El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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Tres meses después de la marcha de Michkin, los Ivolguin supieron que Kolia había contraído amistad con las Epanchinas y que era muy bien recibido por las jóvenes. Varia lo averiguó sin tardanza, pese a que Kolia no le pidió que le presentase, sino que se presentó solo. Poco a poco, las Epanchinas le cobraron afecto. La generala empezó acogiéndole con frialdad, mas en breve rectificó, en vista de que el muchacho era «franco y nada adulador». No podía existir quien mereciese tales calificativos con más justicia que Kolia. Había sabido colocarse ante sus nuevas amigas en un pie de igualdad e independencia absolutas. Si bien a veces leía el periódico o algún libro a la generala, era sólo porque le complacía saberse útil. Una o dos veces, no obstante, disputó seriamente con Lisaveta Prokofievna a propósito de la cuestión feminista, y le dijo que era una mujer despótica y que no volvería a poner los pies en su casa. Pero, por inverosímil que pareciera, a los dos días de la riña la generala le envió un sirviente con recado de que volviese a verla. Kolia no quiso acreditar testarudez y se presentó a Lisaveta Prokofievna inmediatamente.
La única de las muchachas cuya simpatía no había sabido captarse Kolia era Aglaya, quien trataba siempre al mozo con altivez. Y, sin embargo, Kolia estaba destinado a dar una gran sorpresa a Aglaya.
Un día, el muchacho, aprovechando un momento en que se hallaba con ella, le tendió una carta, limitándose a decir que tenía orden de entregársela en propia mano. Aglaya miró con ceño al «presuntuoso mozalbete», pero éste se retiró en seguida. Ella, abriendo el mensaje, leyó:
« Una vez me honró usted con su confianza. Acaso me haya olvidado ahora del todo. ¿Por qué le escribo? No lo sé; pero siento el deseo de recordar mi existencia a usted, precisamente a usted. Muchas veces he pensado en ustedes tres, pero de las tres sólo la veía a usted, a usted sola. Me es usted necesaria, muy necesaria. Por mi parte nada tengo que escribirle, que contarle... Además, tampoco me lo propongo. Sólo deseo saber si vive feliz. ¿Es usted feliz? Esto es todo lo que quería decirle su hermano,
L. Michkin.»
Tras leer aquella breve y casi incoherente carta, Aglaya se puso encarnada y tornóse pensativa. Nos sería difícil conocer el motivo de sus meditaciones. Desde luego se dirigió con toda claridad la siguiente pregunta: «¿Debo enseñar esta carta a alguien?» Se sentía como avergonzada. Al fin, con sonrisa extraña y burlona, arrojó la carta a un cajón de su mesa. Pero al día siguiente la sacó de allí a fin de depositarla entre las hojas de un voluminoso libro, como tenía costumbre de hacer con los papeles que deseaba tener a mano. El libro resultó ser «Don Quijote de la Mancha». Por alguna ignorada razón, Aglaya, viéndolo, rompió a reír. No nos consta si enseñó o no la misiva a alguna de sus hermanas.
Tras una segunda lectura del mensaje, su mente se formuló una nueva pregunta: ¿Era posible que el príncipe eligiera a aquel mozalbete presuntuoso y fanfarrón como confidente suyo? ¿Acaso no tenía Michkin otra persona con quien comunicarse? Sin abandonar por ello su aire despectivo, Aglaya interrogó a Kolia sobre el particular. El muchacho, aunque siempre tan susceptible, no paró atención por aquella vez en el desdén de Aglaya y declaró, en términos concisos y rotundos, que al marchar el príncipe él le había dado su dirección y ofrecídole sus servicios, pero que la presente era la primera comisión que el príncipe le encargaba, sin que hubiese recibido antes carta alguna de él.
Para probarlo, exhibió a la joven una nota que Michkin le había enviado. Aglaya no vaciló en leerla. La misiva del príncipe decía:
« Querido Kolia:
Tenga la bondad de entregar la nota adjunta. Espero que se encuentre usted bien.
Su affmo,
L. Michkin.»
—Es ridículo confiar así en un chiquillo —comentó Aglaya.
Y, tras esta observación injuriosa, se retiró.
A Kolia le afligió mucho semejante desprecio. Precisamente había pedido a Gania que le prestase una bufanda nueva, de color verde, sólo para aquella ocasión. Se sintió, pues, herido en el alma.
II
Principiaba junio y, desde hacía una semana, el tiempo se mantenía excepcionalmente agradable, tratándose de San Petersburgo. Los Epanchin poseían una lujosa residencia veraniega en Pavlovsk, y Lisaveta Prokofievna sintió el deseo de instalarse en ella con su familia. Dos días después se trasladaron al campo.
Uno o dos días antes de la marcha de las Epanchinas, el príncipe León Nicolaievich Michkin llegó de Moscú en el tren de la mañana. Nadie fue a esperarle a la estación, y, sin embargo, al apearse distinguió de pronto entre la multitud dos ojos ardientes cuya mirada ofrecía una expresión extraña. Quiso buscar el rostro a que pertenecían aquellos dos ojos, pero no lo consiguió. La visión, aunque fugaz, dejóle una impresión desagradable. Además, el príncipe estaba ya por su parte triste y preocupado.
Su cochero le condujo a un hotel no lejano de la Litinaya. Aquel hospedaje distaba mucho de ser bueno. Las dos habitaciones que Michkin tomó en él eran oscuras y se hallaban mal amuebladas. Lavóse, se cambió de ropa, y, sin pedir cosa alguna, salió apresuradamente, como si temiera no encontrar en casa a alguien a quien fuese a buscar.
Si alguno de los que le habían conocido cuando llegó a San Petersburgo seis meses antes le vieran ahora, hallarían en su exterior un considerable cambio, y un cambio favorable. Sin embargo, acaso aquello hubiese sido una impresión errónea. Era únicamente la ropa del príncipe la que se había transformado en absoluto. Ahora le vestía un buen sastre de Moscú; pero, pese a ello, el atavío de Michkin distaba de ser una elegancia magnífica. Aunque su atuendo fuese muy a la moda (como siempre son los trajes cortados por sastres escrupulosos pero no geniales), notábase en el príncipe un descuido de indumentaria que no hubiese dejado de procurar motivos de risa a quien tuviera gana de reír. En general la gente suele estar dispuesta a la hilaridad por poca cosa.
Michkin tomó un coche de alquiler y se hizo llevar a Peski. Encontró sin dificultad en una de las calles de aquel lugar la casita de madera que buscaba. Con gran sorpresa suya, la casa resultó ser muy linda, limpia y agradable. Tenía ante la fachada un jardincillo lleno de flores. Las ventanas que daban a la calle, abiertas en aquel momento, permitían oír un torrente de palabras animadas, casi enfáticas, como de alguien que pronunciase un discurso o leyera en alta voz, siendo interrumpido de vez en cuando por una explosión de sonoras risas. El príncipe entró en el jardín y subió los peldaños de la puerta. Una cocinera con los brazos arremangados le abrió. El visitante preguntó por el señor Lebediev.
—Allí está —dijo la mujer, señalando con el dedo el «salón»