El libro negro
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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los d?as, sale de su casa, como todos los d?as, llega a su despacho de abogado, como todos los d?as. La noche cambiar? su vida, nada ser? como fue siempre. En diecinueve palabras, en una peque?o papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzar? una b?squeda de su mujer a trav?s de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su b?squeda ser? la b?squeda de ella desde ?l mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los art?culos de un periodista Celal, su t?o, que deambula por Estambul buscando, ?l tambi?n, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…
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Más tarde se sentó en el sillón pensando que podría ver aquellas fotografías que Celâl había reunido a lo largo de treinta años como si fueran imágenes de ese nuevo universo en el que quería vivir. Comenzó a mirar las caras de las fotografías que sacaba al azar de las cajas intentando no ver en ellas ni un secreto ni una señal. Y así comenzó a verlas como descripciones de un objeto físico compuesto simplemente de ojos y boca, como si fueran fotografías del carnet de identidad o de un documento del padrón. Cuando a veces se entristecía por un momento, como alguien que se sumerge en el dolor que se desprende de la cara profundamente expresiva hermosa de la mujer cuyo carnet de la seguridad social tiene las manos, se recuperaba rápidamente y pasaba de inmediato a otra fotografía, miraba otra cara que no mostrara ningún dolor ajeno a sí misma, ninguna historia. Y para no dejarse arrastrar por las historias de los rostros no leía los pies de foto ni las letras que Celâl había escrito en los márgenes y sobre ellas. Cuando el tráfico de la tarde se atascaba en la plaza de Nisantasi y de sus ojos volvían a brotar lágrimas tras largo rato de mirar fotografías esforzándose en poder verlas únicamente como mapas de rostros humanos, sólo había podido examinar una mínima parte de las fotografías que Celâl había reunido durante treinta años.
25. El verdugo y el rostro que lloraba
«No llores, no llores, ah, por favor, no llores
Nemide , HALIT ZIYA USAKLlGtt
¿Por qué nos inquieta un hombre bañado en lágrimas? Una mujer que llora puede considerarse una parte excepcional pero conmovedora y digna de pena, de nuestra vida cotidiana, la acogemos con sinceridad y cariño. Pero ante un hombre que llora nos llena un sentimiento de desesperación. Es como si para él hubiera llegado el fin del mundo o como si él hubiera llegado al límite de lo que podía hacer (como ocurre con la muerte de un ser querido), o como si su mundo tuviera un aspecto incompatible con el nuestro; un aspecto inquietante, incluso terrorífico. Todos conocemos el desconcierto y el terror de encontrarnos por sorpresa un país completamente desconocido en el mapa que tan bien creemos conocer al que llamamos cara. Sobre ese tema he encontrado un relato en la Historia de los verdugos de Kadri de Edirne que también aparece en el sexto volumen de la Historia de Naima y en la Historia de los pajes de palacio de Mehmet Halife.
Una noche de primavera de hace apenas trescientos años, el más famoso verdugo de la época, Ómer el Negro, se acercaba a caballo a la fortaleza de Erzurum. Había sido enviado a ejecutar a Abdi bajá, gobernador de la fortaleza, por decisión del sultán, tomada doce días antes, y llevaba en la mano el firman del comandante de la guardia imperial por el que se le encargaba de la misión. Estaba contento porque había hecho el camino Estambul-Erzurum en doce días en una estación del año en la que a cualquier viajero le habría llevado un mes. El frescor de la noche de primavera le había hecho olvidar su cansancio, pero sentía un abatimiento que nunca había notado antes de cumplir una misión; le parecía sentir la obra de una maldición o la indecisión de una duda que le impedirían realizar su trabajo tan honorablemente como correspondía.
Su trabajo era realmente difícil: entraría solo en la mansión repleta de guardias de un bajá al que no conocía y a quien nunca había visto, le entregaría el firman , con su impasible presencia y su confianza haría sentir al bajá y a su entorno la inutilidad de rebelarse contra las órdenes del sultán y, era una mínima posibilidad pero bien podría ocurrir, en caso de que el bajá tardara en convencerse de la inutilidad de rebelarse, lo mataría de inmediato sin perder un instante y antes de que los que le rodeaban pudieran actuar. Tenía tanta experiencia en aquel tipo de asuntos que la indecisión que notaba no podía deberse a eso: en sus treinta años de vida profesional había ejecutado a cerca de veinte príncipes, dos grandes visires, seis visires, veintitrés bajas y a más de seiscientas personas, ladrones o no, culpables o inocentes, hombres y mujeres, niños y viejos, cristianos y musulmanes y desde los tiempos en que era aprendiz hasta entonces había torturado a varios miles.
Aquella mañana de primavera, el verdugo desmontó junto a un arroyo antes de entrar en la ciudad, hizo sus abluciones y rezó entre los alegres gorjeos de los pájaros. Rezar, pedirle a Dios que todo fuera bien, era algo que raramente nacía. Pero, como siempre ocurría, Dios aceptó la oración de aquel laborioso siervo suyo.
Y así todo fue como debía. El bajá, que reconoció al verdugo en cuanto lo vio por el engrasado dogal de su cintura y por el gorro cónico de fieltro en su cabeza afeitada, supo de inmediato lo que iba a ocurrirle, pero no presentó ninguna dificultad que pudiera considerarse ilegal. Quizá hacía ya tiempo que había aceptado su destino porque era consciente de sus delitos.
