El libro negro
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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los d?as, sale de su casa, como todos los d?as, llega a su despacho de abogado, como todos los d?as. La noche cambiar? su vida, nada ser? como fue siempre. En diecinueve palabras, en una peque?o papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzar? una b?squeda de su mujer a trav?s de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su b?squeda ser? la b?squeda de ella desde ?l mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los art?culos de un periodista Celal, su t?o, que deambula por Estambul buscando, ?l tambi?n, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…
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Ya era mediodía cuando Galip comenzó a leer lo que Celâl había escrito en los billetes de autobús y en las entradas de cine. Celâl había escrito con cuidadosa caligrafía lo que pensaba sobre algunas películas y, a veces, los nombres de los actores. Galip intentó extraer un significado de aquellos que estaban subrayados. Sobre los billetes de autobús había también algunos nombres y palabras. En uno de ellos había dibujado una cara formada por letras latinas (teniendo en cuenta que se trataba de un billete de quince piastras, debía ser de principios de los sesenta). Leyó las letras del billete, algunas de sus antiguas críticas de cine, parte de sus primeros reportajes («¡La famosa artista americana Mary Marlowe estuvo ayer en nuestra ciudad!»), borradores de crucigramas inconclusos, algunas cartas de lectores que escogió al azar y unos recortes de periódico de ciertos asesinatos en Beyoglu sobre los que Celâl planeaba escribir. La mayor parte de los asesinatos parecían ser imitación unos de otros, no sólo porque en ellos se usaran cortantes instrumentos de cocina ni porque la hora a la que sí realizaron fuera a medianoche, sino también porque estaban relatados con un estilo que se apoyaba en una violenta sensibilidad varonil y en la moralina del «¡así acaban los que se mezclan en asuntos oscuros!». Celâl, en varias de sus columnas en las que volvía a relatar aquellos crímenes, había utilizado algunos recortes en los que se describían «Rincones excepcionales de Estambul» (Cihangir, Taksim, Láleli, Kurtulus). Gracias a una serie de artículos titulada «Pioneros de nuestra Historia» que sacó de la misma caja, Galip recordó que el primer libro en letras latinas publicado en Turquía había sido editado en 1928 por Kasim Bey, propietario de la Biblioteca de Instrucción Pública. En las hojas que había que arrancar diariamente del Calendario con horas de Instrucción Pública, publicado por el mismo hombre, había, además de los menús que tanto le gustaban a Rüya y de los dichos y anécdotas curiosas de Atatürk, grandes hombres del Islam y extranjeros como Benjamin Franklin y Bottfolio, dibujos de unas esferas de reloj que señalaban las horas de las oraciones. Cuando Galip vio en algunas hojas guardadas de aquellos calendarios que Celâl había retocado a lápiz aquellas esferas con sus agujas hasta convertirlas en caras redondas de grandes bigotes o largas narices, se convenció de que había encontrado una nueva pista y tomó nota en un papel en blanco. Mientras almorzaba pan, queso fresco y una manzana, observó con un extraño interés la posición sobre el papel de la nota que había tomado.
