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El Idiota

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El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
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El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

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—Sí, soberbio.

Después, los visitantes se separaron de Michkin en los términos más afectuosos, y hasta se podría decir más fraternales.

Su marcha dejó muy preocupado a Michkin. Cierto que desde la noche precedente (y acaso desde antes) había sospechado diversas cosas; pero hasta esta visita no había tenido plena certeza de lo que pudiese existir de fundado en sus temores. Ahora el príncipe Ch. acababa de confirmárselos. Se engañaba, sin duda, en la interpretación del hecho; mas aun así, Ch. no estaba lejos de la verdad al adivinar en todo aquello una intriga. «Por ende —se decía Michkin— acaso él se dé perfecta cuenta de la realidad, y haya querido esconderla ante mis ojos.» Un punto indudable era que sus visitantes (o al menos el príncipe Ch.) habían ido a su casa con la intención de obtener aclaraciones, y, pues era así, le imaginaban directamente complicado en la intriga. Y, además, si aquello tenía tal importancia, Nastasia Filipovna perseguía notoriamente un fin y un fin terrible. Pero, ¿cuál? La pregunta espantaba al príncipe. ¿Cómo impedírselo? «Cuando esa mujer resuelve una cosa, nadie es capaz de conseguir evitar que la ponga en práctica.» Michkin lo sabía por experiencia. «¡Está loca, loca!»

Aquel día se produjeron otras muchas circunstancias enigmáticas, todas las cuales requerían aclaración urgente. Michkin, pues, sentíase muy disgustado. La visita de Vera Lebedieva, que acudió con Lubochka, le procuró alguna distracción. Ambos hablaron alegremente de muchas cosas. Después de Vera llegó su hermanita, y más tarde el hijo de Lebediev, que concurría al instituto. El muchacho aseguró que, según la interpretación de su padre, la estrella que en el Apocalipsis cae «sobre las fuentes de las aguas», simbolizaba la red de ferrocarriles extendidos sobre Europa. El príncipe no quiso creer que tal fuese la explicación de Lebediev y resolvió preguntárselo a la primera oportunidad. Vera añadió que Keller se había instalado en la casa desde la víspera y que, según todas las apariencias, no se proponía abandonarla en bastante tiempo. Por lo pronto ya había estrechado sus relaciones con el general Ivolguin, y declarado que no se quedaba entre ellos sino para completar su instrucción. Michkin cada vez tomaba más cariño a los hijos de Lebediev. Kolia no apareció en todo el día; habíase ido a San Petersburgo temprano, de mañana. Lebediev, requerido por ciertos asuntillos, estaba fuera de casa desde muy pronto también. El príncipe esperaba con impaciencia la visita de Gabriel Ardalionovich, que se había ofrecido a entrevistarse con él aquel día sin falta.

Gania llegó, en efecto, después de la comida, a cosa de las seis. A la primera mirada que le dirigió Michkin se dijo que el visitante debía conocer todos los detalles del asunto. ¿Y cómo no, si podía informarse cerca de personas tan bien enteradas como su hermana y Ptitzin? Pero las relaciones que los dos hombres mantenían eran de una naturaleza muy particular: así, por ejemplo, el príncipe había puesto el asunto de Burdovsky en manos de Gabriel Ardalionovich, y esta muestra de confianza no era la única que le diera. Mas existían ciertos extremos sobre los que ambos evitaban hablar por una especie de acuerdo tácito. Parecíale a veces a Michkin que Gania hubiese deseado más franqueza y cordialidad en su trato mutuo. Ahora, por ejemplo, Michkin creyó advertir, cuando vio entrar al joven, que éste juzgaba llegado el instante de romper el hielo. Por otra parte, Gabriel Ardalionovich tenía prisa, ya que su hermana le esperaba en casa de los Lebediev y ambos habían de hacer algunas cosas.

Pero si Gania esperaba toda una serie de preguntas impacientes, de confidencias involuntarias, de expansiones amistosas, se hallaba extraordinariamente equivocado. Durante los veinte minutos que su visitante estuvo con él, el príncipe permaneció pensativo, distraído, sin formular una sola de las preguntas que Gania esperaba. Y éste resolvió entonces atenerse a igual reserva. Mientras hablaron, charló sin cesar, bromeó jovialmente, con ligereza y gracia, y se abstuvo de tocar el punto esencial.

