que cruzaría medio día después y las nubes que había justo sobre ellas, que parecían salidas de una miniatura, eran una señal de que el mundo es un lugar desnudo, completamente desnudo. Ahora comprendía que todas las plantas, los objetos, los tímidos animales, eran señales de un mundo tan viejo como los recuerdos, tan simple como la desesperación y tan terrible como las pesadillas. Mientras avanzaba hacia poniente y las sombras, cada vez más largas, iban cambiando de significado, el verdugo sintió que a su alrededor se filtraban las señales, los indicios de un misterio que no acertaba a descubrir, como sangre que goteara de un puchero de barro resquebrajado.
Comió hasta hartarse en el caravasar en el que había entrado al caer la oscuridad, pero comprendió que no podría encerrarse en una celda con la bolsa y dormir. Sabía que no podría resistir el terrible sueño que se desplegaría lentamente en mitad de su descanso como el pus que fluye de una herida que revienta, aquella cara desesperada que cada noche lloraría en su sueño disfrazándose de distintos recuerdos. Descansó un rato observando admirado las caras entre la multitud que atestaba el caravasar y continuó su camino.
La noche era fría y silenciosa; no soplaba la menor brisa, no se movía una sola rama y el cansado caballo seguía por sí mismo el camino. Durante largo rato continuó su marcha sin ver nada y, tal y como le ocurría en los viejos y felices tiempos, sin forzar su mente con ninguna cuestión inquietante: mucho más tarde pensaría que lo consiguió gracias a la oscuridad. Porque en cuanto la luna apareció entre las nubes, los árboles, las sombras y las rocas se convirtieron lentamente en señales de un misterio irresoluble. Lo terrible no eran las dolorosas lápidas de los cementerios, ni los cipreses solitarios, ni los aullidos de los lobos en la noche desierta. Lo que convertía al mundo en algo tan sorprendente que llegaba a ser aterrador era que parecía querer contarle una historia. El mundo parecía querer contarle algo al verdugo, indicarle un significado, pero su discurso, como en los sueños, se perdía en una imprecisión brumosa. Poco antes de amanecer el verdugo comenzó a sentir unos gemidos en sus oídos.
Con la aurora pensó que los gemidos eran producto del viento que acababa de alzarse y que jugaba con las ramas, luego supuso que todo se debía al cansancio y a la falta de sueño. Poco antes de mediodía los gemidos procedentes de la bolsa que llevaba a la silla eran tan claros, que desmontó como quien sale de su cama caliente a medianoche para acabar con el irritante crujido de una ventana mal cerrada, y apretó bien las cuerdas que ataban la bolsa a la silla de montar. Pero, mucho después, bajo una lluvia despiadada, no sólo oiría los gemidos, también sentiría sobre su piel las lágrimas de la cara que lloraba.
Cuando el sol salió de nuevo comprendió que existía una relación entre el misterio del mundo y un cierto secreto en la expresión de la cara que lloraba. De la misma forma que antes el mundo, que se le había aparecido tan conocido, familiar y comprensible, se había mantenido en pie gracias a los significados y las expresiones vulgares de las caras, el sentido del universo entero había desaparecido después de que esa extraña expresión apareciera en la cara que lloraba dejando al verdugo en una terrible soledad, como cuando todo se vuelve del revés después de que una copa hechizada se rompe estallando en mil pedazos o se resquebraja un aguamanil mágico de cristal. Mientras sus mojadas ropas se secaban al sol comprendió que para que todo volviera a su antiguo orden debía cambiar la expresión que la cara de la cabeza de la bolsa llevaba como una máscara. Pero su ética profesional le ordenaba que llevase intacta a Estambul la cabeza que había metido aún caliente en la bolsa de miel después de cortarla, que la llevara tal cual se hallaba.
El verdugo encontró tan cambiado el mundo al amanecer de una noche enloquecedora que había pasado a caballo sin dormir y en la que los gemidos interminables que procedían de la bolsa se habían convertido en una música que le atacaba los nervios, que le costó trabajo convencerse de que seguía siendo el mismo. Los plátanos y los pinos, los caminos embarrados, las fuentes de las aldeas, de donde huía la gente en cuanto lo veía, procedían de un mundo absolutamente desconocido, ignorado. También le costó trabajo reconocer la comida que engulló a mediodía con un instinto animal en una ciudad cuya existencia ignoraba hasta entonces. Cuando se tumbó bajo un árbol fuera de la ciudad para permitir que su caballo descansara, comprendió que lo que en tiempos había tomado por cielo era una extraña cúpula azul que nunca antes había visto ni conocido. Montó a caballo y continuó su camino al ponerse el sol, pero todavía le quedaban seis días de marcha. Por fin comprendió que si no conseguía que cesaran los gemidos de la bolsa, si no lograba que cambiara la expresión de la cara que lloraba, si no realizaba el conjuro necesario para que el mundo se convirtiera en su antiguo y conocido mundo, nunca llegaría a Estambul.
