Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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A mi madre le encantaban los juegos de habilidad y las apuestas. Gracias a sus expertas manos, los mil fragmentos de un rompecabezas gigante iban dando forma gradualmente a una escena inglesa de caza; lo que había parecido el miembro de un caballo resultaba pertenecer a un olmo, y la pieza que no había modo de colocar encajaba perfectamente en el moteado fondo, proporcionándonos así el delicado estremecimiento de una satisfacción abstracta pero táctil. Hubo una época en la que se aficionó mucho al poker, que había llegado a la sociedad de San Petersburgo a través de los círculos diplomáticos, de modo que algunas de las combinaciones tenían bonitos nombres franceses tales como brelanpara «trío», couleurpara «flush» y otros nombres parecidos. Se jugaba al draw poker, al que ocasionalmente se añadía el tintineo de los jackpoisy un omnivicario jocker. Cuando estábamos en la ciudad a veces jugaba al poker en casa de sus amistades hasta las tres de la mañana, pues en los últimos años antes de la Primera Guerra Mundial se había convertido en un entretenimiento social; más tarde, en el exilio, solía imaginar (con el mismo asombro y la misma consternación con que recordaba al viejo Dmitri) al chófer Pigorov, que todavía parecía estar esperándola en la implacable escarcha de una interminable noche, aunque, en el caso de Pinogov, el té con ron servido en alguna hospitalaria cecina debió de servirle de alivio en aquellas vigilias.
Uno de nuestros mayores placeres en verano era ese deporte tan ruso de salir a hodit' po grib'i[buscar setas]. Fritas con mantequilla y espesadas con cuajada, las deliciosas setas que solía encontrar mi madre aparecían regularmente en nuestra mesa. Y no es que el momento gustativo tuviera gran importancia. Lo que más disfrutaba ella era la búsqueda, y esta búsqueda tenía sus reglas. Así, no cogía ningún agárico; sólo se llevaba las especies comestibles del género Boletus (el leonado edulis, el pardo scaber, el rojo aurantiacus, y unas pocas especies próximas), a las que algunos llaman «setas de tubos» y que los micólogos definen fríamente como «hongos terrestres, carnosos, putrescentes y con estípite central». Sus compactos sombreros —cerrados en las setas más jóvenes, robustos y dotados de apetitosas cúpulas en las maduras— tienen una superficie inferior muy tersa (sin láminas), y un pie fuerte y pulcro. Por la simplicidad clásica de su forma, los boletusse diferencian considerablemente de la «auténtica seta», dotada de esas ridículas agallas y ese inútil anillo en torno al pie. No obstante, son estas últimas setas, los agáricos, tan feos y ramplones, los únicos que conocen y saborean las naciones de gustos timoratos, de modo que para la mentalidad profana de los angloamericanos, los aristocráticos boletosno son, como mucho, sino hongos venenosos levemente reformados.
El tiempo lluvioso hacía salir con profusión estas bellas plantas al pie de los abetos, abedules y álamos temblones de nuestro parque, sobre todo en su parte más antigua, al este del camino para carruajes que dividía el parque en dos mitades. Sus hondonadas más sombrías albergaban entonces ese especial olor a seta que hace que las narices rusas se dilaten: una oscura, húmeda y agradable combinación de musgo húmedo, tierra rica, hojas en putrefacción. Pero había que escrutar y buscar durante un buen rato en el húmedo sotobosque para llegar a descubrir y arrancar cuidadosamente del suelo algún ejemplar realmente bueno, como algún miembro joven de la especie edulis, con su característico sombrero, o la variedad jaspeada del scaber.