En las últimas páginas de un cuaderno en el que había escrito resúmenes de unas novelas policíacas traducidas llamadas El escarabajo de oro y La séptima letra y había registrado cifras y claves recopiladas de libros sobre la Línea Maginot y espías alemanes, vio la verde huella de un bolígrafo que avanzaba tembloroso. Quizá aquellas huellas se parecieran a las del bolígrafo verde que avanzaba sobre los mapas de El Cairo, Damasco y Estambul, quizá se parecieran a una cara o, a veces, a una flor u otras a los meandros de un angosto río que avanza retorciéndose por un valle. Después de las curvas asimétricas y absurdas de las cuatro primeras páginas, Galip descubrió el secreto de los dibujos en la quinta. Se había soltado una hormiga en el centro de una hoja en blanco y el bolígrafo verde había marcado el indeciso camino recorrido por el inquieto animal siguiéndolo de cerca. Justo en medio de la quinta página, en el punto en el que la cansada hormiga había trazado erráticos círculos, estaba fijo para siempre su seco cadáver después de que el cuaderno se hubiera cerrado bruscamente sobre ella. Galip comenzó a investigar para comprender cuántos años tenía el cadáver de la infeliz hormiga, castigada por no haber llegado a ningún resultado, y si aquel extraño experimento tenía alguna relación con los textos de Celâl sobre Mevlâna. En el cuarto tomo del Mesnevi, Mevlâna había relatado la historia de la hormiga que caminaba sobre los borradores de sus obras; el animalito veía primero en las letras árabes narcisos y azucenas, luego comprendía que el jardín de palabras era creado por la pluma, después que era la mano la que movía la pluma y, más tarde, que era la mente la que movía la pluma. «Y, por fin -había añadido Celâl en un artículo-, que esa mente es movida por otra». Así volvían a mezclarse una vez más las fantasías del poeta místico con los sueños de Celâl. Galip quizá hubiera extraído una relación significativa entre las fechas en que habían sido escritos el cuaderno y esos artículos, pero las últimas páginas del cuaderno se consagraban íntegramente a enumerar las localizaciones, fechas y número de mansiones de madera destruidas en algunos antiguos incendios de Estambul.
Leyó un artículo de Celâl sobre los enredos de un aprendiz de vendedor de libros de segunda mano que los iba vendiendo puerta a puerta. El aprendiz, que cada día tomaba el transbordador para ir a las adineradas mansiones de distintos barrios de Estambul, vendía sus libros, tras el consabido regateo, a las mujeres de los harenes, a ancianos que no salían de sus casas, a funcionarios agobiados de trabajo y a muchachas románticas. Pero sus verdaderos clientes eran los bajás ministros, que no podían ir a otro lugar que no fueran sus ministerios y a sus mansiones a causa de la prohibición que Abdülhamit les había impuesto y a quienes controlaba gracias a sus agentes secretos. Mientras leía cómo el aprendiz de vendedor de libros viejos había introducido mensajes y cómo les había enseñado a aquellos bajás («sus lectores», había escrito Celâl) los secretos hurufíes necesarios para que pudieran descifrarlos, Galip pensó que lentamente se había ido convirtiendo en otra persona, en quien le habría gustado ser. Cuando comprendió que aquellos secretos de los hurufíes eran tan infantiles como el secreto de los signos y las letras desvelado al final de una novela norteamericana cuya versión adaptada, tras cruzar mares lejanos, le había regalado Celâl a Rüya un sábado por la tarde de su infancia, Galip supo perfectamente que uno puede convertirse en otro a fuerza de leer. En ese momento sonó el teléfono, y el que llamaba era, por supuesto, el mismo hombre.
– ¡Me alegra que hayas vuelto a conectar el teléfono, Celâl Bey! -comenzó aquella voz que a Galip le recordaba la de alguien que ha sobrepasado ya la madurez-. No quiero ni pensar que alguien como tú pudiera desentenderse de toda la ciudad, de todo el país, en estos días en los que a cada instante se esperan los más terribles acontecimientos. -¿A qué página de la guía has llegado? -Trabajo mucho, pero va más lento de lo que creía. Cuando uno se pasa horas leyendo números, comienza a pensar cosas que nunca se le habrían ocurrido. He empezado a ver en los números fórmulas mágicas, armonías simétricas, repeticiones, matrices, formas. Todo eso me hace perder rapidez. -¿Caras también?
