Habla memoria
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Vladimir Nabokov no pod?a escribir una autobiograf?a corriente, y Habla, memoria lo demuestra. A trav?s de una serie de relatos largos, Nabokov, con el pretexto de contar su vida, construye un libro tan ameno, original, divertido y estilizado como sus novelas. Nabokov rememora aqu? sus meditaciones infantiles en el retrete, sus vacaciones en la finca campestre de la familia, sus amor?os adolescentes con Tamara en los museos de San Petersburgo. narra las peripecias de su huida de las huestes de Lenin y de su exilio europeo. escribe un homenaje a la honestidad pol?tica de su padre y a la belleza y ternura de su madre. pero lo que menos importa son los temas, porque de lo que se trata al fin y al cabo es de celebrar un fest?n de ingenio e inteligencia, de mordacidad despiadada y de nostalgia desgarradora, y en el que Nabokov es fiel a los consejos que daba a sus estudiantes de literatura: «?Acariciad los detalles! ?Los divinos detalles!»
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Me apresuro a completar mi lista antes de que me interrumpan. En el grupo verde están la hoja de aliso; la p, manzana sin madurar; y la t, color pistacho. Para la wno tengo mejor fórmula que el verde apagado, parcialmente combinado con el violeta. Los amarillos abarcan diversas ese zes, la cremosa d, la oro brillante yy la a, cuyo valor alfabético sólo puedo expresar diciendo que es «latón con brillo oliváceo». En el grupo de los pardos están el intenso tono de caucho de la gsorda, la f, algo más pálida, y la h, gris cordón de zapatos. Finalmente, entre los rojos, la btiene el tono que los pintores llaman siena tostada, la mes un pliegue de franela rosa, y hoy en día he podido encajar perfectamente la vcon el «rosa cuarzo» del Dictionary of Colourde Maerz y Paul. La palabra que significa arco iris, un arco iris primario y decididamente fangoso, en mi idioma particular es la casi impronunciable kzspygv. Según tengo entendido, el primer autor que estudió la audition coloreéfue un médico albino de Erlangen, en 1812.
Las confesiones de un sinesteta deben de sonar tediosas y ostentosas para quienes están protegidos de tales filtraciones y corrientes de aire por murallas más sólidas que las mías. Para mi madre, sin embargo, todo esto era completamente normal. Esta cuestión se planteó, un día de mi séptimo año, mientras utilizaba distraídamente un montón de los viejos cubos del alfabeto para construir una torre. Sin darle importancia, le comenté a mi madre que ningún cubo tenía el color que le correspondía. Entonces descubrimos que algunas de las letras de ella tenían el mismo color que las mías, y que, además, ella también se sentía afectada ópticamente por las notas musicales. En mí, éstas no evocaban el menor cromatismo. La música, siento decirlo, me afecta sólo como una sucesión arbitraria de sonidos más o menos irritantes. En determinadas circunstancias emocionales, llego a soportar los espasmos de un buen violín, pero los conciertos de piano, así como todos los instrumentos de viento, me aburren en dosis pequeñas y me desollan vivo en las mayores. A pesar del número de óperas al que me vi expuesto cada invierno (debo de haber ido a ver Ruslany Pikovaya Damaal menos una docena de veces en la mitad de años), mi débil capacidad de reacción a la música quedó completamente destruida por el tormento visual de no ser capaz de leer por encima de su hombro el libro que está leyendo Pimen o el de tratar en vano de imaginar las esfinges del jardín de Julieta.
Mi madre hizo cuanto estuvo en su mano por fomentar mi sensibilidad general para los estímulos visuales. ¡Cuántas acuarelas pintó para mí; qué revelación experimentó cuando me enseñó cómo surgía la flor de una lila mezclando azul y rojo! A veces, en nuestra casa de San Petersburgo, sacaba de un compartimento secreto de su habitación de tocador (la misma en la que yo nací) una enorme cantidad de joyas para entretenerme antes del momento de dormirme. Yo era entonces muy pequeño, y aquellas centelleantes tiaras y gargantillas y anillos me parecían estar dotadas de un misterio y un hechizo comparables a los de las iluminaciones de la ciudad durante las fiestas imperiales, cuando, en la acolchada quietud de una noche helada, gigantescos monogramas, coronas y otros diseños heráldicos formados por bombillas eléctricas de colores —zafiro, esmeralda, rubí— brillaban con cierta encantada frialdad por encima de las nevadas cornisas de las fachadas en las calles residenciales.
