El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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—¿Y si suspendiésemos esto aquí? —propuso Totzky.
—Me ha llegado el turno —dijo Ptitzin, con resolución—; pero me atengo a la libertad de abstenernos que se nos concede a todos y no contaré nada.
—¿No quiere?
—No puedo, Nastasia Filipovna. Además, un petit jeu de tal clase me parece totalmente inoportuno.
—Entonces creo que le toca a usted, general —dijo Nastasia Filipovna a Epanchin—. Si usted se niega también, todo quedará desorganizado, y yo lo sentiré, porque me proponía explicar, a modo de conclusión, un episodio de mi vida. Pero no quiero hablar sino después de usted y de Atanasio Ivanovich, para que me animen —concluyó, sonriendo.
—Puesto que hace usted esa promesa —dijo el general con calor, me siento dispuesto a relatar toda mi vida. Confieso, además, que, en espera de mi turno, ya había preparado una anécdota...
Ferdychenko sonrió con malignidad.
—Y basta mirar a Vuestra Excelencia para advertir el vivo placer literario con que ha elaborado su episodio —comentó, el bufón, aunque no había recuperado todavía la plenitud de su aplomo.
Nastasia Filipovna lanzó una ojeada al general y sonrió. Pero cada vez se notaban en ella más depresión e irritabilidad. Desde que la joven prometiera relatar un episodio de su vida, Atanasio Ivanovich sentíase presa de viva inquietud.
—En el curso de mi existencia, señores —principió el general—, he cometido, como todo el mundo, bastantes malas acciones. Pero, aunque parezca curioso, la breve anécdota que voy a referir es la que yo considero más villana de todas. Han pasado treinta años desde entonces y aún, al recordarla, siento cierta tortura moral. Les advierto que es una aventura muy necia. En aquella época yo acababa de ser nombrado alférez. Y ya se sabe lo que es un alférez: un joven con la sangre caliente y la bolsa vacía. Tenía por asistente a un tal Nikifor, que me cuidaba con mucho celo. Él lavaba, cosía, barría, limpiaba, y hasta incluso echaba la uña a cuanto encontraba a mano y podía sernos de utilidad doméstica. Tratábase de un hombre muy fiel y honrado. Yo era rígido, pero justo. Hubimos de pasar algún tiempo de guarnición en cierta poblacioncita. Me alojaron en los arrabales, en casa de la viuda de un subteniente. Aquella mujer contaba ochenta años o poco menos. Habitaba una antigua y ruinosa casita de madera, y tal era su pobreza que ni siquiera tenía criada. Antaño su familia había sido numerosa, pero a la sazón algunos de sus deudos habían muerto, y los demás estaban lejos o la habían olvidado. Su marido había fallecido hacía más de medio siglo. Algunos años antes la viuda vivía con una sobrina, jorobada y maligna como una bruja, según contaban, al punto de que una vez mordió a su tía en un dedo. Pero la sobrina ya no existía desde tres años antes y la anciana moraba sola. Yo me aburría en su casa lo indecible, porque la buena mujer era tan necia que no podía sacarse de ella la menor distracción. En una ocasión me robó un gallo y disputamos muy vivamente con tal motivo. Aún hoy el asunto no está aclarado, pero es indudable que sólo ella me pudo robar el ave. Como consecuencia de la disputa, solicité que me trasladaran de alojamiento. Fui instalado en el otro extremo de la población, en casa de un mercader, padre de numerosa familia y con una barba muy larga. ¡Aún me parece verle! Nikifor y yo nos fuimos a aquella casa con viva alegría. Mi despedida de la vieja no fue muy amistosa. Tres días después, volviendo yo de la instrucción, Nikifor me recriminó: «Vuestra Nobleza ha hecho mal en dejar nuestra sopera a aquella mujer vieja, porque ahora no tenemos dónde servir la sopa.» Yo, naturalmente, no le comprendí. «¿Cómo que nuestra sopera ha quedado en casa de la vieja?», pregunté. Entonces el asombrado fue mi asistente. «Cuando nos fuimos, declaró, la mujer se negó a darnos la sopera diciendo que Vuestra Nobleza se la había roto.» Semejante bajeza me puso furioso, mi sangre de alférez hirvió de cólera y en un salto llegué a casa de la anciana. Y llegué, puedo decirlo, fuera de mí. Miré y la vi sentada en un rincón del pasillo, con