Primero leyó el firman al menos diez veces y todas con el mismo cuidado (una característica frecuente entre aquellos que respetan las leyes). Besó la orden que acababa de leer con un respeto pomposo y se la llevó a la frente (una reacción habitual entre aquellos que creen que aún pueden tener algún influjo entre los que les rodean y que Ómer el Negro encontraba estúpida). Dijo que quería leer el Corán y rezar (un deseo frecuente entre los que quieren ganar tiempo y los verdaderos creyentes). Después de rezar, repartió las piedras preciosas, los broches y los anillos que llevaba entre sus hombres diciéndoles «Para que me recordéis» con la intención de que no se los quedara el verdugo (una reacción de aquellos que están demasiado apegados al mundo y que son lo bastante superficiales como para sentir inquina hacia el verdugo). Y como la mayoría de los que muestran, no una o dos de aquellas reacciones, sino todas ellas, también intentó resistirse lanzando maldiciones antes de que le pasara la soga al cuello. Pero se desplomó tras recibir un buen puñetazo en el mentón y comenzó a esperar la muerte. Lloraba.
Llorar era también una de las reacciones que mostraban las víctimas en situaciones parecidas, pero en la cara del bajá el verdugo vio algo que le hizo sentirse indeciso por primera vez en treinta años de vida profesional. Y así, hizo algo que nunca antes había hecho: cubrió la cara de la víctima con una tela antes de estrangularlo. Era un comportamiento que había criticado cuando lo había visto en otros colegas porque creía que para que un verdugo pudiera realizar su trabajo si dudar y de manera perfecta debía poder mirar a los ojos de la víctima hasta el fin.
Una vez que estuvo seguro de la muerte, separó la cabeza del muerto de su cuerpo con una navaja especial a la que llamaban «cifra» y la metió aún caliente en una bolsa de cuero llena de miel que había llevado consigo. Para demostrar que había cumplido con su misión debía llevar la cabeza de la víctima a Estambul ante quienes debían identificarla sin que se descompusiera. Mientras la colocaba cuidadosamente en la bolsa de cuero llena de miel vio asombrado una vez más aquella mirada llorosa en la cara del bajá, aquella expresión incomprensible y terrible y no pudo olvidarla hasta el fin, no demasiado lejano, de sus días.
Montó rápidamente a caballo y salió de la ciudad. El verdugo siempre quería estar al menos a dos días de distancia con la cabeza en la silla de su montura en el momento en que se enterraba entre lágrimas el cuerpo en una triste ceremonia capaz de romper el corazón. Y así, tras un viaje sin descanso de día y medio, llegó a la fortaleza de Kemah. En el caravasar comió hasta hartarse, se retiró a su celda con la bolsa y durmió un largo sueño.
En el momento en que se despertó tras dormir medio día sin interrupción, estaba soñando que se encontraba en la Edirne de su infancia: cuando se acercó al enorme frasco lleno de confitura de higos que su madre había hecho hirviéndolos una y otra vez hasta conseguir que un olor agridulce invadiera no sólo la casa y el jardín, sino el barrio entero, primero comprendió que aquellas cosas verdes y redondas que había tomado por higos eran los ojos llorosos de una cabeza cortada; luego abrió la tapa del frasco con el sentimiento de culpabilidad, no de estar haciendo algo prohibido, sino de ser testigo del incomprensible terror de aquella cara que lloraba y, cuando del frasco comenzaron a surgir los gemidos de un hombre maduro llorando, se quedó congelado por una sensación de impotencia que lo paralizaba.
La noche siguiente, en otro caravasar, en otra cama, se encontró a mitad de su sueño en una de las tardes de su adolescencia: estaba en una callejuela de Edirne poco antes de que anocheciera. Por consejo de un amigo, no lograba recordar quién, veía con un ojo el sol poniente y con el otro el blanco rostro de la pálida luna llena que estaba saliendo. Después, al ponerse el sol y oscurecer, la redonda cara de la luna se volvía más luminosa y precisa y, sin que pasara mucho, se daba cuenta de que aquella brillante cara era una cara humana, una cara que lloraba. No, lo que convertía las calles de Edirne en las calles inquietantes e incomprensibles de otra ciudad no era lo que pudiera tener de triste el que la cara de la luna se transformara en una cara llorosa, sino lo que tenía de enigmático.
A la mañana siguiente el verdugo pensó que aquella verdad que había descubierto en mitad de su sueño se adecuaba a sus propios recuerdos. A lo largo de su vida profesional había visto la cara de miles de hombres que lloraban, pero ninguna de ellas le había suscitado la menor sensación de crueldad, miedo o culpabilidad. Al contrario de lo que podría pensarse, sentía pena por sus víctimas, pero ese sentimiento enseguida se compensaba con la lógica de estar haciendo justicia, de estar obligado, de que no había posible vuelta atrás. Porque sabía que las víctimas a quienes estrangulaba, cuyas cabezas cortaba, cuyos cuellos partía, eran mucho más conscientes que el verdugo de la cadena de razones que provocaban su ejecución. No había nada de insoportable ni de insufrible en la imagen de un hombre que va a la muerte debatiéndose mientras llora, implorando mientras moquea, gimoteando, ahogándose por las lágrimas. El verdugo no despreciaba a los hombres que lloraban, al contrario que ciertos imbéciles que esperan actitudes solemnes y palabras gallardas que pasen a la historia y a la leyenda de las ejecuciones, pero tampoco se dejaba llevar por un sentimiento de pena que lo paralizara, al contrario que otro tipo de imbéciles que no comprenden en absoluto la crueldad arbitraria e inevitable de la vida.