Crimen y castigo
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La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.
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Porfirio Petrovitch se detuvo un instante para tomar alientos. Hablaba sin descanso y, generalmente, para no decir nada, para devanar una serie de ideas absurdas, de frases estúpidas, entre las que deslizaba de vez en cuando una palabra enigmática que naufragaba al punto en el mar de aquella palabrería sin sentido. Ahora casi corría por el despacho, moviendo aceleradamente sus gruesas y cortas piernas, con la mirada fija en el suelo, la mano derecha en la espalda y haciendo con la izquierda ademanes que no tenían relación alguna con sus palabras.
Raskolnikof se dio cuenta de pronto que un par de veces, al llegar junto a la puerta, se había detenido, al parecer para prestar atención.
«¿Esperará a alguien?»
—Tiene usted razón —continuó Porfirio Petrovitch alegremente y con una amabilidad que llenó a Raskolnikof de inquietud y desconfianza—. Tiene usted motivo para burlarse tan ingeniosamente como lo ha hecho de nuestras costumbres jurídicas. Se pretende que tales procedimientos (no todos, naturalmente) tienen por base una profunda filosofía. Sin embargo, son perfectamente ridículos y generalmente estériles, sobre todo si se siguen al pie de la letra las normas establecidas... Hemos vuelto, pues, a la cuestión de las normas. Bien; supongamos que yo sospecho que cierto señor es el autor de un crimen cuya instrucción se me ha confiado... Usted ha estudiado Derecho, ¿verdad, Rodion Romanovitch?
—Empecé.
—Pues bien, he aquí un ejemplo que podrá serle útil más adelante... Pero no crea que pretendo hacer de profesor con usted, que publica en los periódicos artículos tan profundos. No, yo sólo me tomo la libertad de exponerle un hecho a modo de ejemplo. Si yo considero a un individuo cualquiera como un criminal, ¿por qué, dígame, he de inquietarle prematuramente, incluso en el caso de que tenga pruebas contra él? A algunos me veo obligado a detenerlos inmediatamente, pero otros son de un carácter completamente distinto. ¿Por qué no he de dejar a mi culpable pasearse un poco por la ciudad? ¡Je, je...! Ya veo que usted no me acaba de comprender. Se lo voy a explicar más claramente. Si me apresuro a ordenar su detención, le proporciono un punto de apoyo moral, por decirlo así. ¿Se ríe usted?
Raskolnikof estaba muy lejos de reírse. Tenía los labios apretados, y su ardiente mirada no se apartaba de los ojos de Porfirio Petrovitch.
—Sin embargo —continuó éste—, tengo razón, por lo menos en lo que concierne a ciertos individuos, pues los hombres son muy diferentes unos de otros y nuestra única consejera digna de crédito es la práctica. Pero, desde el momento que tiene usted pruebas, me dirá usted... ¡Dios mío! Usted sabe muy bien lo que son las pruebas: tres de cada cuatro son dudosas. Y yo, a la vez que juez de instrucción, soy un ser humano y en consecuencia, tengo mis debilidades. Una de ellas es mi deseo de que mis diligencias tengan el rigor de una demostración matemática. Quisiera que mis pruebas fueran tan evidentes como que dos y dos son cuatro, que constituyeran una demostración clara e indiscutible. Pues bien, si yo ordeno la detención del culpable antes de tiempo, por muy convencido que esté de su culpa, me privo de los medios de poder demostrarlo ulteriormente. ¿Por qué? Porque le proporciono, por decirlo así, una situación normal. Es un detenido, y como detenido se comporta: se retira a su caparazón, se me escapa... Se cuenta que en Sebastopol, inmediatamente después de la batalla de Alma, los defensores estaban aterrados ante la idea de un ataque del enemigo: no dudaban de que Sebastopol sería tomado por asalto. Pero cuando vieron cavar las primeras trincheras para comenzar un sitio normal, se tranquilizaron y se alegraron. Estoy hablando de personas inteligentes. «Tenemos lo menos para dos meses —se decían—, pues un asedio normal requiere mucho tiempo.» ¿Otra vez se ríe usted? ¿No me cree? En el fondo, tiene usted razón; sí, tiene usted razón. Éstos no son sino casos particulares. Estoy completamente de acuerdo con usted en que acabo de exponerle un caso particular. Pero hay que hacer una observación sobre este punto, mi querido Rodion Romanovitch, y es que el caso general que responde a todas las formas y fórmulas jurídicas; el caso típico para el cual se han concebido y escrito las reglas, no existe, por la sencilla razón de que cada causa, cada crimen, apenas realizado, se convierte en un caso particular, ¡y cuán especial a veces!: un caso distinto a todos los otros conocidos y que, al parecer, no tiene ningún precedente.