la mejilla apoyada en la mano, como si se hubiese retirado allí para librarse del sol. En seguida la interpelé con los términos más violentos (ya pueden figurarse cuáles), al típico estilo ruso. Pero he aquí que, observándola, noté en su aspecto no sé qué de extraño. Sus ojos, muy abiertos, estaban fijos en mí, no respondía una palabra y su cuerpo parecía bambolearse. Al fin se calmó mi ira, examiné a la vieja, la interrogué y tampoco pude sacarle ni una palabra. Yo no sabía qué pensar. Zumbaban las moscas, se ponía el sol, el silencio reinaba en la casa. Me fui, muy turbado. Pero no volví a mi alojamiento en seguida, porque me había llamado el comandante. Después de pasar a verle fui a dar un vistazo a la compañía. En resumen, era tarde ya cuando volví a casa. Las primeras palabras de Nikifor fueron éstas: «¿Sabe Vuestra Nobleza que la vieja de la sopera ha muerto?» «¿Cuándo?» «Hoy mismo, hace hora y media.» ¡De modo que mientras yo la estaba injuriando ella había entregado el alma a Dios! Les aseguro que tal coincidencia me afectó de un modo que me hizo perder el dominio de mí mismo. Pensé mucho en la difunta y soñé con ella por la noche. No es que yo tuviese prejuicios, pero... Por la mañana asistí a su entierro. Yo me decía: Esta mujer, este ser humano, ha vivido muchos años, ha tenido esposo, hijos, parientes. Todos se agitaban en torno suyo, vivía como rodeada de sonrisas, y he aquí que de pronto todo desaparece y ella queda sola como... como una mosca en invierno y con la carga de la edad encima. Finalmente Dios la llama a su seno, y en el momento en que el Sol se pone, en una dulce tarde de verano, la anciana llega también al ocaso de su existencia... lo que, sin duda, puede motivar ciertas reflexiones... Mas he aquí que en ese instante, en vez de lágrimas que la acompañen en su último viaje, no tiene sino los insultos de un joven alférez que, agitando mucho los brazos, le dirige todas las injurias del vocabulario ruso... a causa de una sopera... Indudablemente no obré bien. Ahora, examinando mi acción con más frialdad, sigo deplorando la suerte de la pobre mujer, y de un modo que me sorprende a mí mismo, porque, después de todo, ¿qué culpa tenía yo de que se le ocurriese morir en aquel preciso instante? Sea como fuere, sólo he podido calmar mis remordimientos sufragando en un hospital los gastos de dos lechos, a fin de asegurar a otras tantas ancianas el descanso y el bienestar en los últimos días de su existencia terrena. Esta fundación perdura desde hace quince años, y me propongo convertirla en perpetua, para lo cual ya he adoptado las oportunas disposiciones testamentarias. Esto es todo. Repito que puedo haber cometido muchas faltas, pero, en conciencia, yo tengo esta acción por la más vil de mi vida.
—Lejos de ser la más vil de su vida, Excelencia, la acción que nos ha contado usted es de las que más le honran. Se ha burlado usted de Ferdychenko —comentó éste.
—¡Es lástima, general, que yo no creyese hasta ahora que tenía usted tan buen corazón! —dijo, con negligencia, Nastasia Filipovna.
—¿Lástima? ¿Por qué? —preguntó el general amablemente.
Y, verdaderamente contento de sí mismo, vació, su vaso de champaña.
Llegaba ahora la vez de Totzky, quien había preparado también un relato. Todos esperaban que no se excusase, como Ivan Petrovich Ptitzin, y, por ciertas razones, se esperaba su narración con curiosidad, mientras todos miraban con interés a Nastasia Filipovna. Atanasio Ivanovich empezó, con voz compuesta y tranquila, a narrar una de sus deliciosas anécdotas. Era Totzky, digámoslo de paso, un hombre de buen aspecto, corpulento, grueso, con los dientes postizos, las mejillas encarnadas y algo colgantes, y el cráneo en parte calvo y en parte cubierto de canas. Vestía elegantemente, pero sin extravagancia, y se distinguía sobre todo por la inmaculada limpieza de su ropa blanca. Sus manos, cuidadas y llenas, atraían la atención. Una sortija incrustada de diamantes adornaba el índice de su mano derecha. Mientras él habló, la dueña de la casa tuvo los ojos fijos sin cesar en el encaje que guarnecía la manga de su vestido, sin alzar una sola vez la mirada hacia el narrador.