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Crimen y castigo

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Crimen y castigo
Название: Crimen y castigo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Crimen y castigo - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.

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—Me lo han regalado —respondió Sonia de mala gana y sin mirarle.

—¿Quién?

—Lisbeth.

«¡Lisbeth! ¡Qué raro!», pensó Raskolnikof.

Todo lo relacionado con Sonia le parecía cada vez más extraño. Acercó el libro a la bujía y empezó a hojearlo.

—¿Dónde está el capítulo sobre Lázaro? —preguntó de pronto.

Soma no contestó. Tenía la mirada fija en el suelo y se había separado un poco de la mesa.

—Dime dónde están las páginas que hablan de la resurrección de Lázaro.

Sonia le miró de reojo.

—Están en el cuarto Evangelio —repuso Sonia gravemente y sin moverse del sitio.

—Toma; busca ese pasaje y léemelo.

Dicho esto, Raskolnikof se sentó a la mesa, apoyó en ella los codos y el mentón en una mano y se dispuso a escuchar, vaga la mirada y sombrío el semblante.

«Dentro de quince días o de tres semanas —murmuró para sí— habrá que ir a verme a la séptima versta [31]. Allí estaré, sin duda, si no me ocurre nada peor.»

Sonia dio un paso hacia la mesa. Vacilaba. Había recibido con desconfianza la extraña petición de Raskolnikof. Sin embargo, cogió el libro.

—¿Es que usted no lo ha leído nunca? —preguntó, mirándole de reojo. Su voz era cada vez más fría y dura.

—Lo leí hace ya mucho tiempo, cuando era niño... Lee.

—¿Y no lo ha leído en la iglesia?

—Yo... yo no voy a la iglesia. ¿Y tú?

—Pues... no —balbuceó Sonia.

Raskolnikof sonrió.

—Se comprende. No asistirás mañana a los funerales de tu padre, ¿verdad?

—Sí que asistiré. Ya fui la semana pasada a la iglesia para una misa de réquiem.

—¿Por quién?

—Por Lisbeth. La mataron a hachazos.

La tensión nerviosa de Raskolnikof iba en aumento. La cabeza empezaba a darle vueltas.

—Por lo visto, tenías amistad con Lisbeth.

—Sí. Era una mujer justa y buena... A veces venía a verme... Muy de tarde en tarde. No podía venir más... Leíamos y hablábamos... Ahora está con Dios.

¡Qué extraño parecía a Raskolnikof aquel hecho, y qué extrañas aquellas palabras novelescas! ¿De qué podrían hablar aquellas dos mujeres, aquel par de necias?

«Aquí corre uno el peligro de volverse loco: es una enfermedad contagiosa», se dijo.

—¡Lee! —ordenó de pronto, irritado y con voz apremiante.

Sonia seguía vacilando. Su corazón latía con fuerza. La desdichada no se atrevía a leer en presencia de Raskolnikof. El joven dirigió una mirada casi dolorosa a la pobre demente.

—¿Qué le importa esto? Usted no tiene fe —murmuró Sonia con voz entrecortada.

—¡Lee! —insistió Raskolnikof—. ¡Bien le leías a Lisbeth!

Sonia abrió el libro y buscó la página. Le temblaban las manos y la voz no le salía de la garganta. Intentó empezar dos o tres veces, pero no pronunció ni una sola palabra.

—«Había en Betania un hombre llamado Lázaro, que estaba enfermo...», articuló al fin, haciendo un gran esfuerzo.

Pero inmediatamente su voz vibró y se quebró como una cuerda demasiado tensa. Sintió que a su oprimido pecho le faltaba el aliento. Raskolnikof comprendía en parte por qué se resistía Sonia a obedecerle, pero esta comprensión no impedía que se mostrara cada vez más apremiante y grosero. De sobra se daba cuenta del trabajo que le costaba a la pobre muchacha mostrarle su mundo interior. Comprendía que aquellos sentimientos eran su gran secreto, un secreto que tal vez guardaba desde su adolescencia, desde la época en que vivía con su familia, con su infortunado padre, con aquella madrastra que se había vuelto loca a fuerza de sufrir, entre niños hambrientos y oyendo a todas horas gritos y reproches. Pero, al mismo tiempo, tenía la seguridad de que Sonia, a pesar de su repugnancia, de su temor a leer, sentía un ávido, un doloroso deseo de leerle a él en aquel momento, sin importarle lo que después pudiera ocurrir... Leía todo esto en los ojos de Sonia y comprendía la emoción que la trastornaba... Sin embargo, Sonia se dominó, deshizo el nudo que tenía en la garganta y continuó leyendo el capítulo 11 del Evangelio según San Juan. Y llegó al versículo 19.

— «... Y gran número de judíos habían acudido a ver a Marta y a María para consolarlas de la muerte de su hermano. Habiéndose enterado de la llegada de Jesús, Marta fue a su encuentro, mientras María se quedaba en casa. Marta dijo a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto; pero ahora yo sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará...»

Al llegar a este punto, Sonia se detuvo para sobreponerse a la emoción que amenazaba ahogar su voz.

—«Jesús le dijo: tu hermano resucitará. Marta le respondió: Yo sé que resucitará el día de la resurrección de los muertos. Jesús le dijo: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, si está muerto, resucitará, y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? Y ella dice...»

Sonia tomó aliento penosamente y leyó con energía, como si fuera ella la que hacía públicamente su profesión de fe:

—«... Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo...»

Sonia se detuvo, levantó momentáneamente los ojos hacia Raskolnikof y después continuó la lectura. El joven, acodado en la mesa, escuchaba sin moverse y sin mirar a Sonia. La lectora llegó al versículo 32.

— «... Cuando María llegó al lugar donde estaba Cristo y lo vio, cayó a sus pies y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Y cuando Jesús vio que lloraba y que los judíos que iban con ella lloraban igualmente, se entristeció, se conmovió su espíritu y dijo: ¿Dónde lo pusisteis? Le respondieron: Señor, ven y mira. Entonces Jesús lloró y dijeron los judíos: Ved cómo le amaba. Y algunos de ellos dijeron: El que abrió los ojos al ciego, ¿no podía hacer que este hombre no muriera?...»

Raskolnikof se volvió hacia Sonia y la miró con emoción. Sí, era lo que él había sospechado. La joven temblaba febrilmente, como él había previsto. Se acercaba al momento del milagro y un sentimiento de triunfo se había apoderado de ella. Su voz había cobrado una sonoridad metálica y una firmeza nacida de aquella alegría y de aquella sensación de triunfo. Las líneas se entremezclaban ante sus velados ojos, pero ella podía seguir leyendo porque se dejaba llevar de su corazón. Al leer el último versículo — «El que abrió los ojos al ciego...»—, Sonia bajó la voz para expresar con apasionado acento la duda, la reprobación y los reproches de aquellos ciegos judíos que un momento después iban a caer de rodillas, como fulminados por el rayo, y a creer, mientras prorrumpían en sollozos... Y él, él que tampoco creía, él que también estaba ciego, comprendería y creería igualmente... Y esto iba a suceder muy pronto, en seguida... Así soñaba Sonia, y temblaba en la gozosa espera.

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