Gania contó, entre otras cosas, que Nastasia Filipovna sólo llevaba cuatro días en Pavlovsk y ya había atraído la atención general. Moraba con Daría Alexievna en una mala casa de la calle Matrossky; pero tenía el mejor carruaje de Pavlovsk. Nastasia Filipovna se comportaba correctamente y vestía bien. Sin lujo, pero con un gusto que producía tanta envidia a las demás mujeres como su belleza y su coche. Infinidad de adoradores, jóvenes y viejos, giraban en torno suyo. Cuando paseaba en su carruaje, iba escoltada a veces por señores a caballo. Nastasia Filipovna era, como siempre, muy caprichosa en la elección de sus amigos y sólo recibía a los que se le antojaba. Y, con todo, la rodeaba un verdadero regimiento de ellos. De necesitarlos, hubiéranle sobrado defensores. Un señor que veraneaba en una villita había roto ya con una joven a la que estaba prometido, y un general anciano habíase querellado con su hijo por Nastasia Filipovna. Ésta salía a pasear frecuentemente con una encantadora joven de dieciséis años, pariente lejana de Daría Alexievna. La muchachita cantaba muy bien y ello atraía muchos visitantes a las veladas de la casa.

—El extravagante incidente de ayer ha sido premeditado, sin duda, y no hay que tomarlo en consideración —opinó Gania, antes de concluir—. Para encontrar alguna falta a Nastasia Filipovna habrá que espiar mucho o calumniarla, lo que, desde luego, no tardará en suceder.

Gania esperaba que su interlocutor le preguntase el motivo de que pudiera considerarse como premeditado el incidente con Radomsky y por qué no tardaría en ser calumniada Nastasia Filipovna. Pero Michkin no preguntó nada.

Sin ser interrogado, Gania habló ampliamente a propósito de Eugenio Pavlovich. A juicio de Gabriel Ardalionovich, Radomsky no podía conocer mucho a Nastasia Filipovna, ya que le había sido presentado incidentalmente cuatro días antes, y probablemente no había estado nunca en su casa. Respecto a los pagarés, no constituían una cosa imposible: Gania sabía que la fortuna de Eugenio Pavlovich era vasta, pero algunos asuntos relacionados con ella estaban un poco confusos. Gania interrumpióse súbitamente al hablar de esto.

Y en cuanto al sorprendente episodio del día anterior, no hizo otra alusión que la señalada.

Bárbara Ardalionovna se presentó en busca de su hermano y sólo permaneció un momento en las habitaciones del príncipe. Este no trató de hacerla hablar; pero ella le dijo que Eugenio Pavlovich pasaba en San Petersburgo todo aquel día y acaso el siguiente, y que Ptitzin estaba en San Petersburgo también, probablemente en relación con los asuntos de Eugenio Pavlovich, lo que demostraba que algo había sucedido en realidad. Añadió que Lisaveta Prokofievna se encontraba de pésimo humor y que Aglaya había reñido con toda su familia, incluso sus dos hermanas, lo que «no podía ser buena señal». Después de dar estos informes, el último de los cuales pareció muy significativo al príncipe, Varia se fue con su hermano. Gania, por falsa modestia, o acaso para no herir los sentimientos de Michkin, no pronunció una palabra sobre el asunto del «hijo de Pavlitchev». De todos modos, Michkin le dio las gracias por su intervención en tal asunto.

Satisfecho al hallarse solo, el príncipe salió de la terraza, cruzó el camino y entró en el parque. Se proponía meditar sobre un proyecto que acababa de acudir a su mente. Pero era un proyecto de esos que exigen un arranque, porque no resisten a una reflexión madura. Michkin acababa de sentir el súbito deseo de abandonarlo todo, de volver al remoto lugar de que viniera, de hundirse en una lejana soledad, de desaparecer en el acto, sin despedirse de nadie. Preveía que, de aplazar su marcha sólo unos pocos días, quedaría definitivamente afincado en aquel ambiente y no podría desprenderse de él jamás. Mas le bastaron menos de diez minutos para reconocer que una fuga así era imposible, que incluso representaba una cobardía y que ante él se presentaban problemas que se hallaba en la obligación de solucionar. Y así, hostigado de estos pensamientos, volvió a su casa tras un paseo de un cuarto de hora escaso, sintiéndose auténticamente desdichado en aquellos instantes.

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