El libro negro
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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los d?as, sale de su casa, como todos los d?as, llega a su despacho de abogado, como todos los d?as. La noche cambiar? su vida, nada ser? como fue siempre. En diecinueve palabras, en una peque?o papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzar? una b?squeda de su mujer a trav?s de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su b?squeda ser? la b?squeda de ella desde ?l mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los art?culos de un periodista Celal, su t?o, que deambula por Estambul buscando, ?l tambi?n, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…
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Al recordar las historias que he contado de bandidos de Beyoglu, de poetas que habían perdido la memoria, de magos, de cantantes con doble identidad, de amantes desesperados, me doy cuenta de que siempre he evitado y esquivado la cuestión que hoy considero más importante o que, debido a una extraña timidez, siempre he dado vueltas alrededor de ella.
¡Pero no soy el único que lo hace! Llevo treinta años escribiendo y, aunque quizá no tanto, sí que casi le he dedicado el mismo tiempo a la lectura; y nunca he conocido a ningún autor, de Oriente o de Occidente, que haya llamado la atención sobre la verdad a la que me voy a referir dentro de un instante.
Ahora, mientras leen esto que estoy escribiendo, intenten, por favor, representarse una a una las caras que voy a describir. (De hecho, ¿qué es leer sino dibujar en el silencioso cinematógrafo de nuestra mente una a una las cosas que el escritor nos describe con letras?) Imagínense en la blanca pantalla de su mente una mercería en una ciudad del este de Anatolia. Como en las frías tardes de invierno en que tan pronto oscurece no hay demasiado movimiento, se han reunido alrededor de la estufa de la mercería para charlar el barbero de enfrente, que ha dejado la barbería a cargo de su aprendiz, un anciano jubilado, el hermano menor del barbero y un cliente del barrio que va por allí, más que para comprar, para pegar la hebra un rato. Cuentan sus recuerdos del servicio militar, hojean los periódicos, cotillean, a menudo se ríen; pero hay uno de ellos que se siente incómodo porque es el que menos habla y el menos escuchado: el hermano del barbero. Él también tiene, como los demás, historias y chistes que contar pero, a pesar de lo que le gustaría, no sabe contar historias, no sabe narrar, no sabe ser brillante. A lo largo de toda la tarde, cuando ha intentado contar algo, los otros lo han interrumpido sin ni siquiera darse cuenta. Ahora, por favor, intenten representarse ante sus ojos la expresión de la cara del hermano del barbero cada vez que lo interrumpen, cada vez que se ha quedado a mitad de una historia.
Piensen, por favor, en una ceremonia de petición de mano que se lleva a cabo en la casa de un médico de Estambul, en una familia occidentalizada pero no demasiado adinerada. Parte de los invitados que invaden por completo la casa se ha reunido por azar en la habitación de la prometida alrededor de la cama sobre la que se apilan los abrigos. Entre ellos hay una hermosa y agradable muchacha y dos jóvenes que sienten interés por ella: uno no es demasiado guapo ni inteligente, pero sí es hablador y sabe ganarse a los demás. Por esa razón la hermosa muchacha y los señores mayores que hay en la habitación escuchan sus historias y le prestan atención. Ahora, por favor, piensen en la cara del otro joven, mucho más inteligente y sensible que nuestro charlatán, pero que no sabe hacerse escuchar.
Y ahora piensen, por favor, en tres hermanas que se han casado con intervalos de dos años y que se reúnen en casa de su madre dos meses después de la boda de la más pequeña. Mientras toman el té a la luz plomiza de una tarde de invierno en aquella casa de un modesto comerciante en la que se oye sonar el tic-tac de un enorme reloj de pared y el repiqueteo de un canario nervioso en su jaula, la hermana menor, de siempre la más alegre y parlanchina, cuenta de tal forma sus dos meses de experiencia matrimonial, narra de tal manera ciertas situaciones y hechos cómicos, que su hermana mayor, la más bella, a pesar de llevar años viviendo las mismas situaciones, piensa con tristeza que quizá su vida o quizá su marido carecen de algo. ¡Ahora, por favor, figúrense ese rostro triste!
