El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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A las primeras palabras, Nastasia Filipovna le atajó:
—¡No se me había ocurrido, eso, general! Había contado con usted y... Mas si ello le disgusta, no insisto en retenerle, por mucho que hubiera querido, en un momento como éste sobre todo, verle cerca de mí. En cualquier caso, le agradezco de verdad su visita y su bondadosa atención; pero si tiene usted miedo...
—Permítame, Nastasia Filipovna —interrumpió Epanchin, en un arranque caballeresco—, ¿a quién dice cosa semejante? Sólo por mi devoción a usted, me quedaré a su lado y, si hay algún peligro... Además, confieso que mi curiosidad está muy excitada. Sólo temo que esa gente ensucie sus alfombras o rompa cualquier objeto... En mi opinión no debería usted recibirlos, Nastasia Filipovna.
—Rogochin en persona —anunció Ferdychenko.
—¿Qué le parece, Atanasio Ivanovich? —preguntó el general a Totzky en voz baja—. ¿No cree que se ha vuelto loca? Quiero decir en el sentido literal de la palabra, en el sentido médico, ¿comprende?
—Siempre le he dicho que tenía cierta predisposición a ello —cuchicheó Totzky.
—Además, está febril y...
Rogochin iba acompañado casi por los mismos secuaces que cuando hizo su visita a Gania. No obstante, se había agregado dos nuevos reclutas: uno, un viejo desacreditado, antiguo editor de un periódico libelístico y de mala fama. Se atribuía a este hombre la anécdota de haber empeñado en cierta ocasión su dentadura postiza para poder embriagarse. El otro era un subteniente retirado, rival del señor de los puños sólidos, y absolutamente desconocido a la partida de Rogochin, que se lo había incorporado en la acera soleada de la Perspectiva Nevsky, donde solía dirigirse a los transeúntes para solicitarles, con frases a lo Marlinsky, ayudas pecuniarias, añadiendo ladino, que cuando a él, en sus tiempos, le hacían demandas semejantes siempre daba quince rublos cada vez.
Desde el principio, los dos competidores, el forzudo y el subteniente, habían sentido antipatía y hostilidad uno hacia otro. El primero consideraba afrentoso que se juzgase preciso añadir un matón más a la banda. Taciturno por naturaleza, se limitaba a emitir de cuando en cuando sordos gruñidos de oso y a mirar de arriba abajo, con supremo desdén, al pedigüeño siempre que éste, que alardeaba de hombre de mundo y fino diplomático, trataba de congraciarse con el forzudo. A primera vista el subteniente producía la impresión de ser uno de aquellos hombres que suplen la falta de fuerza con su destreza y pericia. Era, desde luego, menos corpulento que el señor forzudo. Varias veces, y sin entrar en franca disputa, hizo delicadas alusiones a la eficacia del boxeo inglés, mostrándose de este modo un paladín convencido de la cultura occidental. El señor forzudo sonrió y bufó, sin dignarse conceder a su adversario una refutación en regla, y ciñéndose a mostrarle a ratos, como por casualidad, un argumento característicamente ruso: un puño enorme, nervudo, cubierto de vello rojizo. Era evidente para todos que si aquel argumento, tan típicamente nacional, se abatía sobre un objeto cualquiera había de dejarlo reducido a gelatina.
Gracias a los esfuerzos de Rogochin, que venía pensando desde por la mañana en la visita a Nastasia Filipovna, ninguno de los de la banda estaba completamente beodo. Él mismo se hallaba ahora casi sereno; pero bajo el influjo de las sensaciones que atravesara en aquel caótico día se sentía fuera de sí en absoluto. Sólo una idea subsistía en su mente, la idea por cuya realización había trabajado con inmenso ahínco desde las cinco de la tarde hasta las once de la noche. Poco faltó para que hiciese perder la cabeza a Kinder y Biskup, dos judíos y prestamistas, que hubieron de andar de un lado a otro como poseídos, a fin de resolverle el problema. Al cabo lograron aprontarle los cien mil rublos sobre los que Nastasia Filipovna se permitiera una burlona insinuación aquella mañana. Pero a un interés tan fabuloso que el mismo Biskup no osó hablar de él a Kinder sino en voz baja.
