El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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Nastasia Filipovna contempló a Rogochin con curiosidad.
—¿Qué es esto? —preguntó señalando el paquete.
—Los cien mil rublos —contestó él, casi en un cuchicheo.
—¡Ha cumplido su palabra! ¡Qué hombre! Siéntese en esta silla, se lo ruego. Ya hablaremos después. ¿Quiénes son ésos? ¿Sus compañeros de antes? Que entren, que se sienten. Pueden acomodarse en ese diván. Y en este otro. Y ahí tienen dos sillones. ¿Por qué no quieren? ¿Qué les pasa?
Varios de ellos, totalmente confundidos, se habían batido en definitiva retirada y esperaban en la pieza contigua. Los que había en el salón se sentaron al invitarles Nastasia Filipovna, pero lejos de la mesa y casi todos en los rincones. Algunos persistían en disimular su presencia; otros, en cambio, recobraron su aplomo con extraordinaria rapidez. Rogochin ocupó la silla que se le indicara, pero al cabo de un momento se levantó y ya no tornó a sentarse. Gradualmente iba reparando en los presentes. Viendo a Gania sonrió con malignidad y murmuró para sí; «¡Hola!» El general y Totzky no le causaron impresión: casi no se fijó en ellos. Pero al descubrir al príncipe al lado de Nastasia Filipovna, la sorpresa le hizo, a pesar suyo, fijar los ojos en Michkin durante algunos instantes, como si no se explicara aquel nuevo encuentro. Había momentos en que se sentía víctima de un verdadero delirio. Además de las fuertes impresiones del día, había pasado en el tren la noche anterior y llevaba cerca de cuarenta y ocho horas sin dormir.
—En este sucio papel, señores —dijo Nastasia Filipovna, dirigiéndose a sus invitados, con aspecto impaciente y febril—, hay cien mil rublos. Rogochin, antes, me aseguró a gritos, como un loco, que me traería esta noche cien mil rublos y yo le esperaba. Conste que me ha regateado como una mercancía: primero ofreció dieciocho mil rublos, luego cuarenta mil y al fin llegó hasta cien mil, que son éstos. En todo caso, ha cumplido su palabra. ¡Y qué pálido está! El incidente sucedió esta mañana en casa de Gania. Yo había ido a visitar a su madre y al resto de mi futura familia y la hermana de Gania dijo en mi cara: «¿Es posible que no haya quien arroje de aquí a esta desvergonzada?» Y luego abofeteó el rostro de su hermano. ¡Es una muchacha de carácter!
—¡Nastasia Filipovna! —dijo el general en tono de reproche, comenzando a comprender, poco más o menos, la situación.
—¿Qué, general? Que esto es incorrecto, ¿no? Lo sé. ¡Pero ya he dejado de andar con cumplidos! He pasado cinco años desempeñando el papel de mujer virtuosa desde mi palco del Teatro Francés, he rechazado a todos los que solicitaban mis favores, me he mostrado como una ingenua inocente... ¡Ya estoy harta! He aquí que después de cinco años de ser virtuosa viene un hombre a poner, en presencia de ustedes, cien mil rublos para mí sobre la mesa. ¡Y sin duda me espera su coche en la calle! ¡Me ha valorado en cien mil rublos! Ya veo, Gania, que te has ofendido conmigo. Pero, ¿es posible que hubieras soñado en hacerme entrar en tu familia? ¡A mí, la amante de Rogochin! ¿No oíste lo que decía el príncipe hace poco?
—Yo no he dicho que fuese usted la amante de Rogochin —repuso Michkin con voz temblorosa.
Daría Alexievna no pudo contenerse.
—Basta ya, Nastasia Filipovna; basta ya, querida —exclamó—. Puesto que estás harta de estos hombres, mándalos a paseo. Además, ¿es posible que consientas en acceder a las pretensiones de mi sujeto así por cien mil rublos? Cien mil rublos, verdaderamente, merecen consideración. Pero puedes tomar su dinero y ponerle a él en la puerta. Con esta gente hay que portarse así. ¡Como estuviese yo en tu lugar les daría una buena lección!
