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Crimen y castigo

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Crimen y castigo
Название: Crimen y castigo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Crimen y castigo - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.

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—¡Hurra! —gritó Rasumikhine—. Y ahora escuchen. En este mismo edificio hay un local independiente que pertenece al mismo propietario. Está amueblado, tiene tres habitaciones pequeñas y no es caro. Yo me encargaré de empeñarles el reloj mañana para que tengan dinero. Todo se arreglará. Lo importante es que puedan ustedes vivir los tres juntos. Así tendrán a Rodia cerca de ustedes... Pero oye, ¿adónde vas?

—¿Por qué te marchas, Rodia? —preguntó Pulqueria Alejandrovna con evidente inquietud.

-¡Y en este momento! —le reprochó Rasumikhine.

Dunia miraba a su hermano con una sorpresa llena de desconfianza. Él, con la gorra en la mano, se disponía a marcharse.

—¡Cualquiera diría que nos vamos a separar para siempre! —exclamó en un tono extraño—. No me enterréis tan pronto.

Y sonrió, pero ¡qué sonrisa aquélla!

—Sin embargo —dijo distraídamente—, ¡quién sabe si será la última vez que nos vemos!

Había dicho esto contra su voluntad, como reflexionando en voz alta.

—Pero ¿qué te pasa, Rodia? —preguntó ansiosamente su madre.

—¿Dónde vas? —preguntó Dunia con voz extraña.

—Me tengo que marchar —repuso.

Su voz era vacilante, pero su pálido rostro expresaba una resolución irrevocable.

—Yo quería deciros... —continuó—. He venido aquí para decirte, mamá, y a ti también, Dunia, que... debemos separarnos por algún tiempo... No me siento bien... Los nervios... Ya volveré... Más adelante..., cuando pueda. Pienso en vosotros y os quiero. Pero dejadme, dejadme solo. Esto ya lo tenía decidido, y es una decisión irrevocable. Aunque hubiera de morir, quiero estar solo. Olvidaos de mí: esto es lo mejor... No me busquéis. Ya vendré yo cuando sea necesario..., y, si no vengo, enviaré a llamaros. Tal vez vuelva todo a su cauce; pero ahora, si verdaderamente me queréis, renunciad a mí. Si no lo hacéis, llegaré a odiaros: esto es algo que siento en mí. Adiós.

—¡Dios mío! —exclamó Pulqueria Alejandrovna.

La madre, la hermana y Rasumikhine se sintieron dominados por un profundo terror.

—¡Rodia, Rodia, vuelve a nosotras! —exclamó la pobre mujer.

Él se volvió lentamente y dio un paso hacia la puerta. Dunia fue hacia él.

—¿Cómo puedes portarte así con nuestra madre, Rodia? —murmuró, indignada.

—Ya volveré, ya volveré a veros —dijo a media voz, casi inconsciente.

Y se fue.

—¡Mal hombre, corazón de piedra! —le gritó Dunia.

—No es malo, es que está loco —murmuró Rasumikhine al oído de la joven, mientras le apretaba con fuerza la mano— Es un alienado, se lo aseguro. Sería usted la despiadada si no fuera comprensiva con él.

Y dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna, que parecía a punto de caer, le dijo:

—En seguida vuelvo.

Salió corriendo de la habitación. Raskolnikof, que le esperaba al final del pasillo, le recibió con estas palabras:

—Sabía que vendrías... Vuelve al lado de ellas; no las dejes... Ven también mañana; no las dejes nunca... Yo tal vez vuelva..., tal vez pueda volver. Adiós.

Se alejó sin tenderle la mano.

—Pero ¿adónde vas? ¿Qué te pasa? ¿Qué te propones? ¡No se puede obrar de ese modo!

Raskolnikof se detuvo de nuevo.

—Te lo he dicho y te lo repito: no me preguntes nada, pues no te contestaré... No vengas a verme. Tal vez venga yo aquí... Déjame..., pero a ellas no las abandones... ¿Comprendes?

El pasillo estaba oscuro y ellos se habían detenido cerca de la lámpara. Se miraron en silencio. Rasumikhine se acordaría de este momento toda su vida. La mirada ardiente y fija de Raskolnikof parecía cada vez más penetrante, y Rasumikhine tenía la impresión de que le taladraba el alma. De súbito, el estudiante se estremeció. Algo extraño acababa de pasar entre ellos. Fue una idea que se deslizó furtivamente; una idea horrible, atroz y que los dos comprendieron... Rasumikhine se puso pálido como un muerto.

—¿Comprendes ahora? —preguntó Raskolnikof con una mueca espantosa—. Vuelve junto a ellas —añadió. Y dio media vuelta y se fue rápidamente.

No es fácil describir lo que ocurrió aquella noche en la habitación de Pulqueria Alejandrovna cuando regresó Rasumikhine; los esfuerzos del joven para calmar a las dos damas, las promesas que les hizo. Les dijo que Rodia estaba enfermo, que necesitaba reposo; les aseguró que volverían a verle y que él iría a visitarlas todos los días; que Rodia sufría mucho y no convenía irritarle; que él, Rasumikhine, llamaría a un gran médico, al mejor de todos; que se celebraría una consulta... En fin, que, a partir de aquella noche, Rasumikhine fue para ellas un hijo y un hermano.

IV

Raskolnikof se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonia. Era un viejo edificio de tres pisos pintado de verde. No sin trabajo, encontró al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones sobre el departamento del sastre Kapernaumof. En un rincón del patio halló la entrada de una escalera estrecha y sombría. Subió por ella al segundo piso y se internó por la galería que bordeaba la fachada. Cuando avanzaba entre las sombras, una puerta se abrió de pronto a tres pasos de él. Raskolnikof asió el picaporte maquinalmente.

—¿Quién va? —preguntó una voz de mujer con inquietud.

—Soy yo, que vengo a su casa —dijo Raskolnikof.

Y entró seguidamente en un minúsculo vestíbulo, donde una vela ardía sobre una bandeja llena de abolladuras que descansaba sobre una silla desvencijada.

—¡Dios mío! ¿Es usted? —gritó débilmente Sonia, paralizada por el estupor.

—¿Es éste su cuarto?

Y Raskolnikof entró rápidamente en la habitación, haciendo esfuerzos por no mirar a la muchacha.

Un momento después llegó Sonia con la vela en la mano. Depositó la vela sobre la mesa y se detuvo ante él, desconcertada, presa de extraordinaria agitación. Aquella visita inesperada le causaba una especie de terror. De pronto, una oleada de sangre le subió al pálido rostro y de sus ojos brotaron lágrimas. Experimentaba una confusión extrema y una gran vergüenza en la que había cierta dulzura. Raskolnikof se volvió rápidamente y se sentó en una silla ante la mesa. Luego paseó su mirada por la habitación.

Era una gran habitación de techo muy bajo, que comunicaba con la del sastre por una puerta abierta en la pared del lado izquierdo. En la del derecho había otra puerta, siempre cerrada con llave, que daba a otro departamento. La habitación parecía un hangar. Tenía la forma de un cuadrilátero irregular y un aspecto destartalado. La pared de la parte del canal tenía tres ventanas. Este muro se prolongaba oblicuamente y formaba al final un ángulo agudo y tan profundo, que en aquel rincón no era posible distinguir nada a la débil luz de la vela. El otro ángulo era exageradamente obtuso.

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