Los hermanos Karamazov
Los hermanos Karamazov читать книгу онлайн
Tragedia cl?sica de Dostoievski ambientada en la Rusia del siglo XIX que describe las consecuencias que tiene la muerte de un padre posesivo y dominante sobre sus hijos, uno de los cuales es acusado de su asesinato.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
—Esta espera frívola e inmediata de grandes acontecimientos sólo es posible entre los laicos. A nosotros no nos puede afectar.
Pero apenas lo escuchaban, cosa que el padre Paisius advirtió con inquietud, y más al observar que él mismo, a pesar de su aversión a las esperanzas de realización inmediata, a su juicio cosas propias de personas ligeras y frívolas, las compartía secretamente y con la misma vehemencia que los demás. Sin embargo, ciertos encuentros lo contrariaban profundamente y despertaban en él grandes dudas. Entre la multitud que se hacinaba en el salón advirtió con repugnancia (y enseguida se reprochó este sentimiento) la presencia de Rakitine y del monje de Obdorsk, que no se decidía a dejar el monasterio. Los dos parecieron repentinamente sospechosos al padre Paisius, y no eran los únicos que despertaban sus sospechas. En medio de la agitación general, el monje de Obdorsk era el más bullicioso. Se le veía en todas panes haciendo preguntas, aguzando el oído y hablando en voz baja, con aire de misterio. Se mostraba impaciente y como irritado a causa de que el milagro esperado tanto tiempo no se hubiera producido.
Rakitine había llegado a la ermita muy temprano, cumpliendo las instrucciones de la señora de Khokhlakov, como se supo más tarde. Cuando esta dama, de buen corazón pero desprovista de carácter, que no tenía acceso al monasterio, se despertó y se enteró de la noticia, sintió tal curiosidad, que envió enseguida a Rakitine con el encargo de transmitirle cada media hora un informe escrito de todo lo que iba sucediendo. Consideraba a Rakitine como un joven ejemplarmente piadoso, tan insinuante era y tal arte tenía para hacerse valer a los ojos de las personas que le interesaban por algún motivo.
El día era hermoso. Multitud de fieles se agrupaban alrededor de las tumbas, la mayoría de las cuales estaban en la vecindad de la iglesia, hallándose las demás diseminadas una aquí y otra allá. El padre Paisius, que daba una vuelta por el monasterio para inspeccionarlo todo, pensó de pronto en Aliocha, al que hacía mucho tiempo que no había visto, y en este preciso momento lo distinguió en un rincón lejano, cerca del muro que limitaba el recinto, sentado en la tumba de un monje fallecido hacía muchos años y que había alcanzado fama por su abnegación ascética. Aliocha estaba de espaldas a la ermita, dando la cara al muro y casi oculto por la tumba. Al acercarse a él, el padre Paisius vio que se cubría el rostro con las manos y que los sollozos sacudían su cuerpo. Estuvo un momento mirándolo.
—No llores más, hijo mío —le dijo al fin con afecto y simpatía—; basta de lágrimas. ¿Qué razón hay para que llores? Por el contrario, debes alegrarte. ¿Acaso ignoras que hoy es un día sublime para él? Piensa en el lugar donde se halla ahora, en este momento.
Aliocha miró al monje, descubriendo su cara hinchada por el llanto, lo que le daba un aspecto infantil. Pero enseguida se volvió de espaldas y de nuevo ocultó su rostro entre las manos.
—Tal vez hagas bien en llorar —dijo el padre Paisius, pensativo—. Estas lágrimas te las envía el Señor. «Tus sentidas lágrimas darán descanso a tu alma y aliviarán tu corazón.»
Dijo esto último para sí, observando con afecto a Aliocha, y se apresuró a marcharse, notando que acabaría por echarse a llorar también si seguía mirándolo.
Pasaban las horas, los ritos fúnebres se sucedían. El padre Paisius sustituyó al padre José al lado del ataúd y continuó la lectura de los Evangelios.
Antes de las tres de la tarde se produjo el hecho de que he hablado al final del libro anterior, acontecimiento tan inesperado, tan contrario a lo que todos esperaban, que —lo repito— todavía se recuerda en la ciudad y en toda la comarca. Debo añadir que casi me repugna hablar de este suceso escandaloso, trivial y corriente en el fondo, y que lo habría pasado por alto si no hubiera influido decisivamente en el alma y el corazón del principal aunque futuro héroe de mi relato, Aliocha, provocando en él una especie de revolución íntima que agitó su pensamiento, pero que lo afirmó en el camino que conducía a determinado fin.