Daría Alexievna se sentía realmente disgustada. Era una mujer de buen carácter y muy impresionable. Nastasia Filipovna sonrió y dijo:
—Vamos, Daría Alexievna, no te excites. En lo que he hablado no había indignación por mi parte. ¿Acaso he hecho algún reproche? Es que, en realidad, no sé cómo se me ha ocurrido la tonta idea de querer entrar en una familia honrada. He visto a la madre de Gania, la he besado la mano... Y si primero me mostré insolente en tu casa, Gania, lo hice adrede, porque quería ver por última vez a lo que eras capaz de llegar. Y te aseguro que me has sorprendido. Esperaba mucho de ti, mas no tanto. ¡Pensar que consentías en casarte conmigo sabiendo que la víspera, como quien dice, de tu matrimonio, el general me ofrecía unas perlas de tal valor y que yo las había aceptado! Y luego lo de Rogochin. En tu propia casa, delante de tu madre y de tu hermana, ha regateado el valor que me atribuye, y aun así tú has venido luego a pedir mi mano... ¡Paco ha faltado para que incluso trajeses a tu hermana contigo! ¿Es posible que tenga razón Rogochin cuando dice que por tres rublos andarías a cuatro pies por el bulevar Vassilievsky?
—Sí, andaría a cuatro pies —afirmó Rogochin en voz baja con acento de profunda convicción.
—Aun podría pasar todo eso si estuvieras muriéndote de hambre, pero creo que ganas un buen sueldo. Y, no contento con querer introducir en tu casa a una mujer sin honra, estás resuelto a casarte con una mujer a quien detestas. Porque sé que me detestas... Creo que un hombre así sería capaz de asesinar por dinero. Hoy día la sed de ganancias produce en todos los hombres una verdadera fiebre. ¡Están como locos! Hasta los niños se vuelven usureros. Hace poco he leído que un individuo envolvió en un lienzo de seda su navaja de afeitar, se acercó a un amigo suyo por la espalda y suavemente le degolló como a una oveja. Eres un hombre sin honor, Gania. Yo soy una mujer sin honra, pero tú eres peor aún. Y no digo nada ya del personaje de los ramilletes...
—¡Es posible que hable usted así, Nastasia Filipovna! —exclamó el general, sinceramente desolado, golpeándose una mano contra la otra ¡Usted, tan delicada, tan fina en sus ideas! ¡Y ahora, qué lenguaje, qué palabras!
Nastasia Filipovna rompió en una carcajada.
—Estoy ebria, general, y bromeo. Hoy es mi cumpleaños, y también mi día triunfal, el día que esperaba hace tanto tiempo... Daría Alexievna, mira a ese señor de los ramilletes, a ese monsieur aux camélies. Ahí lo tienes, sentado y riéndose de nosotros...
—No me río, Nastasia Filipovna —contestó Totzky muy digno—. Me limito a escuchar con atención.
—¿Por qué he estado atormentándole durante estos cinco años, sin dejarle libre? ¿Acaso lo merecía? Él no es sino lo que debe ser y nada más. Incluso es capaz de suponer que soy yo quien me porto mal con él, porque me ha dado educación, me ha mantenido como a una condesa, ha gastado mucho dinero en mí, ha procurado hallarme un marido honorable en provincias, y al fin me ha encontrado aquí a este Gania. ¡Figúrate que hace cinco años que no tengo intimidad con Atanasio Ivanovich y, sin embargo, he continuado recibiendo su dinero, persuadida de que me asistía derecho a obrar así! ¡Sin duda había perdido la cabeza! Ahora me dices que tome los cien mil rublos de este otro hombre y le ponga a la puerta si me repugna ser amante suya. Sí: me repugna. Hace tiempo que hubiese podido casarme y no con Gania; pero ello me repugna también. ¿Por qué he pasado cinco años desempeñando ese papel de mujer leal? Pues créeme que ha sido porque hace cuatro años me pregunté si no debía casarme legalmente con mi Atanasio Ivanovich. No pensaba en tal cosa por venganza, sino porque se me ocurrían muchas ideas en aquella época. Y habría podido convencerle. Incluso él me hizo indicaciones en ese sentido. Sin duda no lo hacía con sinceridad, pero se mostraba tan apasionado, que le hubiese llevado al matrimonio, de proponérmelo. Luego, gracias a Dios, comprendí que él no merecía tanto rencor. Y entonces sentí tal repulsión por él, que incluso si se me hubiese ofrecido como esposo le habría rechazado. He vivido cinco años como una mujer irreprochable. Pero vale más que me lance al arroyo. Ese es el lugar que me corresponde. O aceptar a Rogochin, o ser lavandera desde mañana mismo. Porque no tengo sobre mí nada que me pertenezca, y al irme dejaré aquí hasta el último trapo. Y cuando ya no tenga nada, ¿quién me querrá? ¡Pregunta a Gania si consentirá entonces en casarse conmigo! Es posible que ni el propio Ferdychenko me quisiera...