Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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Entre tanto, con un personal permanente de unos cincuenta criados y sin que nadie se atreviese a criticarlo, tanto nuestra casa urbana como la campestre eran escenario de fantásticos torbellinos de latrocinio. Según nuestras fisgonas y ancianas tías, a las que nadie hacía caso pero que al final resultaron estar cargadas de razón, los principales cerebros de esta actividad eran el cocinero jefe, Nikolay Andreevich y el jardinero jefe, Egor, dos hombres de aspecto muy serio, con gafas, y las sienes encanecidas propias de los criados fieles. Enfrentado a ciertas facturas fabulosas e incomprensibles, o al repentino agotamiento de los fresales del jardín o de los melocotones del invernadero, mi padre, que era jurista y estadista, se sentía profesionalmente vejado al ver que era incapaz de controlar la economía de su propia casa; pero cada vez que salía a la luz algún complicado caso de robos de menor cuantía, ciertas dudas legales o ciertos escrúpulos le impedían obrar en consecuencia. Cuando el sentido común exigía el despido de algún pícaro criado, el hijito de quienfuera caía víctima de esta o aquella terrible enfermedad, y todas las demás consideraciones quedaban suspendidas ante la necesidad de conseguir que fuese atendido por los mejores médicos de la ciudad. Así, de una forma u otra, mi padre prefería dejar la marcha de la casa en un estado de precario equilibrio (que no carecía de cierto callado humor), mientras mi madre se consolaba pensando que mientras las cosas siguieran así nadie destruiría el mundo ilusorio de su vieja niñera.
Mi madre sabía muy bien lo doloroso que podía resultar el desvanecimiento de una ilusión. La más ridícula decepción adquiría para ella las dimensiones de un tremendo desastre. Una Nochebuena, en Vyra, poco antes de que naciera su cuarto bebé, se vio obligada a guardar cama debido a una indisposición sin importancia, e hizo que mi hermano y yo (que teníamos, respectivamente, cinco y seis años) le prometiéramos que no íbamos a mirar el contenido de los calcetines de Navidad que encontraríamos colgados de los postes de nuestras camas a la mañana siguiente, hasta reunirnos con ellos en su habitación, a fin de que ella pudiese contemplar nuestra alegría y disfrutarla. Al despertar, celebré una furtiva conferencia con mi hermano, tras la cual, con manos ansiosas, cada uno palpó su maravillosamente crujiente calcetín rebosante de pequeños regalos; uno por uno, los fuimos sacando, desatamos las cintas, abrimos el papel de seda, los inspeccionamos a la débil luz que se colaba por una grieta del postigo, volvimos a envolverlos, y los metimos otra vez en su calcetín. Recuerdo a continuación que ya estábamos sentados en la cama de mi madre, sosteniendo en la mano los abultados calcetines, y haciendo los mayores esfuerzos por brindarle el espectáculo que ella quería ver; pero habíamos envuelto tan mal los regalos, y tan de aficionados fue nuestra representación de la entusiasmada sorpresa (veo a mi hermano alzando la mirada al techo y exclamando, como hubiera hecho nuestra institutriz francesa: «Ah, que c'est beau!») que, después de observarnos un momento, nuestro público rompió a llorar. Transcurrió una década. Empezó la Primera Guerra Mundial. Una muchedumbre de patriotas y mi tío Ruka apedrearon la embajada alemana. Petersburgo degeneró en Petrogrado, en contra de todas las normas de prioridad en la nomenclatura. Beethoven resultó ser holandés. Los noticiarios cinematográficos mostraron fotogénicas explosiones, los espasmos de un cañón, Poincaré con sus polainas de cuero, sombríos charcos, el pobrecito Zarevich en uniforme circasiano con daga y cartucheras, y sus altas hermanas vestidas con escasa elegancia, largos trenes atestados de tropas.
Mi madre estableció un hospital privado para soldados heridos. La recuerdo, con el entonces de moda uniforme gris y blanco de enfermera que ella detestaba, denunciando con las mismas lágrimas infantiles tanto la impenetrable mansedumbre de aquellos campesinos mutilados como la ineficacia de la compasión a tiempo parcial. Y, más tarde incluso, ya en el exilio, cuando pasaba revista a su pasado se acusaba frecuentemente a sí misma (de forma injusta, según mi opinión actual) de no haberse visto tan afectada por la desdicha humana como por la carga emocional que el hombre vuelca sobre la inocente naturaleza: viejos árboles, viejos caballos, viejos perros.