Las tardes nubladas, completamente sola bajo la llovizna, mi madre, provista de un cesto (manchado por dentro de azul por los arándanos que algún otro miembro de la familia había recogido), partía para una de sus largas expediciones recolectoras. Más o menos a la hora de cenar la veíamos emerger de las nebulosas profundidades de uno de los senderos del parque, envuelta en una capa de lana pardo verdosa, sobre la que innumerables gotitas de humedad formaban algo así como un manto de niebla. Cuando, saliendo de debajo de los goteantes árboles, se acercaba un poco más y me veía, su rostro adoptaba una extraña expresión carente de júbilo, que hubiera podido denotar un día sin suerte, pero que yo sabía que era la tensa beatitud, celosamente contenida, del cazador afortunado. Justo antes de llegar a mi lado, con un brusco ademán del brazo, bajando el hombro y emitiendo un «¡Uf!» de exagerado agotamiento, depositaba su cesto en el suelo a fin de subrayar su peso y su sobreabundante carga.
Junto a uno de los blancos bancos del jardín, en una mesa redonda de hierro, colocaba sus setas en círculos concéntricos a fin de contarlas y seleccionarlas. Las más viejas, de carne esponjosa y color más oscuro, eran eliminadas, y sólo conservaba las más tiernas. Durante un momento, antes de que se las llevara envueltas en un pañuelo algún criado que las arrojaría en un lugar acerca del cual nada sabía ella, y para ser condenadas a un destino que no le interesaba, se quedaba un momento admirándolas con tranquila satisfacción. Tal como solía ocurrir al final de los días lluviosos, el sol proyectaba un espectral resplandor antes de ponerse, y allí, en la redonda mesa mojada, permanecían sus setas, pródigas en color, algunas con rastros de vegetación extraña: una hoja de hierba pegada a un viscoso sombrero color cervato, o un poco de musgo arropando todavía la bulbosa base de un pie salpicado de motas oscuras. Y también aparecía alguna diminuta oruga anillada que iba midiendo, como la mano de un niño, el borde de la mesa, y que de vez en cuando se estiraba hacia arriba tratando, en vano, de encaramarse al arbusto del que había sido desalojada.
4
No solamente se abstenía mi madre de visitar la cocina y la zona del servicio, sino que ambas permanecían tan alejadas de su conciencia como si se tratase de los cuartos correspondientes de un hotel. Mi padre también carecía de toda propensión a llevar la casa. Pero se encargaba de los menús. Soltando un suspirillo, abría una suerte de álbum que le ponía delante el mayordomo una vez concluido el postre de la cena, y anotaba con su elegante y fluida caligrafía los platos que comeríamos al día siguiente. Tenía la curiosa costumbre de hacer vibrar el lápiz o la estilográfica justo encima del papel mientras reflexionaba sobre cuál sería la siguiente serie de palabras. Mi madre asentía con un vago gesto o bien torcía el gesto a las sugerencias que él iba haciendo. Nominalmente, la dirección de la casa estaba en manos de la que fuera la niñera de mi madre, que para entonces era una legañosa anciana increíblemente arrugada (había nacido esclava alrededor de 1830), con un rostro pequeño como el de una tortuga melancólica, y grandes pies que siempre arrastraba al andar. Solía vestirse con un monjil vestido pardo y desprendía un leve pero inolvidable olor a café y pudrición. Su temida felicitación en el día de nuestro santo y nuestro cumpleaños era el beso de servidumbre en el hombro. Con los años había adquirido una tacañería patológica, sobre todo en relación con el azúcar y las conservas, de modo que gradualmente, y con la sanción de mis padres, habían empezado a introducirse nuevas disposiciones domésticas que a ella se le ocultaban. Sin enterarse de nada (saberlo le hubiera destrozado el corazón), seguía colgando, por así decirlo, de su llavero, mientras mi madre hacía cuanto estaba en su mano por aplacar con palabras consoladoras los recelos que de vez en cuando aleteaban en el cada vez más débil cerebro de la vieja. Única señora de su enmohecido y remoto reino, que ella creía que era el real (de haber sido así nos hubiese matado de hambre), su figura era seguida por las miradas burlonas de los lacayos y doncellas cuando se arrastraba por los largos pasillos para guardar lejos del alcance de los demás media manzana o un par de partidas galletas Petit-Beurre que acababa de encontrar en un plato.