El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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Había sucedido lo siguiente: Hipólito, parándose junto a la escalera, con la copa de champaña en la mano izquierda, había hundido la derecha en el bolsillo lateral de su levita. A lo que contó después Keller, el muchacho tenía ya la mano en aquel bolsillo durante su conversación con Michkin, a quien había estrechado con su brazo izquierdo, lo que despertó las primeras ligeras sospechas del boxeador, según éste. Fuese como fuera, una cierta inquietud le hizo correr hacia Hipólito. Pero llegó tarde. Sólo vio brillar un objeto en la mano de Hipólito y en seguida percibió una pistolita de bolsillo aplicada a la sien del joven. Keller quiso asirle la mano, pero Hipólito oprimió el disparador. Oyóse el seco chasquido del gatillo en la cazoleta, mas ninguna detonación lo siguió. Keller cogió a Hipólito entre sus brazos y el muchacho se dejó caer en ellos privado de conocimiento, al parecer. Acaso se creyera muerto. Keller aferró la pistola, e hizo sentar a Hipólito en una silla. Todos se apiñaron en torno, preguntando. Se había oído el chasquido del gatillo, y sin embargo, el suicida estaba vivo, sin un solo arañazo. Hipólito, sin comprender lo que sucedía, miraba, desde su asiento, los rostros de todos, con una expresión absorta. Lebediev y Kolia llegaron corriendo.

—¿Ha fallado el arma? —inquirían algunos.

—¿No estaba cargada? —sugerían otros.

—Lo estaba —repuso Keller, examinando la pistola—, pero...

—¿Cómo ha fallado el tiro entonces?

—Porque no había fulminante —explicó el boxeador.

Sería difícil relatar la lamentable escena que se produjo. Al temor del primer momento sucedieron grandes carcajadas. La hilaridad de algunos revelaba cierta aviesa satisfacción. Hipólito, sollozando como en un ataque de nervios, retorciéndose los puños, iba de un lado a otro, se aproximó incluso a Ferdychenko, le asió las manos y le juró que había olvidado, «olvidado en absoluto», colocar el fulminante; que ello era pura inadvertencia y no deliberación; que tenía (y los mostró a todos) diez fulminantes en el bolsillo de su chaleco; que no lo había colocado antes por temor a que la pistola le estallara en el bolsillo y que había contado poner el detonador en el momento necesario, olvidándose de hacerlo a última hora. El joven dio iguales explicaciones a Michkin y a Radomsky, y pidió a Keller que le devolviese el arma. Quería probar a todos, y en el acto, que «su honor, su honor...» Ahora estaba «deshonrado para siempre».

Finalmente se desmayó. Lleváronle al departamento de Michkin, y Lebediev, ya completamente despejado, envió a buscar un médico, y quedó a la cabecera del paciente con su hija, su hijo, Burdovsky y el general. Cuando condujeron a Hipólito desvanecido, Keller, en pie en medio del cuarto, en un ataque de notoria inspiración, declaró en alta voz para que todos pudieran oírlo, recalcando mucho cada palabra:

—¡Caballeros! Si cualquiera de ustedes se permite insinuar en mi presencia que el fulminante fue olvidado a propósito y que ese desgraciado joven ha querido representar una comedia... el que lo insinúe tendrá que vérselas conmigo.

Pero nadie le contestó. Al cabo todos se retiraron casi a la vez. Gania, Ptitzin y Rogochin se fueron juntos. Michkin se extrañó al ver que Eugenio Pavlovich, que había expresado antes el deseo de explicarse con él, se marchaba sin hablarle.

—¿No quería usted hablar conmigo cuando se fueran los demás? —le preguntó.

—En efecto —repuso Eugenio Pavlovich, tomando una silla y haciendo sentar a Michkin junto a él—. Pero ahora prefiero dejar esa conversación para más adelante. Le confieso que estoy un poco agitado. Y usted lo está también. Tengo un gran desorden mental... Por otra parte, lo que quiero decirle es muy importante para mí y para usted. Una vez en mi vida, príncipe, he querido realizar una cosa completamente honrada, es decir, sin reservas mentales. Pero creo que ahora no me hallo en condición de hacer una cosa completamente honrada... y acaso usted tampoco... Aplacemos la explicación. Si esperamos mi regreso de San Petersburgo, será más clara por ambas partes. Voy a la capital ahora y estaré allí hasta pasado mañana.