Su especial cariño por los dachshunds pardos desconcertaba a mis criticonas tías. En los álbumes familiares que ilustran sus años jóvenes apenas aparecía ningún grupo que no incluyera a uno de esos pequeños animales, generalmente con alguna parte de su flexible cuerpo emborronada y siempre con esos extraños ojos paranoicos que muestran los dachshunds en las instatáneas. Un par de obesos vejestorios de esta especie, Box y Loulou, todavía dormitaban al sol en el porche cuando yo era niño. En algún momento de 1904 mi padre compró en una exposición de perros celebrada en Munich un cachorro que con el tiempo se convirtió en el malhumorado pero maravillosamente bonito Trainy(tal como le bauticé, porque era tan alargado y pardo como un coche-cama). Uno de los temas musicales de mi infancia es la histérica voz de Trainy persiguiendo a la liebre que jamás llegó a cazar por las profundidades de nuestro parque de Vyra, de donde regresaba al anochecer (después de que mi ansiosa madre se hubiera pasado largo rato silbando en la avenida de los robles) con el viejo cadáver de un topo entre los dientes y las orejas llenas de erizos. Alrededor de 1915 se le quedaron paralizadas las patas traseras, y hasta que no le dieron cloroformo se arrastró penosamente por el reluciente parque como un cul de jatte. Luego hubo alguien que nos regaló otro cachorro, Box II, cuyos abuelos habían sido Quina y Brom, los perros del doctor Anton Chejov.
Este último dachshundnos siguió en nuestro exilio, y en una fecha tan tardía como 1930 todavía podía ser visto, en un suburbio de Praga (donde mi enviudada madre pasó sus últimos años, viviendo de una pequeña pensión que le proporcionó el gobierno checo), saliendo de mala gana a pasear con su ama, anadeando rezagado y con cara de pocos amigos, terriblemente viejo y fastidiado por el largo bozal checo de alambre: un perro emigrado con abrigo remendado que no le iba a la medida.
Durante nuestros dos últimos años en Cambridge, mi hermano y yo solíamos ir a pasar las vacaciones a Berlín, donde nuestros padres, las dos chicas y Kirill, que tenía sólo diez años, ocupaban uno de esos enormes, sombríos y eminentemente burgueses pisos en los que he instalado a tantas de las familias de emigrados que aparecen en mis novelas y relatos. La noche del 28 de marzo de 1922, alrededor de las diez, en la sala en donde mi madre permanecía como de costumbre tendida en el sofá de felpa roja de la esquina, estaba yo casualmente leyéndole los poemas de Block sobre Italia —y acababa de terminar sus versos dedicados a Florencia, que Blok compara con la delicada y etérea flor de los lirios, y ella, sin dejar de hacer calceta, me decía: «Cierto, cierto, Florencia parece un dimniy iris, ¡es verdad! Recuerdo que...—, cuando sonó el teléfono.
Después de 1923, al irse ella a Praga, yo viví en Alemania y Francia, y no pude visitarla con frecuencia; tampoco estuve a su lado cuando murió, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Cada vez que conseguía desplazarme a Praga sentía esa punzada de advertencia, levemente anticipada y que te pilla de sorpresa, adoptando de nuevo su conocida máscara. En el triste alojamiento que compartía con su más querida compañera, Eugenia Konstantinovna Hofeld (1884-1957), que, en 1914, había sustituido a Miss Greenwood (la cual, a su vez, había sustituido a Miss Lavington) como institutriz de mis dos hermanas (Olga, nacida el 5 de enero de 1903, y Elena, nacida el 31 de marzo de 1906), solía tener esparcidos a su alrededor, sobre restos de decrépitos muebles de segunda mano, álbumes en los que, durante los últimos años, había copiado sus poemas preferidos, desde Mavkov hasta Mayakovski. Un vaciado de la mano de mi padre y una acuarela de su tumba en el cementerio ortodoxo griego de Tegel, que actualmente forma parte de Berlín Oriental, compartían los anaqueles con libros de escritores emigrados, tan propensos a la desintegración por culpa de sus baratas encuademaciones de papel. Una caja de jabón cubierta por una tela verde era el soporte de la serie de pequeñas y borrosas fotografías que gustaba tener cerca de su sofá. En realidad no las necesitaba, porque nada se había perdido. Del mismo modo que una compañía teatral que sale de gira lleva consigo a todas partes, mientras todavía recuerda el texto, un cerro ventoso, un castillo entre neblina y una isla encantada, también ella llevaba consigo todo lo que su alma había atesorado. Con gran claridad, puedo verla sentada a la mesa, estudiando serenamente las cartas de un solitario: se apoya en el codo izquierdo y presiona contra la mejilla el pulgar que le queda libre en la mano izquierda, que también sostiene, cerca de sus labios, un pitillo, mientras la mano derecha se adelanta a buscar el siguiente naipe. El doble brillo que aparece en el dedo anular corresponde a dos anillos de matrimonio, el suyo y el de mi padre, que, como es demasiado grande para ella, ha sido unido a su propio anillo con un poco de hilo negro.