Narrativa Breve
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Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.
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En aquel momento, Turbin entró en la habitación del ulano.
—¿Qué hay, amigo? ¿Has perdido?
«Fingiré dormir. De otro modo, tendré que hablar con él, y la verdad es que tengo sueño», se dijo Ilin.
—Dime, amigo, ¿has perdido? –insistió el conde, acercándose y acariciando la cabeza del joven.
Pero éste no contestó. Entonces, Turbin lo zarandeó por un brazo.
—¡Pues sí, he perdido! ¿Y a ti qué te importa? –murmuró Ilin, al fin, con voz adormilada e indiferente, sin cambiar de postura.
—¿Todo?
—Sí. Lo he perdido todo. No tiene nada de particular. Eso no te incumbe.
—Escúchame, Ilin. Dime la verdad como a un compañero –instó el conde, que seguía acariciando la cabeza de su amigo. El vino lo había predispuesto a la ternura—. Te he tomado afecto. Dime la verdad. Si has perdido dinero del Tesoro, te ayudará. No vaya a ser que luego sea demasiado tarde… ¿Tenías dinero del Tesoro?
Ilin se levantó de un salto.
—Ya que me obligas a ello, te diré que me dejes en paz, porque… Te ruego que no te metas en lo que no te importa… La única solución que me queda es pegarme un tiro – exclamó con acento desesperado; y, cayendo de bruces, se deshizo en lágrimas, pese a que sólo un momento antes pensara tranquilamente en comprarse un caballo.
—¡Enteramente una damisela! ¿Quién no ha pasado por un trance así? Esto tiene remedio.
Espérame –dijo el conde, abandonando la estancia.
—¿La habitación del comerciante Lujnov? –preguntó a un camarero y entró en ella, a pesar de que su criado le advirtiera que el señor iba a acostarse.
Lujnov estaba en bata. Sentado junto a la mesa contaba un fajo de billetes ante una botella de vino del Rin, al que era muy aficionado. Se había permitido ese lujo gracias a que acababa de ganar en el juego. Miró a Turbin a través de sus lentes con expresión fría y severa, como si no lo reconociera.
—Me parece que no me reconoce usted –dijo éste, mientras se acercaba a la mesa con pasos resueltos.
—¿Qué desea? –preguntó Lujnov, reconociendo a Turbin.
—Quiero jugar una partidita con usted –replicó el conde, sentándose en el diván.
—¿Ahora?
—Sí.
—En otra ocasión, con mucho gusto; pero ahora estoy cansado. Me disponía a echar un sueñecito. ¿Quiere tomar una copa? Este vino es excelente.
—Lo que quiero es jugar.
—No tengo intención de jugar más por hoy. Tal vez encuentre a alguien que quiera jugar con usted; yo no estoy dispuesto. Le ruego que me perdone.
—Entonces, ¿no accede?
Con movimiento de hombros, Lujnov expresó que sentía no poder satisfacer el deseo del conde.
—¿No accede por nada del mundo?
Lujnov volvió a hacer el mismo gesto.
Reinó un silencio.
—¿Qué? ¿Se decide? –preguntó de nuevo el conde.
Reinó otro silencio. Lujnov echó una mirada por encima de sus lentes al rostro de Turbin, que empezaba a fruncir el ceño.
—¿Va a jugar? ¿Sí o no? –gritó éste, con voz sonora, al tiempo que daba un puñetazo tan fuerte en la mesa que cayó la botella, derramándose el vino—. ¡Ha hecho trampa! ¿Accede a jugar conmigo? Se lo pregunto por centésima vez.
—Le he dicho que no, conde. Es extraño su proceder. Además, es incorrecto ponerle a una persona el puñal en el pecho –arguyó Lujnov, sin levantar la vista.
A estas palabras siguió un breve silencio, durante el cual sintió un terrible golpe en la cabeza. Al desplomarse sobre el diván, se esforzó en coger el dinero de la mesa y empezó a gritar desaforadamente. Nadie hubiera podido esperar que fuese capaz de gritar así ese hombre sereno y grave. Turbin recogió el dinero que quedaba y, tras de empujar al criado que había acudido para auxiliar a su amo, abandonó la estancia con pasos rápidos.
—Si quiere una satisfacción, estoy dispuesto a dársela. Estaré en mi cuarto media hora – exclamó, volviendo a la puerta.
—¡Bandido! ¡Ladrón! –gritó una voz desde dentro—. ¡Mandaré que lo detengan!
Ilin no había creído en la promesas del conde. Siguió echado en el diván, ahogado por lágrimas de desesperación. Pese a los sentimientos, ideas y recuerdos que embargaban su alma y pese a la ternura y la compasión que le mostrara el conde, estaba consciente de la realidad. Ya no le quedaba esperanza alguna. Lo había perdido todo: el honor, el respeto de la sociedad y la ilusión por el amor y la amistad. El manantial de sus lágrimas empezaba a agotarse y se iba apoderando de él con mayor fuerza una sensación de tranquilidad. La idea del suicidio, que ya no despertaba en él horror ni repulsión, acudíale cada vez más a menudo.
En aquel momento, oyó los firmes pasos de Turbin. Su rostro conservaba aún huellas de ira y le temblaban ligeramente las manos; pero sus bondadosos ojos resplandecían de satisfacción y alegría.
—¡Toma! Los he recuperado jugando –exclamó, mientras echaba varios fajos de billetes en la mesa—. Cuéntalos, a ver si están todos. Ven a la sala; pero no tardes, porque me voy en seguida –añadió, como sin darse cuenta de la terrible agitación, causada por la alegría y el agradecimiento, que expresó el semblante del ulano.
Y abandonó la estancia, silbando la melodía de una canción gitana.
VIII
Sashka, que se había ceñido con su cinturón, anunció que los caballos estaban dispuestos.
Pero quería ir a toda costa a recoger la pelliza del conde, que había costado trescientos rublos, y devolver la pelliza azul, que no valía nada, al canalla que se había atrevido a cambiarla por la de su amo. Turbin dijo que no había necesidad de hacerlo y entró en su cuarto para cambiarse de ropa.
El oficial de caballería hipaba, sentado al lado de una gitana. El comisario de Policía había ordenado que sirvieran vodka y había invitado a los presentas a desayunar a su casa, prometiendo que su mujer en persona bailaría con las gitanas. El joven apuesto explicaba a Iliushka con toda seriedad que el piano es un instrumento que tiene alma y que, en cambio, en la guitarra no se «pueden dar los bemoles». El funcionario tomaba té en actitud tristona en un rincón de la estancia. A la luz del día parecía avergonzarse de su libertinaje. Los gitanos discutían en su lengua; algunos insistían en divertir a los señores, a lo que se oponía Stioshka, diciendo que el barorai (en lengua gitana, conde, príncipe o, con más exactitud, gran señor) estaba enfadado. Empezaba a extinguirse la última chispa de la orgía.