– Sí, pero esas caras tuyas surgen después de que aparezca cierto orden en las cifras. Los números no siempre hablan, a veces guardan silencio. En ocasiones siento que los cuatros me susurran algo, vienen unos detrás de otros. Al principio de dos en dos y entonces cambian de columna de manera simétrica, y cuando quieres darte cuenta se han convertido en dieciséis. En eso entran los sietes en el lugar que ellos han dejado libre y susurran la melodía del mismo orden. Quiero pensar que no son más que estúpidas coincidencias, pero ¿no te recuerda a ti también el Timur Yildmmoglu, que vive en una casa cuyo teléfono es el 140 22 40, a la batalla de Ankara en 1402 y al bárbaro Timur, que después de su victoria se llevó su concubina a su harén a la esposa de Bayaceto el Rayo? ¡Toda nuestra Historia, todo Estambul, hormiguea en la guía! No puedo pasar las páginas con la esperanza de ver más ejemplos y así nunca llego a ti. No obstante, soy consciente de que sólo tú puedes detener la mayor de las conspiraciones. ¡Tú eres el único que puede detener este golpe militar, Celâl Bey, porque tú eres quien ha tendido el arco que ha disparado esta flecha!
– ¿Por qué?
– Cuando en nuestra última conversación te comenté que creen en el Mahdi y que lo esperan, no te lo decía por hablar. Son un puñado de militares, pero han leído ciertos artículos tuyos de hace años. Y los leyeron creyéndoselos, como me ocurrió a mí. ¡Recuerda ciertos artículos que escribiste en los primeros meses de 1961, vuelve a mirar la carta que escribiste al «Gran Inquisidor», la parte final de aquel pretencioso artículo en el que describías la felicidad de la familia dibujada en los billetes de la Lotería Nacional (la madre haciendo punto, el padre leyendo el periódico -quizá incluso tu columna-, el hijo estudiando en el suelo, el gato y la abuela dormitando junto a la estufa. Si todo el mundo es tan feliz, si todas las familias se parecen a la mía, ¿por qué se venden tantos billetes de lotería?) y en el que contabas por qué no creías en esa felicidad! ¿Por qué te burlabas tanto por entonces de las películas de producción nacional? Mientras tanta gente veía con mayor o menor gusto aquellas películas que expresaban «nuestros sentimientos», ¿por qué tú sólo veías en ellas la distribución del decorado, los frascos de colonia sobre las cómodas a la cabecera de las camas, las fotografías alineadas sobre pianos jamás tocados cubiertos de telarañas, las postales en los marcos de los espejos y los perros de cerámica que dormían sobre la radio familiar?
– No lo sé.
– ¡Ah, sí lo sabes! Para mostrarlo como indicios de nuestra degeneración y nuestra miseria. Hablaste de los pobres objetos que se tiran a los patios, de las familias cuyos miembros viven todos juntos en distintos pisos del mismo edificio, de los primos de dichas familias que, como viven tan próximas, se casan entre ellos, de fundas que cubren los sillones para que no se desgaste la tapicería; mostraste todo eso como símbolos de un desplome inevitable, indicios lastimosos de la vulgaridad en la que estamos sumergidos. Pero luego, en tus artículos supuestamente históricos, conseguías que sintiéramos que la salvación es siempre posible; incluso en el peor momento, podía aparecer alguien que nos sacara de nuestra miseria. Sería el regreso de un salvador que había vivido tiempo atrás, quizá cientos de años antes, y ese hombre resucitaría siendo otro, ¡esta vez vendría a Estambul cinco siglos después siendo Mevlâna Celâlettin o el jeque Galip o un columnista! Mientras tú hablabas de todo eso, mientras hablabas de la tristeza de las mujeres que esperan que llegue el agua junto a las fuentes de los barrios periféricos o de los angustiosos gritos de amor grabados en la madera de los respaldos de los asientos de los tranvías antiguos, había unos oficiales jóvenes que creían en lo que escribías. Pensaban que el retorno de aquel Mahdi en el que creían acabaría con toda esa tristeza y esa miseria y que en un instante lo pondría todo en orden. ¡Hiciste que lo creyeran! ¡Los conocías! ¡Escribías para ellos!