Como antes, Rogochin iba a la cabeza, seguido de sus acólitos, todos muy persuadidos de su importancia, pero algo inquietos a la par. La persona que les inspiraba, sabe Dios por qué, más miedo, era Nastasia Filipovna. Algunos de ellos temían incluso que se les arrojase por las escaleras. Entre estos cobardes figuraba el elegante y fascinador Zaliochev. Pero otros, y en especial el señor forzudo, sentían en el fondo un profundo desprecio, casi rencoroso, por Nastasia Filipovna y se encaminaban a su casa como al asalto de una posición enemiga. Con todo, el lujo de las dos primeras habitaciones les inspiró un respeto involuntario y casi temeroso. Había allí infinitas cosas nuevas para ellos: muebles raros, cuadros, una estatua de Venus... Aquel instintivo respeto se unía a una curiosidad insolente, y fue así, en medio de estos complejos sentimientos, como penetraron en el salón en pos de Rogochin. Pero cuando el señor forzudo, su rival el subteniente y algunos más vieron entre los invitados al general Epanchin sentado junto a Nastasia Filipovna, quedaron tan decaídos, que iniciaron un verdadero repliegue hasta la antesala. Sólo unos cuantos mantuvieron su valor. Entre ellos figuraba el intrépido Lebediev, que avanzaba casi al lado de Rogochin, muy poseído de la importancia propia de un hombre con un capital de un millón cuatrocientos mil rublos en buen dinero constante y sonante, y que en el momento presente llevaba en el bolsillo cien mil. Conviene advertir, por otra parte, que todos, incluso el sabio Lebediev, tenían una idea bastante vaga de los límites de su poderío y no sabían a punto fijo si todo les estaba permitido o no. En ocasiones, Lebediev se hubiera pronunciado por la afirmativa con la mayor energía, pero en otras no lograba prescindir de acordarse de ciertos artículos del Código, no del todo tranquilizadores en aquella sazón.
La impresión que produjo Nastasia Filipovna sobre Rogochin fue muy distinta a la que causó en los compañeros del joven. Apenas se apartó la cortina que cubría la puerta y Parfen Semenovich pudo ver a su ídolo, todo lo que rodeaba a Nastasia Filipovna se desvaneció a sus ojos, como por la mañana, y aún más en absoluto que entonces. Palideció y se detuvo un instante; era notorio que el corazón le latía con violencia. Tímidamente, con desesperación, miró, a Nastasia Filipovna. Y de pronto, como si le abandonasen sus sentidos, adelantó hacia la mesa con paso casi vacilante. Por el camino tropezó en la silla de Ptitzin y puso sus botas, sucias y enfangadas, sobre los magníficos encajes del brillante vestido azul de la bella alemana. No se excusó, porque no había reparado en una cosa ni en otra. Al llegar a la mesa depositó encima un objeto que tenía entre las manos mientras atravesaba el salón, y que consistía en un paquete de unos catorce centímetros de alto y como diecinueve de largo, cuidadosamente envuelto en un número de la «Gaceta de la Bolsa» y atado mediante un cordón de los que se emplean para empaquetar el azúcar. Rogochin dejó caer los brazos y aguardó, silencioso, su sentencia. Vestía exactamente el mismo traje de por la mañana, pero lucía al cuello una bufanda nueva, de seda roja y verde, adornada con un alfiler en el que esplendía un grueso diamante figurando un escarabajo. Su áspera mano derecha ostentaba un macizo anillo, también de diamantes.
Lebediev se detuvo a tres pasos de la mesa. Katia y Pacha, las dos doncellas, miraban, con inquietud y alarma, por entre las cortinas.