El Idiota
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El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.
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—Tiene el derecho... el derecho... —balbucía Burdovsky, que parecía también fuera de sí.
—Perdóneme, príncipe, pero ¿qué disposiciones va usted a tomar? —dijo Lebediev, muy ebrio ya, con enojo rayano en la insolencia.
—¿Disposiciones?
—Permítame; pero yo soy el dueño de la casa, dicho sea sin faltarle al respeto. Admito que usted también es el amo aquí, pero como propietario de la casa no quiero en ella cosas semejantes. Eso es...
—No se matará. El condenado chico está bromeando —dijo de repente, con indignado aplomo, el general Ivolguin.
—¡Bien, general! —aprobó Ferdychenko.
—Sé que no se matará, general, amado general; pero, no obstante, soy el dueño de la casa, y...
—Escuche, señor Terentiev —dijo Ptitzin, tendiendo la mano a Hipólito, tras despedirse de Michkin—: creo que en su escrito se habla de legar un esqueleto a la Facultad de Medicina. ¿Se trata de su esqueleto? ¿Son sus huesos los que lega?
—Sí, mis huesos.
—Entonces, nada. Temía haberme equivocado. Creo haber oído hablar de otro caso semejante.
—¿Por qué se burla usted de él? —intervino Michkin, vivamente.
—Le ha hecho llorar —añadió Ferdychenko.
Pero Hipólito no lloraba. Hizo un ademán para abandonar su sitio y los cuatro que le rodeaban le sujetaron. Oyéronse risas.
—Ya contaba él con que le impidiesen moverse. Y por eso ha escrito ese mamotreto —comentó Rogochin—. Adiós, príncipe. ¡Me duelen los huesos de tanto estar sentado!
—Si tenía usted en realidad la intención de matarse, Terentiev —dijo Radomsky, riendo—, yo, en su lugar, en vista de semejante acogida, no me mataría, para fastidiar a todos.
—¡Tienen un deseo terrible de ver cómo me agujereo la sien! —repuso Hipólito, amarga y agresivamente—. Y les disgusta que ello no suceda.
—¿Así que cree usted que no sucederá? No hablo para ofenderle: por lo contrario, creo muy posible que se suicide usted. Pero tranquilícese, aquí lo importante es no perder la calma —dijo Eugenio Pavlovich con acento protector.
—Hasta ahora no me había dado cuenta del gran error cometido al leer esa explicación —repuso Hipólito, mirando a Eugenio Pavlovich con expresión franca, como si solicitase consejo a un amigo.
—La situación es absurda; en realidad no sé qué decirle... —declaró Radomsky, sonriendo.
Su interlocutor le examinó severamente, con singular fijeza. Parecía perder de momento en momento toda conciencia de sí mismo.
—¡Qué manera de hacer las cosas! —exclamó Lebediev—. ¡Suicidarse en el parque para no producir escándalo en la casa! ¡Como si el matarse a tres pasos de distancia no trajese complicaciones para nadie de aquí!
—Señores... —empezó Michkin.
—Dispénseme, estimado príncipe —interrumpió Lebediev con energía—. Usted mismo ve que no se trata de una broma. La mitad de los presentes piensan como yo: después de las palabras que ese joven ha pronunciado aquí, el honor le obliga a saltarse la tapa de los sesos. Por lo tanto, y como dueño de la casa, declaro ante testigos que requiero la ayuda de usted.
—Estoy dispuesto a ayudarle. ¿Qué quiere que hagamos?
—Primero, quitarle la pistola y las municiones de que nos ha hablado hace poco. Con esta condición, y por respeto a su estado de salud, consiento en que pase la noche aquí, sometido a mi vigilancia, desde luego. Pero mañana, y perdóneme, príncipe, es absolutamente necesario que se vaya. Si se niega a entregarnos su arma, yo le cogeré de un brazo, el general de otro y enviaremos a llamar a la policía, para que se entienda con él. El señor Ferdychenko nos hará un favor de amigo yendo a avisar al puesto policiaco.
Siguió una confusión en la terraza. Lebediev, acalorándose, perdía los estribos, Ferdychenko se disponía a ir en busca de la policía, Gania aseguraba que no había miedo de que nadie se matara, y Eugenio Pavlovich permanecía silencioso.
—¿Se ha tirado usted alguna vez desde lo alto de un campanario, príncipe? —preguntó ingenuamente el interpelado.
—¿Y cree usted que yo no había previsto esta explosión de odio? —prosiguió en el mismo tono de voz, Hipólito, cuyos ojos centelleaban, mirando a Michkin como si realmente aguardase una respuesta. Y dirigiéndose a todos en general, exclamó—: ¡Basta! La culpa es mía más que de nadie. —Y sacando un anillo de acero del que pendían tres o cuatro llavecitas, dijo—: Aquí está la llave, Lebediev. Es la penúltima. Kolia le enseñará. ¡Kolia! ¡Kolia! —su amigo estaba ante él, pero Hipólito no le veía— ... ¡Ah, sí! Kolia le enseñará... Él me ayudó a guardar mis cosas. Vete con él, Kolia. En el cuarto del príncipe, debajo de la mesa... Mí maleta... Con esta lleve abres una caja... Está en el fondo... Y en la caja... están mi pistola y un cuerno de pólvora. Kolia me ha hecho la maleta, señor Lebediev; él le enseñará... Pero a condición de que mañana por la mañana, cuando yo regrese a San Petersburgo, me devuelva usted la pistola. ¿Me entiende? Hago esto por el príncipe y por usted.
—Más vale así —repuso Lebediev, con maligna sonrisa, cogiendo la llave y encaminándose al aposento inmediato.
Kolia quiso hacer una observación, pero Lebediev, sin atenderle, le arrastró consigo.
Hipólito miraba a los presentes, que reían. Michkin notó que el enfermo rechinaba los dientes, como si tiritase.
—¡Qué malos son todos! —murmuró Hipólito, exasperado, al oído del príncipe.
Siempre que interpelaba a Michkin bajaba la voz y le hablaba inclinándose hacia él.
—Déjelos... Está usted muy débil.
—Sí: voy a retirarme. En seguida... en seguida. Repentinamente, rodeó con sus brazos el cuerpo de Michkin.
—¿Acaso me cree usted loco? —le preguntó, mirándole y riendo extrañamente.
—No; pero...
—En seguida, en seguida... Ahora cállese, no diga nada... Espere: quiero mirarle a los ojos. Así: quiero mirarle y decir adiós a un hombre...
Y miró, durante diez segundos, inmóvil y silencioso, el rostro de Michkin. El suyo estaba muy pálido; el sudor humedecía sus sienes. Sujetaba reciamente la mano del príncipe, como temeroso de que éste quisiera escapar.
—Hipólito, Hipólito, ¿qué le pasa? —exclamó Michkin.
—En seguida... Basta; voy a descansar. Quiero beber una copa a la salud del sol. Lo quiero, lo quiero... Déjeme
Cogió una copa de sobre la mesa, abandonó el lugar en que estaba y se dirigió a la entrada de la terraza. Michkin quiso correr hacia el enfermo, pero en aquel instante, coma adrede, Radomsky le tendió la mano para despedirse de él. Transcurrió un segundo. Súbitamente estallaron gritos por todas partes. Siguió un momento de extrema confusión.