Después de que oscureciera encontró un pozo a las afueras de una aldea en la que se oía ladrar a los perros y desmontó. Desató la bolsa de cuero de la silla, la abrió y sacó la cabeza de la miel agarrándola cuidadosamente del pelo. La lavó concienzudamente, como quien lava a un niño, con cubos y más cubos de agua que extrajo del pozo. Después de secarla desde la raíz del pelo hasta lo más profundo de los oídos con un trozo de tela, observó la cara a la luz de la luna llena: lloraba, no se había alterado lo más mínimo, seguía teniendo la misma expresión insoportable, inolvidable, desesperada.
Dejó la cabeza en el brocal del pozo, sacó de las alforjas ciertos instrumentos propios de su profesión, dos cuchillos especiales y dos barras romas de hierro que se utilizaban para la tortura, y regresó junto a ella. Primero intentó corregir la expresión de las comisuras de los labios forzando con los cuchillos la piel y los huesos. Después de largo rato de trabajo había destrozado los labios, pero había conseguido que la boca sonriera aunque fuera de manera apenas perceptible y torva. Luego inició un trabajo más delicado y comenzó a abrirle los ojos, que tenían los párpados fuertemente apretados por el dolor. Por fin pudo relajarse cuando, tras un largo y agotador esfuerzo, la sonrisa se extendió por toda la cara. Además, le alegró ver en la piel el moratón que había dejado el puñetazo que le había asestado en la mandíbula a Abdi bajá antes de estrangularlo. Con la alegría infantil de haber podido solucionarlo todo, se llegó de una carrera al caballo y guardó sus instrumentos en las alforjas.
Al volver atrás, la cabeza no estaba donde la había dejado. En un primer momento le pareció que se trataba de alguna broma de la cabeza que sonreía. Cuando comprendió que había caído al pozo, corrió a la casa más próxima sin dudarlo y despertó a sus habitantes llamando a la puerta. Al anciano padre y a su joven hijo les bastó ver ante ellos al verdugo para ponerse a sus órdenes acobardados. Los tres juntos estuvieron intentando durante toda la noche sacar la cabeza del pozo, que, por lo demás, no era demasiado profundo. Al alba, el hijo, que colgaba en el interior del pozo sostenido por la soga de estrangular, atada a su cintura, regresó a la superficie con la cabeza agarrada del pelo y gritando presa del terror. La cabeza estaba hecha pedazos, pero ya no lloraba. El verdugo la secó tranquilamente, la metió en la bolsa llena de miel y se alejó feliz de la aldea, del padre y su hijo, a los que había entregado un puñado de piastras, en dirección a poniente.
Al amanecer, mientras los pájaros cantaban entre los árboles que se abrían a la primavera temprana, el verdugo comprendió, con un entusiasmo y una alegría de vivir tan inmensos como el cielo, que el mundo volvía a ser aquel mundo antiguo que él conocía. Ya no se oían los gemidos de la bolsa. Poco antes de mediodía desmontó a la orilla de un lago situado entre colinas cubiertas de pinos y se tumbó feliz para dormir el sueño profundo y sin interrupciones que llevaba esperando desde hacía días. Antes de dormirse, se levantó alegre del lugar en que estaba acostado, caminó hasta la orilla del lago y comprendió una vez más que el mundo estaba como debía estar contemplando su rostro en el espejo del agua.
Cinco días después, en Estambul, cuando los testigos que conocían a Abdi bajá afirmaron que la cabeza extraída de la bolsa de cuero no era la suya y explicaban que la expresión sonriente de la cara no recordaba en absoluto a la del bajá, el verdugo recordaría el gesto feliz de su propia cara, que había contemplado en el espejo del lago. Como sabía que no le serviría de nada, no replicó a las acusaciones de que había sido sobornado por Abdi bajá, de que en su lugar había matado a otro, a un inocente pastor, de que era la cabeza de éste la que había guardado en la bolsa y había llevado a Estambul, y de que había desfigurado la cara para que no pudiera descubrirse su estratagema. Porque, además, ya había visto que cruzaba la puerta el verdugo que habría de cortarle su propia cabeza.