-->

El Idiota

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу El Idiota, Достоевский Федор Михайлович-- . Жанр: Русская классическая проза. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
El Idiota
Название: El Idiota
Дата добавления: 15 январь 2020
Количество просмотров: 249
Читать онлайн

El Idiota читать книгу онлайн

El Idiota - читать бесплатно онлайн , автор Достоевский Федор Михайлович

El idiota es una de las cumbres de la narrativa universal. La novela, cuyo desarrollo gira en torno a la idea de la representaci?n de un arquetipo de la perfecci?n moral, tiene como protagonista al pr?ncipe Myshkin, personaje de talla comparable al Raskolnikov de Crimen y castigo o el Stavrogin de Los demonios y que, significativamente, da t?tulo a la obra.

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

Перейти на страницу:

Lebediev no había vuelto aún. Hacia el caer de la noche, Keller logró introducirse en el cuarto de Michkin y, aunque no se hallaba ebrio, abrumó al príncipe con sus confidencias y expansiones. Declaró en primer lugar que deseaba contar a Michkin toda su vida, y que sólo para ello se había quedado en Pavlovsk. No había modo de desembarazarse de él o inducirle a irse. Keller llevaba preparado un largo discurso; pero tras algunas palabras incoherentes a guisa de preámbulo, saltó a la conclusión, manifestando que, como consecuencia de haber dejado de creer en el Omnipotente, había perdido «toda huella de moralidad», convirtiéndose en un verdadero ladrón.

—¿Lo cree? ¿Le parece posible?

—Escuche, Keller —dijo el príncipe—: no tiene por qué confesar semejante cosa, no siendo en caso de necesidad absoluta. Pero creo que se calumnia usted adrede.

—Se lo digo a usted, a usted solo, y únicamente pensando en mi mejora moral. No lo he dicho a nadie, ni lo diré; mi secreto me acompañará a la tumba. Pero, ¡si usted supiese, príncipe, qué difícil es en nuestra época procurarse dinero! ¿Dónde encontrarlo, dígame? La contestación es siempre la misma: «Tráiganos garantía en oro o diamantes y le haremos un préstamo». Es decir, que me proponen precisamente lo que no puedo hacer. ¿Es concebible semejante cosa? Una vez me enfadé y dije: «¿No me prestaría también dinero sobre esmeraldas?» «También sobre esmeraldas», me contestaron. «Bien», repuse. Tomé el sombrero y salí. ¡Malditos bribones!

—¿Tenía usted esmeraldas?

—¡Tener yo esmeraldas! ¡Con qué cándida serenidad, bucólica casi, considera usted aún la vida, príncipe!

Michkin comenzaba a sentir desazón y disgusto pensando en aquel hombre y preguntábase si no se podría hacer algo por él, sometiéndole a una buena influencia. No confiaba precisamente en su influencia propia, y no porque la despreciase por humildad, sino porque tenía un modo especial de ver las cosas. Gradualmente, la conversación se animó e hízose tan interesante que ninguno de los interlocutores pensaba en terminarla. Keller confesó con extraordinaria naturalidad actos de los que nadie se hubiera reconocido culpable. A cada nuevo relato que iniciaba se afirmaba arrepentido y «deshecho en lágrimas íntimas»; pero luego, relatando, parecía jactarse de sus malas acciones. A ratos se explicaba de un modo tan cómico, que el príncipe y él acabaron riendo como locos.

—Lo notable es que hay en usted una confianza extraordinaria e infantil —dijo Michkin, al final—. ¿Sabe que eso le redime de muchas cosas?

—Soy noble, noble, caballerescamente noble —repuso Keller—, pero esta nobleza, príncipe, no existe sino en sueños, como un ideal, y no se manifiesta jamás en la práctica. ¿Por qué? No acierto a comprenderlo.

—No desespere. Puede decirse, sin temor a equivocarse, que me ha contado usted al detalle toda su existencia. Al menos, me parece imposible que usted pueda añadir nada a lo ya relatado. ¿Verdad?

—¡Imposible! —exclamó, con aire compasivo, el ex subteniente—. ¡Oh, príncipe! ¡Qué completamente «á la Suisse» interpreta usted la naturaleza humana!

—¿Cree —dijo el príncipe, extrañado y tímido— que se pueden añadir más cosas a las que me ha contado? Y ahora, Keller, dígame con franqueza lo que esperaba de mí y por qué ha venido a hacerme esas confesiones.

