Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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Al pasar junto a una tienda del tercer batallón, oí la sonora voz de Guskov, que hablaba alegre y animado. Le contestaban unas voces jóvenes, también alegres, que no era de soldados. Debía de ser la tienda de los junkers o de los sargentos. Me detuve.
—Hace mucho que lo conozco –decía Guskov—. Cuando yo residía en San Petersburgo, me visitaba a menudo y también yo a él. Pertenecía a la alta sociedad.
—¿A quién te refieres? –preguntó una voz de borracho.
—Al príncipe –contestó Guskov—. Somos parientes y, sobre todo, antiguos amigos. Ya saben ustedes, señores, que conviene mucho tener un amigo así. Es muy rico. Para él no supone nada cien rublos de plata. Acabo de pedirle una pequeña cantidad hasta que mi hermana me mande dinero.
—¡Anda, dile que vaya!
—Ahora mismo. Savelich, amigo –dijo Guskov, acercándose a la puerta de la tienda— coge estos diez rublos y ve a la cantidad a traer dos botellas de vino. ¿Qué más quieren, señores?
Pidan ustedes.
Tambaleándose, descubierto y con los cabellos revueltos, Guskov salió de la tienda.
Abriendo la pelliza y metiendo las manos en los bolsillos de sus pantalones grises, se detuvo en la puerta. Aunque él estaba bañado por la luz y yo en la oscuridad, temí que me viera y, procurando no hacer ruido, proseguí mi camino.
—¿Quién vive? –gritó Guskov con voz de borracho; por lo visto, el frío lo había despejado algo—. ¿Quién diablos anda ahí con un caballo?
No contesté y salí al camino en silencio.
15 de noviembre de 1856.
Lucerna
(DEL «DIARIO» DEL PRÍNCIPE NEJLIUDOV)
Anoche llegué a Lucerna y me hospedé en el Schweizerhof, el mejor hotel de aquí.
«Lucerna es una antigua ciudad cantonal, situada a orillas del lago de los Cuatro Cantones –dice Murria—. Es una de las poblaciones más románticas de Suiza; la cruzan tres grandes carreteras y tan sólo a la distancia de una hora de vapor se encuentra el monte Righi, desde el cual se contempla uno de los panoramas más bellos del mundo.»
Esto puede ser o no cierto; pero el caso es que las demás guías dicen lo mismo; y por eso hay en Lucerna infinidad de turistas de todas las nacionalidades y, especialmente, ingleses.
El hermoso edificio, de cinco pisos, del hotel Schweizerhof ha sido construido hace poco en la misma orilla del lago, en el lugar en que había antiguamente un sinuoso puente de madera, cubierto con capillas a ambos extremos e imágenes en los cabríos. Ahora, gracias a la gran afluencia de ingleses, a sus necesidades, a sus gustos y a su dinero, han derriba el antiguo puente, construyendo en su lugar un muelle de piedra, derecho como una estaca, y casas de cinco pisos rectas y cuadrangulares. Delante de cada casa se han plantado dos hileras de tilos con sus rodrigones; y entre éstas se han colocado, según costumbre, algunos bancos verdes.
Es la rambla por la que pasean damas y caballeros ingleses; las primeras, con sombrero de paja suiza, los segundos, con trajes cómodos y prácticos, satisfechos de su obra. Tal ves estos muelles, estas casas, estos tilos y estos ingleses estén muy bien en algún lugar, pero no aquí, en medio de esta extraña naturaleza, tan majestuosa, armoniosa y suave.
Cuando subí a mi habitación y abrí la ventana, quedé deslumbrado por la belleza del lago, de las montañas y del cielo. Me invadió una inquietud interna y la necesidad de expresar de alguna manera el sentimiento que invadía mi alma. En aquel momento, sentí deseos de estrechar a alguien en mis brazos, de hacerle cosquillas, de pellizcarle, en una palabra; de hacer algo extraordinario.
Eran las siete de la tarde. Durante todo el día había estado lloviendo; pero en aquel momento empezaba a clarear. Desde la ventana el lago, azul como un mar de azufre inflamado, cruzado en todas direcciones por barcas que semejaban unos puntitos y cuyas estelas se perdían de vista, extendíase inmóvil, liso, convexo entre las exuberantes riberas verdes y, más adelante, se estrechaba, internándose entre dos enormes montes y se confundía con un cúmulo de valles, montañas, nubes y témpanos de hielos. En primer plano se divisaban las húmedas orillas, de un verde pálido. Con cañaverales, praderas, jardines y villas; más allá, cerros verdes y ruinas de castillos; en el fondo, las lejanas montañas blanco‑violáceas con sus fantásticas cumbres, cubiertas de nieve de un blanco deslumbrador y rocas peladas. Todo esto aparecía bañado por el aire diáfano y por los cálidos rayos del sol poniente que se filtraban a través de las nubes.