Y se levantó, aunque sólo se hubiese sentado un minuto antes. Michkin creyó advertir que su interlocutor estaba insatisfecho e irritado. En su mirada, muy diversa a la de antes, había una expresión hostil.

—Y a propósito, ¿va a ir al lado del enfermo?

—Sí; estoy inquieto por él —dijo Michkin.

—Tranquilícese; vivirá lo menos seis semanas, y hasta puede que recobre la salud aquí. Pero hará usted bien en ponerle en la puerta mañana mismo.

—¿No pudiera ser que yo, con mi silencio, le impulsara a lo que ha hecho, creyendo que yo también dudaba de su decisión? ¿Qué le parece?

—No se preocupe. Es usted demasiado bondadoso. He oído hablar de casos semejantes; pero en la práctica nunca he visto a nadie que se disparase un tiro adrede para obtener elogios o por despecho de no conseguirlos. Nunca hubiera creído que se pudiese manifestar abiertamente semejante flaqueza. De todos modos, despídalo mañana.

—¿Cree que volverá a intentar matarse?

—No; no reincidirá. Pero hay que tener cuidado con estos tipos. Es un asesino en ciernes. Le aseguro que el crimen es con frecuencia la salida de estas nulidades ambiciosas, rebeldes e impotentes.

—¿Le considera así?

—Creo que el mozo es de esa manera, aunque tal vez el destino le haya reservado otra misión. Usted verá si ese señor es, o no, capaz de degollar diez o doce personas, aunque sólo sea por «bromear», como decía antes de su «explicación». Esas palabras van a quitarme el sueño...

—Acaso se inquiete usted demasiado.

—Es usted admirable, príncipe. ¡No creerle capaz de matar diez personas ahora!

—No me atrevo a contestarle. Todo esto es muy extraño, pero...

—Como quiera, como quiera... —repuso Radomsky, con cierta irritación—. Además, es usted un hombre muy valeroso. ¡Con tal de que no sea uno de los diez!

—Lo más probable es que Hipólito no mate a nadie —dijo Michkin, mirando, pensativo, a Eugenio Pavlovich.

Éste rió agriamente.

—Adiós; ya es hora de que me vaya. ¿Ha notado usted que el tipo legaba una copia de su confesión a Aglaya Ivanovna?

—Sí; lo noté, y he pensado en ello.

—Claro: eso da que pensar... Acuérdese de las diez personas —dijo Eugenio Pavlovich, riendo otra vez, y saliendo.

Una hora después, entre tres y cuatro de la madrugada, el príncipe bajó al parque. Había tratado de dormir, pero no lo consiguió. Le latía el corazón con loca fuerza. En la casa todo estaba tranquilo: Hipólito descansaba y el médico que le había visitado dictaminó que el desmayo no era grave. Lebediev, Kolia y Burdovsky se habían acostado en la alcoba del enfermo para vigilarle por turno. No había, pues, nada que temer. Pero, sin embargo, la inquietud del príncipe era cada vez más viva. Paseaba por el parque dirigiendo en torno distraídas miradas, y se sorprendió al llegar a la placita que se abre ante la estación y verse frente a las hileras de sillas y el tablado de la banda. Aquel lugar le desagradó y parecióle terriblemente desolado. Alejóse por el camino que siguiera el día anterior, acompañando a las Epanchinas, y al llegar al banco donde Aglaya le diera cita, se sentó y dejó escapar una risa que le hizo indignarse consigo mismo un minuto después. Su melancolía no le abandonaba: experimentaba el deseo de alejarse, de ir no sabía adónde... En el árbol inmediato cantaba un pajarillo. Michkin le buscó con los ojos. Entonces recordó la frase de Hipólito: «Hasta una mosca que vuela bajo un rayo de sol participa también en el banquete de la vida, concurre al concierto de las cosas, y es feliz; sólo yo soy un paria.» Tales palabras, que antes impresionaran mucho a Michkin, le acudieron repentinamente a la memoria. Un recuerdo olvidado hacía mucho comenzó a despertar en él y adquirió repentinamente una forma concreta.

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