¿Ya se los han imaginado? ¿No se parecen todos estos rostros de una extraña manera? ¿No creen que hay algo en esas caras que provoca que se parezcan, como el lazo invisible que une a esas personas unas a otras? ¿No tienen más significado, no son más plenas que las de los demás las caras de esos silenciosos, de esos que no saben explicarse, que no saben hacerse escuchar, que son incapaces de parecer importantes, de esos mudos, de esos que siempre piensan la mejor respuesta en casa después de que todo haya pasado, de esos cuyas historias a nadie interesan? Parece que en esas caras rebulleran las letras de las historias que no pudieron contar, es como si en ellas se vieran las marcas del silencio, de la humillación, incluso de la derrota. Han pensado también en su propia cara al hacerlo en éstas, ¿no? ¡Cuántos somos y qué dignos de pena! ¡Qué desesperados estamos la mayoría!
Pero no quiero seguir engañándolos: yo no soy uno de ustedes. Alguien que es capaz de tomar un lápiz y verter algo en un papel y que puede conseguir que, mejor o peor, otros lean aquello que ha vertido, puede considerarse a salvo de esa enfermedad aunque sólo sea en parte. Por eso nunca he encontrado un escritor que pueda hablar con pleno derecho de esta cuestión, quizá la más importante de las humanas. Ahora, cada vez que tomo lápiz y papel comprendo que sólo existe un tema, a partir de ahora voy a tratar de introducirme en la poesía secreta de las caras, en el terrible secreto de las miradas. Prepárense.
24. Las adivinanzas de las caras
«Por lo general, son caras ante las que pasamos sin darnos cuenta.»
A través del espejo , LEWIS CARROLL
Cuando el martes por la mañana Galip se sentó ante la mesa cubierta de artículos, no se sentía tan optimista como la mañana anterior. Tras un día de trabajo, la imagen de Celâl que tenía en la mente había cambiado de una manera que no había pretendido en absoluto y era como si, por esa razón, el objetivo de sus investigaciones se hubiera vuelto indefinido. Leyendo allí, sentado a la mesa, las columnas y las notas que había sacado del armario del pasillo sentía la tranquilidad de corazón de estar haciendo lo único que podía hacerse ante un desastre, puesto que no tenía otra solución para formularse hipótesis relativas al lugar en donde se ocultaban Celâl y Rüya. Además, siempre era mejor estar sentado en aquella habitación, en la que desde su infancia se había sentido feliz con sus recuerdos, leyendo artículos de Celâl, que estar en su polvoriento despacho de Sirkeci leyendo contratos con los que los inquilinos querían protegerse de los ataques de los propietarios o expedientes de comerciantes de hierro y alfombras que querían estafarse unos a otros. Notaba dentro de sí el entusiasmo de un funcionario al que han promovido a un puesto más interesante dándole una mesa de trabajo mejor que la anterior aunque todo haya sido a causa de una catástrofe.
Llevado por ese mismo entusiasmo, repasó todas las pistas con las que contaba mientras se tomaba el segundo café de la mañana. Teniendo en cuenta que recordaba que la columna que aparecía en el Milliyet que le habían arrojado por debajo de la puerta, titulada «Disculpas y burlas», había sido publicada años antes, Celâl no había entregado el domingo ningún nuevo artículo en el periódico. Era el sexto artículo antiguo que se publicaba en el periódico. En la carpeta de reserva sólo quedaba material para un día. Aquello significaba que si Celâl no entregaba un artículo nuevo en treinta y seis horas, a partir del jueves su columna quedaría vacía. Durante treinta y cinco años el día había comenzado con el artículo de Celâl, ya que él, al contrario que otros columnistas, jamás había abandonado su puesto por vacaciones o enfermedad y Galip sentía el horror de una catástrofe que se aproximaba cada vez que pensaba en el vacío que se produciría en la segunda página del periódico. Una catástrofe que le recordaba el día en que las aguas se retirarían del Bósforo.