—¿Lo que esperaba de usted? En primer lugar, el agradable espectáculo de su bondad. El mero hecho de hablar con usted es mi placer por sí solo. Con usted se tiene la certeza de hablar con un hombre muy virtuoso... Y además, además...

Parecía turbado. Viéndole vacilar, el príncipe acudió en su ayuda.

—¿Deseaba pedirme dinero?

Pronunció aquellas palabras con mucha sencillez, en tono grave y casi tímido.

Keller se estremeció, miró bruscamente y exteriorizando sorpresa el rostro de Michkin y asestó en la mesa un fuerte puñetazo.

—Eso, príncipe, es lo que me aniquila y me derrota por completo. Es usted de una bondad y una inocencia que no se han conocido ni en la edad de oro, y a la vez lee usted en el alma humana como el psicólogo más perspicaz. Pero todo esto exige alguna explicación, porque me siento muy confuso. Mi fin, en resumen, era pedirle un préstamo; pero usted me hace esa pregunta como si mi objeto no tuviese nada de reprensible, como si fuera lo más natural...

—En usted es muy natural.

—¿Y no le indigna?

—¿Por qué ha de indignarme?

—Atiéndame, príncipe. Me he quedado aquí desde ayer, en primer término, porque tengo muy particular estima por el arzobispo francés Bourdalone (cuyos escritos hemos estado saboreando en la habitación de Lebediev hasta las tres de la madrugada) y en segundo, y principal (le juro por lo más sagrado que digo la verdad pura), porque quería, haciendo ante usted una confesión cordial y completa, favorecer mi desarrollo moral. Tal era mi idea, que me hizo deshacerme en llanto cuando me dormí, a las cuatro de la madrugada. Si quiere creer en la palabra de un hombre de honor, en el minuto preciso en que me dormía, colmado de lágrimas (y externas, porque recuerdo perfectamente que me quedé dormido sollozando), se me ocurrió una idea diabólica: «¿Y si después de tu confesión le pidieses dinero?» De modo que toda la confesión ha sido un ardid para asegurar el éxito del golpe y conseguir al final que me prestase usted ciento cincuenta rublos. ¿No le parece esto una bajeza?

—No habla usted con exactitud. Una cosa se ha mezclado a otra y nada más. Las dos ideas se han confundido, lo que pasa muy a menudo. Lo mismo me sucede siempre a mí. Por lo demás, el experimentarlo no es cosa conveniente y usted sabe, Keller, que soy el primero en reprochármelo. Cuando usted hablaba antes, me parecía oír mi propia historia. A veces he llegado a pensar que toda la gente debía ser así —continuó el príncipe, a quien el tema parecía interesar sumamente—y esto me consolaba en parte, haciéndome admitir la imposibilidad de luchar contra esas ideas mixtas, aunque yo lo haya ensayado. ¡Sólo Dios sabe cómo se originan semejantes pensamientos! Y usted, al hablar de este caso, lo califica rotundamente de bajeza. Desde ahora tales ideas van a producirme temor. De todos modos, no soy yo el llamado a juzgarle, pero me parece que calificar de bajeza su acción es ir demasiado lejos. ¿Qué le parece? Ha empleado usted una astucia para pedirme dinero; pero usted jura que, independientemente del motivo, su confesión es sincera. En cuanto al dinero lo quiere usted para bebérselo, ¿verdad? Y ello, después de su confesión, es, realmente, una cobardía. Pero, ¿cómo renunciar en un instante al hábito de beber? Es imposible. ¿Qué hacer, pues, en este caso? Lo mejor es dejarlo al juicio de su propia conciencia. ¿Qué le parece?

Michkin miraba a Keller con viva curiosidad. Era evidente que la cuestión de las ideas mixtas o dobles le preocupaba desde hacía tiempo.

—¡No comprendo cómo, después de oírle, puede calificársele de idiota, príncipe! —exclamó el boxeador. Michkin se ruborizó ligeramente.

—El mismo predicador Bourdalone no habría justificado a todos los hombres, y, sin embargo, usted me justifica, me juzga humanamente. Para castigarme y probarle que me ha conmovido, no le aceptaré los ciento cincuenta rublos. Déme sólo veinticinco y me bastarán. No necesito más, al menos en dos semanas. Antes de quince días no volveré a pedirle dinero. Quería hacer un regalo a Agachka, pero en realidad no lo merece. ¡Dios le bendiga, querido príncipe!

Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название