No se veía una línea íntegra, un color definido ni un momento igual a otro en el lago, en las montañas, ni en el cielo. Por doquier había movimiento, asimetría, formas fantásticas, infinitas combinaciones y gran diversidad de sombras y líneas; pero por doquiera, reinaban la paz, la armonía, la unidad y la belleza. Y ahí, en medio de esa belleza ilimitada, enigmática y libre, ante mi misma ventana, aparecían los tilos, absurdos y artificiales, con sus rodrigones, los bancos verdes y la blanca barandilla del muelle, obras humanas, pobres y triviales, que no armonizaban –como las lejanas villas y las ruinas— con la hermosura del paisaje, sino que lo turbaban groseramente. A pesar mío, mi vista tropezaba sin cesar con la horrible línea recta del muelle; quería aceptarla, aniquilarla, lo mismo que si se tratara de una mota negra en la nariz, junto a un ojos. Pero el muelle, con los ingleses que paseaban, seguía en el mismo sitio.
Traté de hallar un punto de mira desde donde no lo distinguiera. Aprendí a mirar así; y contemplé aquel paisaje hasta la hora de cenar, invadido por ese sentimiento incompleto, aunque no por eso menos dulce, que se experimenta, cuando uno está solo, al admirar la naturaleza.
A las siete y media me llamaron a cenar. En una gran sala del piso bajo, espléndidamente amueblada, había dos largas mesas con cubiertos para más de cien personas. Por espacio de unos tres minutos reinó el tranquilo movimiento de los huéspedes; rumor de faldas, pasos suaves y cambios de palabras, a media voz, con apuestos y corteses camareros. Todos los sitios fueron ocupados por pulquérrimos caballeros y damas que vestían elegantes y costosos trajes.
Como ocurre siempre en Suiza, la mayoría de los huéspedes era ingleses. Por eso, en aquella mesa común reinaba la austera reserva exigida por la etiqueta, que no se basa en el orgullo, sino en la falta de necesidad de comunicarse. Por doquier veíanse encajes y cuellecitos, de un blanco deslumbrador; blanquísimas dentaduras naturales o postizas; rostros y manos blancos como la nieve. Pero estos rostros, muchos de ellos hermosos, no expresan sino la conciencia del propio bienestar y una indiferencia absoluta por todo lo que los rodea, por todo lo que no tiene relación directa con sus personas; las blanquísimas manos, cubiertas de anillos, se mueven sólo para reglar los cuello, cortar la carne y escanciar vino en las copas;
pero esos movimiento no reflejaban ninguna emoción anímica. Los miembros de alguna familia cambian, de cuando en cuando, unas palabras a media voz, para comentar el sabor de tal o cual manjar, tal o cual vino, o bien la belleza del paisaje que se domina desde el monte Righi. Los viajeros solitarios de uno y otro sexo permanecen sentados en silencio, junto a otros, sin mirarse siquiera. Si dos de las cien personas presentes hablan entre sí es, desde luego, acerca del tiempo y del maravilloso monte Righi. Apenas se oye el roce de los cubiertos en los platos: los comensales se sirven poco de cada majar y comen guisantes y verduras; los camareros, influidos por el silencio general, preguntan en voz baja: “¿Qué clase de vino desean los señores?» Siempre que asisto a una comida de esta índole, me encuentro apesadumbrado, molesto y, hacia el final, me invade la tristeza. Es como si fuera culpable de algo y me hubieran castigado. Lo mismo que en mi infancia cuando, por una travesura cualquiera, me sentaban en una silla, diciéndome irónicamente: «Descansa, querido», y yo sentía correr mi sangre joven por las venas y oía los alegres gritos de mis hermanos desde la habitación contigua. Antes procuraba rebelarme contra la sensación de ahogo que me producían esas comidas; pero era en vano. Esos seres inexpresivos ejercen sobre mí una influencia invencible y me vuelvo igual que ellos. No deseo nada; no pienso, ni siquiera observo. Al principio, traté de entablar conversación con mis vecinos; pero las únicas respuestas que obtuve fueron unas frases que, sin duda, se repiten miles de veces en el mismo sitio y siempre con la misma expresión. Sin embargo, estas personas no son estúpidas ni insensibles; y lo más probable es que la mayoría de ellas tengan una vida interior como la mía y algunos más compleja e interesante. ¿Por qué se privan, entonces, del mayor placer de este mundo, el placer de disfrutar unos de otros?
