El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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«Fue este caso particular narrado con tantos detalles lo que constituyó la causa determinante de mi decisión, a la que no me condujeron la lógica ni el razonamiento, sino un sentido de repulsión. No puedo seguir viviendo cuando la vida asume, para herirme, formas tan extrañas. Esa aparición me ha humillado... Y sólo cuando al declinar el día hube adoptado mi resolución final, me sentí mejor. Pero aquélla era sólo la primera fase; para que se produjese la segunda hube de ir a Pavlovsk. Antes he explicado eso suficientemente.»
VII
«Yo poseía una pistolita de bolsillo, que me procuré de niño, a esa edad absurda en que se deleita uno con historias de duelos y de salteadores y en que uno imagina que puede ser provocado a desafío y se siente dispuesto a afrontarlo con valentía. Examiné la pistola hace un mes, y vi que se hallaba en buen estado. La caja que la guarda contiene dos balas y un cuernecillo de pólvora con cantidad suficiente para tres cargas. Es un arma deleznable, con la que nunca se hace blanco, ni alcanza a más de quince pasos; pero útil, sin duda, para saltarse los sesos si se aplica el cañón a la sien.»
«He decidido morir en Pavlovsk, al salir el sol. Para no dar un escándalo aquí, iré a matarme al parque. Mi «explicación» aclarará suficientemente mi muerte a la policía. Los psicólogos, y en general todo el que quiera, pueden sacar de este escrito las conclusiones que gusten. Pero no deseo que sea dado a la publicidad. Ruego al príncipe que haga copia de él y la conserve, y que envíe otra a Aglaya Ivanovna. Tal es mi voluntad. Lego mi esqueleto a la Facultad de Medicina en provecho de la ciencia.»
«No reconozco a hombre alguno el derecho a juzgarme y sé que ningún castigo podrá infligírseme. No hace mucho formulé una hipótesis que me divirtió: «Si ahora se me ocurriese matar a alguien, asesinar, por ejemplo, a diez personas, cometer el más horrendo crimen del mundo, ¿qué podría hacer, dada la abolición de la tortura, un tribunal en presencia de un acusado al que sólo quedan dos o tres semanas de vida? Yo moriría cómodamente en el hospital, donde, bien caliente, atendido por un médico celoso, estaría sin duda mejor que en mi casa.» No comprendo cómo no se les ocurre esa idea, al menos en calidad de broma, a las personas que se encuentran en mi situación. Pero acaso la piensen. Hay mucha gente de buen humor, incluso en Rusia.»
«Mas, aunque ningún tribunal pueda nada contra mí ni yo le reconozca tal derecho, sé que se me juzgará cuando sólo sea un acusado sordo y mudo. No quiero, pues, irme sin pronunciar unas palabras de defensa, de una defensa voluntaria, no forzada, no tendente a justificarme ni a pedir perdón a nadie, sino debida a que deseo exponerla y nada más. Y mi última explicación es ésta: si muero, no es porque me falten energías para soportar otras tres semanas. Me siento bastante fuerte para eso y, de querer, siempre encontraría valor en el sentimiento de la injuria que el destino me hace al forzarme a morir tan joven... Hasta una mosca participa también en el banquete de la vida, concurre al concierto de todas las cosas y es feliz. Sólo yo soy un paria... Pero no quiero consolarme de esa manera. En mi acto encuentro un aspecto más seductor: al limitar mi vida a tres semanas, la naturaleza restringe de tal modo mi esfera de acción que acaso el suicidio sea el único acto que mi voluntad pueda presidir íntegramente, del principio al fin. Y quizá quiera aprovechar esa última posibilidad de acción. A veces una protesta dista mucho de ser un acto minúsculo...»
* * *
Había terminado la «explicación». Hipólito se interrumpió.
En ciertos casos excepcionales, un hombre nervioso, irritado, fuera de sí, llega a tal grado de franqueza cínica que no tiene miedo de nada y produce, incluso con satisfacción, el más monstruoso escándalo. Entonces es capaz de precipitarse sobre cualquiera, albergando en su interior la intención vaga, pero firme, de tirarse un momento después desde lo alto de una torre, substrayéndose así a las consecuencias que su loca conducta pudiera originarle. El agotamiento físico es ordinariamente el signo precursor de tal estado. Hipólito había llegado a él bajo el influjo de la sobreexcitación anormal que le sostuviera hasta entonces. Por sí mismo, aquel mozo de dieciocho años, extenuado por la enfermedad, parecía tan débil como la hoja que, estremecida, se desprende de un árbol; pero, aun así, cuando, por primera vez después de una hora, miró uno a uno a los presentes, sus ojos y su sonrisa expresaban el más ofensivo y altanero desprecio. Le urgía provocar a sus oyentes. Éstos, por su parte, ardían de indignación. Todos se levantaron con un arranque tumultuoso y airado al que el vino, el cansancio y la tensión nerviosa infundían una vehemencia maligna.
Hipólito se levantó también, como a impulsos de un resorte.
—¡Ha salido el sol! —gritó viendo las copas de los árboles bañadas en luz y mostrándolas al príncipe, como si fuesen un portento—. ¡Ha salido!
—¿Pensaba usted que no saldría? —dijo Ferdychenko.
—Creo que va a hacer hoy un calor horrible —bostezó Gania, con acento de despectivo enojo, estirándose y cogiendo el sombrero—. ¿Nos vamos, Ptitzin?
Hipólito oyó aquellas palabras con estupefacción profunda. Palideció súbita y profundamente y comenzó a temblar.
—Finge usted indiferencia adrede, para ofenderme —dijo, con los ojos clavados en el rostro de Gania—. ¡Es usted un granuja!
—¡Es el colmo! —gruñó Ferdychenko—. ¡En mi vida he visto cobardía más fenomenal que la de este muchacho!
—Es sencillamente un imbécil —declaró Gania.
Hipólito procuró dominarse.
—Señores —comenzó, temblando como antes e interrumpiéndose casi a cada palabra—, reconozco que merezco su resentimiento personal... y lamento haberlos enojado con esas lucubraciones —y señalaba el manuscrito—... aunque en realidad lo que lamento es no haberlos enojado... más completamente —al decir esto sonrió de un modo estúpido e interpeló a Radomsky—: ¿He sido muy pesado, Eugenio Pavlovich? ¿Sí o no? Dígamelo.
—El escrito era un poco largo, pero...
—¡Dígalo todo! ¡Sea sincero por una vez en su vida! —exigió Hipólito, más tembloroso cada vez.
—Todo ello, a decir verdad, me tiene sin cuidado. Le ruego que me deje en paz —repuso Radomsky, volviéndole la espalda desdeñosamente.
—Buenas noches, príncipe —dijo Ptitzin a Michkin.
—Pero ¿en qué piensan? ¿No ven que va a pegarse un tiro? ¡Mírenle! —gritó Vera. Y llena de inquietud se lanzó hacia Hipólito y le sujetó los brazos—. ¿En qué piensan? ¿No han oído que iba a saltarse los sesos al salir el sol?
—No se los saltará —murmuraron malignamente varias voces, entre ellas la de Gania.
—¡Cuidado señores! —exclamó Kolia, cogiendo también el brazo de Hipólito—. ¡Mírenle, por Dios! ¡Príncipe, príncipe, atiéndale!
Vera, Kolia, Keller y Burdovsky se habían agrupado en torno a Hipólito, sujetándole.