Narrativa Breve

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Narrativa Breve
Название: Narrativa Breve
Автор: Tolstoi Leon
Дата добавления: 16 январь 2020
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Narrativa Breve - читать бесплатно онлайн , автор Tolstoi Leon

Si atendemos a su origen, resulta indudable que Tolstoi se margin? de un posible destino prefigurado: de familia noble y rica proveniente de Alemania, y con enormes posesiones, seguramente Tolstoi hubiera sido un conde m?s, con haza?as militares que narrar, pero sin dejar nada importante para la Humanidad. Pero su fuerte vocaci?n de escritor, unida a un misticismo religioso que con los a?os se ahond?, produjeron un literato considerado como la cumbre de la narrativa rusa, junto con Dostoievski.

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— Ha dicho que es un servidor de Dios.

— Debe ser el hijo de un sacerdote. Se le nota. ¿Tiene usted calderilla?

La borrasca

I

Hacia las siete de la tarde, después de haber tomado té, salí de una estación cuyo nombre no recuerdo. Era cerca de Novocherkask, en la Tierra de los Cosacos del Don. Había anochecido ya, cuando envuelto en la pelliza y tapado con una manta, me instalé en el trineo junto a Aliosha. Reinaba una gran calma y el tiempo era apacible. En aquel momento no nevaba; sin embargo, no se veía ni una sola estrella y el cielo parecía muy bajo y negro, en comparación con la llanura blanca, cubierta de nieve, que se extendía ante nosotros.

Apenas habíamos pasado ante los molinos, que semejaban unas figuras –las enormes aspas de uno de ellos giraban torpemente— y habíamos dejado atrás la aldea cosaca, noté que había más nieve en el camino y que se hacía más difícil avanzar.

El viento empezó a soplar con mucha fuerza, llevándose hacia la izquierda las colas y las crines de los caballos y la nieve que levantaba el trineo. El sonido de los cascabeles se volvió más tenue, el aire frío me penetró por las mangas hasta la espalda; y entonces recordé el consejo del maestro de postas de que hubiera sido mejor no salir, porque había peligro de extraviarse y perecer helado.

—¿No nos iremos a perder? –le pregunté al cochero. Al no obtener respuesta, hice la pregunta de otro modo: ¿Crees que llegaremos a la estación, cochero? ¿No nos extraviaremos?

—¡Dios sabrá! –respondió sin volver la cabeza—. ¡Menuda borrasca! No se ve el camino…

¡Ay, señor!

—Dime, ¿crees que llegaremos a la estación o no? –insistí.

—Tenemos que llegar –me dijo, añadiendo algo que no pude oír por el viento.

No quería volver a la estación de postas, pero tampoco me parecía divertido pasarme toda la noche errando con aquella borrasca, en esa parte de la Tierra de los Cosacos del Don que es una estepa desierta. Además, a pesar de que me había sido imposible examinar al cochero en aquella oscuridad, no me gustaba ni me infundía confianza. Se había sentado en el centro del pescante en lugar de ponerse a un lado. Era extraordinariamente alto, tenía una voz indolente y su enorme gorra, que no parecía la de un cochero, se bamboleaba de un modo extraño sobre su cabeza. No había acuciado a los caballos como se suele hacer, sino sujetando las riendas con ambas manos, como lo hubiera podido hacer un lacayo al ocupar el pescante.

No sé por qué, lo que más me hizo desconfiar de él fue el pañuelo que llevaba para protegerse las orejas. En una palabra, no parecía prometer nada bueno aquella espalda encorvada que veía ante mí.

—Creo que será mejor que volvamos –me dijo Aliosha—. La verdad es que no resulta demasiado divertido estar dando vueltas sin más ni más.

—¡Ay señor! ¡Qué borrasca! No se ve el camino… Estoy cegado… ¡Ay señor! –masculló el cochero.

Aún no habíamos recorrido la cuarta parte de una versta, cuando el cochero detuvo los caballos y, después de entregar las riendas a Aliosha, bajó torpemente del trineo y fue a buscar el camino, haciendo crujir la nieve bajo sus enormes botas.

—¿Adónde vas? ¿Es que nos hemos extraviado? –pregunté.

No me contestó. Se alejó con el rostro vuelto en dirección contraria al viento para que no le azotara los ojos.

—¿Qué? ¿Encontraste el camino? –volvía a preguntar, cuando hubo regresado.