Con el fin de estar disponible a todas las pistas a las que pudiera tener acceso, volvió a enchufar el teléfono, que había desconectado la noche que entró en el piso. Repasó mentalmente la charla que había mantenido con aquel hombre que se había presentado a sí mismo como Mahir Ikinci. Lo que el hombre le había dicho del «asesinato del baúl» y del golpe militar le recordó a Galip ciertas columnas antiguas de Celâl. Las sacó de sus cajas, las leyó atentamente y se acordó de algunos escritos y párrafos de Celâl sobre los Mahdis. Le llevó tanto tiempo encontrar las fechas y las huellas de aquellos fragmentos dispersos por diversos artículos, que, cuando se sentó a la mesa, se sentía tan cansado como si hubiera trabajado todo el día.
A principios de los sesenta, mientras incitaba provocativamente a un golpe militar desde sus columnas, Celâl debía haber recordado alguno de los motivos que le habían llevado a escribir sobre Mevlâna. ¡Un columnista que quiera que una gran masa de lectores acepte sus ideas debe saber revivir y sacar a la superficie el pensamiento putrefacto y el poso de recuerdos que duermen en la memoria de sus lectores como si fueran pecios de galeones desaparecidos hace cientos de años que yacieran en el fondo del mar Negro! Mientras leía las historias que Celâl había recolectado de varias fuentes históricas con tal objeto, Galip, como un buen lector, esperó que los posos de su memoria se pusieran en movimiento, pero lo único que se animó fue su imaginación.
Leyendo cómo un día el duodécimo imán había sembrado el terror entre los joyeros del Gran Bazar que usaban balanzas amafiadas, o cómo el hijo del Jeque, que había sido proclamado Mahdi por su padre y cuya biografía nos narra Siláhtar en su Historia, atacó fortalezas arrastrando tras él a pastores kurdos y maestros herreros, o leyendo la historia del aprendiz de fregón que, tras soñar que Mahoma iba en el asiento trasero de un Cadillac blanco descapotable que pasaba sobre el agua asquerosa que cubría los adoquines de las calzadas de Beyoglu, se había proclamado Mahdi con la intención de levantar contra los grandes gángsteres y chulos a las putas, a los gitanos, a los carteristas, a los pordioseros, a los vagabundos, a los niños que vendían tabaco y a los limpiabotas, Galip se imaginó los colores de lo que leía como el rojo teja y el naranja amanecer de su propia vida y sus propios sueños. Encontró también historias que pusieron en marcha tanto su imaginación como su memoria: mientras leía la falsa historia de Mehmet el Cazador, que después de ser príncipe heredero y sultán se había proclamado también profeta, recordó cómo Rüya había sonreído con su eterna mirada, entre adormilada y benevolente, una tarde en la que había discutido con Celâl todo lo que se necesitaba para crear un «Falso Celâl» que pudiera escribir las columnas en su lugar.
Repasó uno por uno los nombres y direcciones de la agenda de teléfonos contrastándolos con los de la guía. Llamó a varios números que despertaron sus sospechas. Uno era de un taller de plásticos en Láleli donde hacían palanganas para fregar los platos, cubos y cestas para la ropa sucia; si se les daba un modelo podían entregar cientos de copias de cualquier objeto en cualquier color en el plazo de una semana. En el segundo teléfono respondió un niño que le explicó que vivía con sus padres y su abuela, su padre no estaba en casa y, antes de que la madre, recelosa, tomara el teléfono, se mezcló en la conversación un hermano mayor al que no había mencionado y que le dijo al niño que no le diera su nombre a desconocidos. «-¿Quién es? ¿Quién es? -preguntó- la madre prudente y temerosa-. Se ha equivocado de número».