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Mis numerosas enfermedades infantiles sirvieron para que mi madre y yo nos uniéramos más incluso. De pequeño, mostré una aptitud desacostumbrada para las matemáticas, que perdí del todo en mi adolescencia, época singularmente desprovista de talento. Este don desempeñó un horrible papel en mis combates contra las anginas o la escarlatina, pues tenía la sensación de que unas enormes esferas y unos números gigantescos se hinchaban implacablemente en mi dolorido cerebro. Un necio preceptor me había enseñado los logaritmos a una edad tempranísima, y yo había leído por mi parte (en una publicación británica, creo que en el Boy's Own Paper) que hubo un calculador hindú que era capaz, exactamente en dos segundos, de hallar la raíz decimoséptima de, por ejemplo, 3529471145760275132301897342055866171392 (no estoy seguro de que sea el número exacto; de todos modos, la raíz era 212). Tales eran los monstruos que florecían en mi delirio, y el único modo de evitar que se me metieran en la cabeza hasta expulsarme de mí mismo consistía en arrancarles el corazón. Pero eran muy fuertes, y yo me sentaba en la cama y formaba laboriosamente frases mutiladas con las que trataba de explicárselo todo a mi madre. Por debajo de mi delirio, descubrió sensaciones que también ella había conocido, y su comprensión devolvía mi universo en expansión a la norma newtoniana.
Algún futuro especialista en aburridas erudiciones literarias tales como el autoplagiarismo disfrutará comparando una experiencia del protagonista de mi novela The Giftcon el acontecimiento original. Un día, después de una larga enfermedad, cuando todavía estaba muy débil y aún guardaba cama, me encontré disfrutando de una desacostumbrada euforia de ligereza y reposo. Sabía que mi madre había salido a comprarme el regalo diario que hacía tan deliciosas aquellas convalecencias. No podía adivinar qué sería esta vez, pero a través del cristal de mi estado extrañamente translúcido la visualicé con claridad mientras bajaba por la calle Morskaya en dirección a la avenida Nevsky. Distinguí el trineo ligero tirado por un caballo alazán. Oí su áspera respiración, el rítmico rumor de su escroto, y el seco golpeteo de los bloques de tierra helada y nieve contra el trineo. Ante mis ojos y ante los de mi madre aparecían las posaderas del cochero, envuelto en su acolchado sobretodo azul, y el reloj con funda de cuero (las dos y veinte) sujeto a la parte trasera de su cinturón, bajo el que se curvaban los acalabazados pliegues de su bien protegida grupa. Vi las pieles de foca de mi madre y, a medida que aumentaba la helada velocidad, el manguito con el que se protegió la cara con ese ademán gracioso propio de las damas de San Petersburgo en sus desplazamientos invernales. Dos puntas de la enorme manta de oso con la que iba cubierta hasta la cintura estaban sujetas por medio de sendas anillas a un par de asideros situados en el bajo respaldo de su asiento. Y a su espalda, agarrándose a esos asideros, un lacayo tocado con un sombrero escarapelado se mantenía en pie sobre un estrecho soporte situado por encima de la extremidad posterior de los patines.
Presente todavía la imagen del trineo, vi que se detenía en la tienda de Treumann (artículos de escritorio, chucherías de bronce, barajas). Poco después mi madre salió de la tienda seguida por el lacayo. Este llevaba su compra, y a mí me pareció que era un lápiz. Me asombró que no llevara ella misma un objeto tan pequeño, y esta desagradable cuestión de las dimensiones provocó un leve despertar, afortunadamente muy breve, del «efecto de dilatación mental» que yo creía que habría desaparecido con la fiebre. Cuando la estaban arrebujando de nuevo en el trineo, vi el vapor que exhalaban todos ellos, incluido el caballo. También observé el familiar puchero de los labios con el que mi madre acostumbraba a aflojar un poco la tensión con que el velo se le ajustaba a la cara, y en el momento en que escribo esto, el tacto de reticulada suavidad que solían sentir mis labios cuando besaba su velada mejilla se presenta de nuevo, vuela otra vez hacia mí con un grito de alegría procedente de aquel pasado azul nieve y azul ventana (las cortinas no habían sido corridas aún).