»Algunos resultan hasta cómicos. Supongamos que yo dejo a uno de esos señores en libertad. No lo mando detener, no lo molesto para nada. Él debe saber, o por lo menos suponer, que en todo momento, hora por hora, minuto por minuto, yo estoy al corriente de lo que hace, que conozco perfectamente su vida, que le vigilo día y noche. Le sigo por todas partes y sin descanso, y puede estar usted seguro de que, por poco que él se dé cuenta de ello, acabará por perder la cabeza. Y entonces él mismo vendrá a entregarse y, además, me proporcionará los medios de dar a mi sumario un carácter matemático. Esto no deja de tener cierto atractivo. Este sistema puede tener éxito con un burdo mujik, pero aún más con un hombre culto e inteligente. Pues hay en todo esto algo muy importante, amigo mío, y es establecer cómo puede haber procedido el culpable. No nos olvidemos de los nervios. Nuestros contemporáneos los tienen enfermos, excitados, en tensión... ¿Y la bilis? ¡Ah, los que tienen bilis...! Le aseguro que aquí hay una verdadera fuente de información. ¿Por qué, pues, me ha de inquietar ver a mi hombre ir y venir libremente? Puedo dejarlo pasear, gozar del poco tiempo que le queda, pues sé que está en mi poder y que no se puede escapar... ¿Adónde iría? ¡Je, je, je! ¿Al extranjero, dice usted? Un polaco podría huir al extranjero, pero no él, y menos cuando se le vigila y están tomadas todas las medidas para evitar su evasión. ¿Huir al interior del país? Allí no encontrará más que incultos mujiks, gente primitiva, verdaderos rusos, y un hombre civilizado prefiere el presidio a vivir entre unos mujiksque para él son como extranjeros. ¡Je, je...! Por otra parte, todo esto no es sino la parte externa de la cuestión. ¡Huir! Esto es sólo una palabra. Él no huirá, no solamente porque no tiene adónde ir, sino porque me pertenece psicológicamente... ¡Je, je! ¿Qué me dice usted de la expresión? No huirá porque se lo impide una ley de la naturaleza. ¿Ha visto usted alguna vez una mariposa ante una bujía? Pues él girará incesantemente alrededor de mi persona como el insecto alrededor de la llama. La libertad ya no tendrá ningún encanto para él. Su inquietud irá en aumento; una sensación creciente de hallarse como enredado en una tela de araña le dominará; un terror indecible se apoderará de él. Y hará tales cosas, que su culpabilidad quedará tan clara como que dos y dos son cuatro. Para que así suceda, bastará proporcionarle un entreacto de suficiente duración. Siempre, siempre irá girando alrededor de mi persona, describiendo círculos cada vez más estrechos, y al fin, ¡plaf!, se meterá en mi propia boca y yo lo engulliré tranquilamente. Esto no deja de tener su encanto, ¿no le parece?
Raskolnikof no le contestó. Estaba pálido e inmóvil. Sin embargo, seguía observando a Porfirio con profunda atención.
«Me ha dado una buena lección —se dijo mentalmente, helado de espanto—. Esto ya no es el juego del gato y el ratón con que nos entretuvimos ayer. No me ha hablado así por el simple placer de hacer ostentación de su fuerza. Es demasiado inteligente para eso. Sin duda persigue otro fin, pero ¿cuál? ¡Bah! Todo esto es sólo un ardid para asustarme. ¡Eh, amigo! No tienes pruebas. Además, el hombre de ayer no existe. Lo que tú pretendes es desconcertarme, irritarme hasta el máximo, para asestarme al fin el golpe decisivo. Pero te equivocas; saldrás trasquilado... ¿Por qué hablará con segundas palabras? Pretende aprovecharse del mal estado de mis nervios... No, amigo mío, no te saldrás con la tuya. No sé lo que habrás tramado, pero te llevarás un chasco mayúsculo. Vamos a ver qué es lo que tienes preparado.»