—No –replicó con súbita impaciencia e irritación, como si yo fuese el culpable de que hubiese perdido el camino.

Luego montó lentamente y empezó a separar las riendas con sus guantes helados.

—¿Qué vamos a hacer? –pregunté, cuando el trineo se puso en marcha.

—¿Qué quiere que hagamos? Hay que seguir, a la buena de Dios.

Era evidente que íbamos a la buena de Dios porque, al cabo de un cuarto de hora, aún no habíamos visto un solo pose indicando las verstas.

—¿Crees que llegaremos a la estación?

—Si nos dejamos guiar por los caballos, podemos volver a la estación de donde hemos salido. Ellos nos conducirán. Pero dudo de que lleguemos a la siguiente… Con este tiempo, es fácil que perezcamos.

—En este caso, debemos volver porque, realmente…

—Entonces, ¿volveremos? –me preguntó.

—Sí, sí.

El cochero soltó las riendas. Los caballos corrieron más veloces y, aunque no noté que girara el trineo, el viento cambió de dirección y en breve divisé los molinos. Animado, el cochero empezó a hablar.

—En una ocasión me sorprendió una borrasca y tuve que pasar la noche entre unos haces de heno. Y gracias a que pude llegar a ellos, que si no, me hubiera helado… ¡Menudo frío hacía! A uno de mis compañeros se le helaron los pies y estuvo tres semanas a la muerte.

—En este momento no se siente frío; parece que la borrasca ha amainado. ¿No podríamos seguir?

—Es verdad, no hace frío, pero la borrasca sigue igual que antes. Sólo que el viento sopla por detrás, por eso parece que ha calmado. Si yo no fuese correo, si viajase por mi propia voluntad, podría seguir; pero, la verdad, no es ninguna broma que perezca un viajero. Al fin y al cabo, uno es el responsable.

II

En aquel momento se oyeron unos cascabeles a nuestras espaldas. Varias troikas venían pos de nosotros, a mucha velocidad.

—Son los cascabeles del correo –explicó el cochero—. No hay otros iguales en la estación.

En efecto, los cascabeles de la troika que iba a la cabeza y cuyo tintineo nos traía el viento eran puro, sonoro, grave, trémulo… Posteriormente me enteré de que era costumbre entre los cazadores llevar tres cascabeles: uno grande en el centro y dos pequeños que sonaban a la tercera. El sonido de esa tercera y de la quinta trémula, que repercutía en el aire de un modo sorprendente, era muy bello en la estepa silenciosa.

—Es el correo –dijo el cochero cuando la primera de las tres troikas pasaba junto a nosotros—. ¿Cómo está el camino? ¿Se puede pasar? –gritó al último cochero.

Pero éste no contestó, limitándose a acuciar a los caballos. El sonido de los cascabeles no tardó en extinguirse. El cochero debió de sentirse avergonzado.

—Sigamos, señor –dijo—. Como acaban de pasar esas troikas… las huellas estarán recientes.

Accedí. De nuevo giramos y seguimos adelante contra el viento, por la estepa nevada. Yo no dejaba de mirar al camino por temor a que nos desviáramos de las huellas que habían dejado los trineos. Durante dos verstas, las huellas se divisaron bien, después sólo se vio una pequeña desigualdad y ya no supe si se trataba sencillamente de una capa de nieve amontonada por el viento. Mis ojos se cansaron de fijarse en el monótono correr de la estepa bajo el trineo y empecé a mirar hacia delante. Aún vimos al poste que indicaba la tercera versta, pero fue imposible dar con el siguiente. Lo mismo que al principio, empezamos a ir tan pronto en dirección al viento como en contra de él y tan pronto a la derecha como a la izquierda. Finalmente, el cochero dijo que nos habíamos desviado hacia la derecha; yo opinaba, por el contrario, que habíamos ido hacia la izquierda, mientras que Aliosha trató de demostrarnos que volvíamos por donde habíamos venido. Nos detuvimos varias veces y el cochero se bajó para buscar el camino, pero siempre en vano. Yo también bajé una vez, creyendo que lo había visto. Pero, apenas hube avanzado con gran dificultad algunos pasos contra el viento y me hube convencido de que sólo había capas de nieve, todas iguales y uniformes por doquier, y que se me había figurado ver el camino, perdí de vista el trineo.

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