Antes de la salida del sol, cuando el cuerpo del staretsse colocó en el ataúd y se transportó el féretro a la espaciosa cámara, alguien preguntó si se debían abrir las ventanas. Pero la pregunta quedó sin respuesta, pues pasó inadvertida para la mayoría de los presentes. Sólo la oyeron algunos, y éstos no podían concebir que semejante cadáver se corrompiera y oliese mal. La idea les pareció absurda y enojosa, y también cómica, por la frivolidad y falta de fe que encerraba. Todo el mundo esperaba precisamente lo contrario. A primera hora de la tarde empezó a percibirse algo extraordinario. Los primeros que lo notaron fueron los que entraban a cada momento en la gran cámara, pero guardaron silencio, pues ninguno se atrevía a participar su preocupación a los otros. A eso de las tres, el hecho fue tan evidente, que la noticia corrió por la ermita y se extendió por todo el monasterio, sorprendiendo a la comunidad entera.
Pronto llegó a la ciudad, causando honda impresión a creyentes e incrédulos. Estos se alegraron, y algunos de los creyentes se regocijaron más todavía, pues «la caída y afrenta del justo suele producir satisfacción», como había dicho el difunto en una de sus lecciones.
Lo sucedido fue que del ataúd empezó a salir un olor nauseabundo y cada vez más insoportable. Sería inútil buscar en los anales de nuestro monasterio un escándalo semejante al que se produjo entre los mismos religiosos cuando el hecho se comprobó y que en modo alguno se habría producido en otras circunstancias. Muchos años después, algunos monjes, recordando los incidentes de aquel día, se preguntaban horrorizados cómo había podido alcanzar el escándalo semejantes dimensiones. Pues anteriormente habían fallecido religiosos irreprochables y de reconocida sinceridad y de sus cuerpos había emanado el natural y repulsivo olor que se desprende de todos los cadáveres, sin que ello produjera el menor escándalo ni emoción.
Según la tradición, los restos de ciertos religiosos muertos en épocas anteriores se habían librado de la corrupción, misterio del que la comunidad guardaba un recuerdo impregnado de emoción, viendo en ello un hecho milagroso y la promesa de una gloria más alta, ya que procedía de la tumba, por la voluntad divina. Se recordaba sobre todo el caso del staretsJob, famoso asceta y gran ayunador, fallecido en 1810 a la edad de ciento cinco años, cuya tumba se mostraba con unción a los fieles que llegaban por primera vez al monasterio, unción acompañada de alusiones llenas de misterio a las grandes esperanzas que despertaba aquella sepultura. Ésta era la tumba donde el padre Paisius había visto a Aliocha aquella tarde.
También se hablaba del padre Barsanufe, el staretsal que había sucedido el padre Zósimo. Cuando vivía, todos los fieles que visitaban el monasterio lo consideraban como un «inocente». Según la tradición, estos dos monjes parecían seres vivos al ser colocados en sus ataúdes, se les había inhumado intactos e incluso emanaba cierta luz de sus rostros. Otros decían y repetían que sus cuerpos exhalaban un suave perfume. Pero estos sugeridores recuerdos no bastaban para justificar que se hubiera desarrollado una escena tan absurda, tan inaudita, junto al féretro del padre Zósimo.
Yo atribuyo esta escena a la acción conjunta de diversas causas. Una de ellas era el odio inveterado que muchos monjes profesaban al staretismo, por considerarlo como una innovación perniciosa. Otra causa importantísima era la envidia que despertaba la santidad del difunto, tan sólidamente cimentada durante la vida del starets, que no se admitía la discusión sobre este punto. Pues si bien el padre Zósimo se había captado gran número de corazones con su amor más que con sus milagros, y había formado una fuerte falange con los que amaba, también, y por esta razón, había despertado la envidia en muchos que llegaron a ser sus enemigos, tanto en el monasterio como entre los laicos. Aunque no había hecho ningún mal a nadie, algunos decían: «No sé en qué se fundan para considerarlo un santo.» Y estas palabras, a fuerza de repetirse, habían engendrado un odio implacable contra él. Por eso creo que muchos se alegraron al enterarse de que su cuerpo apestaba cuando aún no hacia veinticuatro horas que se había producido el fallecimiento. En cambio, ciertos partidarios del staretsque lo habían reverenciado hasta entonces vieron en tal corrupción poco menos que un ultraje.