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Crimen y castigo

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Crimen y castigo
Название: Crimen y castigo
Дата добавления: 15 январь 2020
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Crimen y castigo - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

La novela nos cuenta un crimen. Un crimen cometido por un joven y su subsecuente lucha interna con sus emociones y delirios. La madre y hermana del asesino, tan pobres o m?s que ?l, se debaten entre la duda y la desesperaci?n. Un dudoso pretendiente de la hija, y su antiguo patr?n, conformaran una acci?n f?sica dentro de la novela sin perder un ?pice de su contenido psicol?gico. Los hechos se muestran sin ning?n tipo de enjuiciamiento. El autor deja ser a los personajes pues sabe que la credibilidad se logra con la honestidad. El flujo de conciencia de Raskolnikov a lo largo de la novela, es una prueba de ello.

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—Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está menos —dijo Raskolnikof tras un breve silencio.

Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la habitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban. Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el rostro cubierto de lágrimas. Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mientras sus labios se agitaban con un temblor convulsivo... De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y le besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera ante sí a un loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikof.

—¿Qué hace usted? —balbuceó.

Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.

Él se puso en pie.

—No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano —dijo en un tono extraño.

Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:

—Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi hermana.

—¿Eso ha dicho? —exclamó Sonia, aterrada—. ¿Y delante de ellas? ¡Sentarme a su lado! Pero si yo soy... una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha ocurrido decir eso?

—Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu horrible martirio. Sin duda —continuó ardientemente—, eres una gran pecadora, sobre todo por haberte inmolado inútilmente. Ciertamente, eres muy desgraciada. ¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte para comprenderlo) que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu sacrificio...! Y ahora dime —añadió, iracundo—: ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan sagrados? Sería preferible arrojarse al agua de cabeza y terminar de una vez.

—Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? —preguntó Sonia levantando la cabeza, con voz desfallecida y dirigiendo a Raskolnikof una mirada impregnada de dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna ante el terrible consejo.

Raskolnikof la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le bastó para descifrar los pensamientos de la joven. Comprendió que ella era de la misma opinión. Sin duda, en su desesperación, había pensado más de una vez en poner término a su vida. Y tan resueltamente había pensado en ello, que no le había causado la menor extrañeza el consejo de Raskolnikof. No había advertido la crueldad de sus palabras, del mismo modo que no había captado el sentido de sus reproches. Él se dio cuenta de todo ello y comprendió perfectamente hasta qué punto la habría torturado el sentimiento de su deshonor, de su situación infamante. ¿Qué sería lo que le había impedido poner fin a su vida? Y, al hacerse esta pregunta, Raskolnikof comprendió lo que significaban para ella aquellos pobres niños y aquella desdichada Catalina Ivanovna, tísica, medio loca y que golpeaba las paredes con la cabeza.

Sin embargo, vio claramente que Sonia, por su educación y su carácter, no podía permanecer indefinidamente en semejante situación. También se preguntaba cómo había podido vivir tanto tiempo sin volverse loca. Desde luego, comprendía que la situación de Sonia era un fenómeno social que estaba fuera de lo común, aunque, por desgracia, no era único ni extraordinario; pero ¿no era esto una razón más, unida a su educación y a su pasado, para que su primer paso en aquel horrible camino la hubiera llevado a la muerte? ¿Qué era lo que la sostenía? No el vicio, pues toda aquella ignominia sólo había manchado su cuerpo: ni la menor sombra de ella había llegado a su corazón. Esto se veía perfectamente; se leía en su rostro.

«Sólo tiene tres soluciones —siguió pensando Raskolnikof—: arrojarse al canal, terminar en un manicomio o lanzarse al libertinaje que embrutece el espíritu y petrifica el corazón.»

Esta última posibilidad era la que más le repugnaba, pero Raskolnikof era joven, escéptico, de espíritu abstracto y, por lo tanto, cruel, y no podía menos de considerar que esta última eventualidad era la más probable.

«Pero ¿es esto posible? —siguió reflexionando—. ¿Es posible que esta criatura que ha conservado la pureza de alma termine por hundirse a sabiendas en ese abismo horrible y hediondo? ¿No será que este hundimiento ha empezado ya, que ella ha podido soportar hasta ahora semejante vida porque el vicio ya no le repugna...? No, no; esto es imposible —exclamó mentalmente, repitiendo el grito lanzado por Sonia hacía un momento—: lo que hasta ahora le ha impedido arrojarse al canal ha sido el temor de cometer un pecado, y también esa familia... Parece que no se ha vuelto loca, pero ¿quién puede asegurar que esto no es simple apariencia? ¿Puede estar en su juicio? ¿Puede una persona hablar como habla ella sin estar loca? ¿Puede una mujer conservar la calma sabiendo que va a su perdición, y asomarse a ese abismo pestilente sin hacer caso cuando se habla del peligro? ¿No esperará un milagro...? Sí, seguramente. Y todo esto, ¿no son pruebas de enajenación mental?»

Se aferró obstinadamente a esta última idea. Esta solución le complacía más que ninguna otra. Empezó a examinar a Sonia atentamente.

—¿Rezas mucho, Sonia? —le preguntó.

La muchacha guardó silencio. Él, de pie a su lado, esperaba una respuesta.

—¿Qué habría sido de mí sin la ayuda de Dios?

Había dicho esto en un rápido susurro. Al mismo tiempo, lo miró con ojos fulgurantes y le apretó la mano.

«No me he equivocado», se dijo Raskolnikof.

—Pero ¿qué hace Dios por ti? —siguió preguntando el joven.

Sonia permaneció en silencio un buen rato. Parecía incapaz de responder. La emoción henchía su frágil pecho.

—¡Calle! No me pregunte. Usted no tiene derecho a hablar de estas cosas —exclamó de pronto, mirándole, severa e indignada.

«Es lo que he pensado, es lo que he pensado», se decía Raskolnikof.

—Dios todo lo puede —dijo Sonia, bajando de nuevo los

«Esto lo explica todo», pensó Raskolnikof. Y siguió observándola con ávida curiosidad.

Experimentaba una sensación extraña, casi enfermiza, mientras contemplaba aquella carita pálida, enjuta, de facciones irregulares y angulosas; aquellos ojos azules capaces de emitir verdaderas llamaradas y de expresar una pasión tan austera y vehemente; aquel cuerpecillo que temblaba de indignación. Todo esto le parecía cada vez más extraño, más ajeno a la realidad.

«Está loca, está loca», se repetía.

Sobre la cómoda había un libro. Raskolnikof le había dirigido una mirada cada vez que pasaba junto a él en sus idas y venidas por la habitación. Al fin cogió el volumen y lo examinó. Era una traducción rusa del Nuevo Testamento, un viejo libro con tapas de tafilete.

—¿De dónde has sacado este libro? —le preguntó desde el otro extremo de la habitación, cuando ella permanecía inmóvil cerca de la mesa.

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