Guerra y paz
Guerra y paz читать книгу онлайн
Mientras la aristocracia de Moscu y San Petersburgo mantiene una vida opulenta, pero ajena a todo aquello que acontece fuera de su reducido ambito, las tropas napoleonicas, que con su triunfo en Austerlitz dominan Europa, se disponen a conquistar Rusia. Guerra y paz es un clasico de la literatura universal. Tolstoi es, con Dostoievski, el autor mas grande que ha dado la literatura rusa. Guerra y paz se ha traducido pocas veces al espanol y la edicion que presentamos es la mejor traducida y mejor anotada. Reeditamos aqui en un formato mas grande y legible la traduccion de Lydia Kuper, la unica traduccion autentica y fiable del ruso que existe en el mercado espanol. La traduccion de Lain Entralgo se publico hace mas de treinta anos y presenta deficiencias de traduccion. La traduccion de Mondadori se hizo en base a una edicion de Guerra y paz publicada hace unos anos para revender la novela, pero es una edicion que no se hizo a partir del texto canonico, incluso tiene otro final. La edicion de Mario Muchnik contiene unos anexos con un indice de todos los personajes que aparecen en la novela, y otro indice que desglosa el contenido de cada capitulo.
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La tía acogió a los dos jóvenes en su rincón, aunque más bien parecía querer ocultar su adoración por Elena y expresar más bien el miedo que sentía por Anna Pávlovna. Miraba a su sobrina como preguntando qué debía hacer con los dos jóvenes. Al retirarse, Anna Pávlovna tocó de nuevo con su dedo el brazo a Pierre y le dijo:
—J'espère que vous ne direz plus qu’on s’ennuie chez moi 194— y miró a Elena.
Ésta sonrió, como diciendo que no admitía la posibilidad de que nadie la viera sin sentirse entusiasmado. La tía tosió un poco, tragó saliva y dijo en francés que estaba muy contenta de ver a Elena. Después se volvió a Pierre con idéntico saludo y las mismas expresiones. Durante la conversación, aburrida y entrecortada, Elena miró a Pierre y le sonrió con aquella hermosa y clara sonrisa que tenía para todos. Pierre estaba tan acostumbrado a esa sonrisa, significaba tan poco para él, que apenas si le prestó atención. La tía comenzó a hablar de la colección de tabaqueras del padre de Pierre, el conde Bezújov, y mostró la suya. La princesa Elena se la pidió para ver el retrato del marido de la tía, allí pintado.
—Seguramente es trabajo de Vinesse— dijo Pierre, aludiendo a un miniaturista muy conocido. Se inclinó sobre la mesa para coger la tabaquera, sin dejar de escuchar la conversación que se mantenía en la mesa vecina.
Se incorporó para dar la vuelta, pero la tía le tendió la tabaquera por detrás mismo de la muchacha; se inclinó Elena para dejar sitio y se volvió sonriendo. Como siempre en las veladas, llevaba un vestido muy escotado, tanto por delante como por la espalda, según la moda de la época. Su busto, que a Pierre le había parecido siempre de mármol, estaba tan cerca del joven que involuntariamente distinguió con sus ojos miopes la viva fascinación de los hombros y del cuello, tan próximos a sus labios que no habría tenido más que inclinarse un poco para rozarlos. Sintió el calor de su cuerpo, el aroma de su perfume y el crujido del corsé a cada movimiento. No veía ya aquella belleza marmórea que formaba un conjunto con el traje de noche; veía y sentía toda la seducción de su cuerpo, oculto tan sólo por el vestido. Y una vez visto así, no podía ver de otro modo, igual que no podemos caer en el engaño una vez explicado.
Elena parecía decirle: “¿Es que no se había dado cuenta de lo preciosa que soy? ¿No sabía que soy una mujer? Pues sí, soy una mujer que puede pertenecer a cualquiera, y también a usted”. Y en ese momento, Pierre sintió que Elena no sólo podía ser su mujer, sino que debía serlo y que no podía ser de otra manera.
Lo supo con tanta seguridad como si estuviera ya en el altar con ella. ¿Cómo ocurriría? ¿Cuándo? Lo ignoraba. Tampoco podía saber si estaría bien (le parecía más bien que no), pero estaba seguro de que aquello sucedería.
Pierre bajó los ojos y la miró de nuevo; deseaba verla ajena a él, una beldad tan lejana como antes lo era cada día.
Pero ya no podía ser así. No podía, lo mismo que un hombre que en la niebla confunde un manojo de malas hierbas con un árbol no puede, cuando ha visto que es hierba, seguir creyendo que es un árbol. La veía terriblemente próxima; se sentía ya bajo su poder. Entre los dos no había más obstáculos que los puestos por su propia voluntad.
—Bon, je vous laisse dans votre petit coin; je vois que vous y êtes très bien— dijo la voz de Anna Pávlovna. 195
Pierre, tratando de recordar si había hecho algo inconveniente, miró en derredor ruborizado. Le parecía que todos sabían lo mismo que él lo que le había ocurrido.
Unos momentos después, cuando Pierre se acercó al grupo grande, Anna Pávlovna le dijo:
—On dit que vous embellisez votre maison de Pétersbourg. 196
(Y era verdad. El arquitecto le había dicho que era necesario hacerlo, y Pierre, sin saber por qué, había empezado a restaurar la inmensa casa de San Petersburgo.)
—C’est bien, mais ne déménagez pas de chez le prince Basile. Il est bon d'avoir un ami comme le prince. J’en sais quelque chose. N’est-ce pas? 197— y se volvió sonriendo al príncipe Vasili. —Y usted es tan joven; necesita consejo... No se enfade si uso de mis privilegios de vieja.
Calló, como hacen siempre las mujeres que esperan un cumplido cuando hablan de su edad.
—Si se casa será otra cosa.
Y unió a ambos en una mirada. Pierre no miraba a Elena ni ella a él; sin embargo, la sentía terriblemente próxima. Murmuró Pierre unas palabras y se ruborizó.
Ya en casa, tardó en conciliar el sueño, pensando en cuanto le había ocurrido. Ahora bien, ¿qué le había ocurrido? Nada. Sólo comprendía que una mujer a la cual conocía desde que era niño, de la que había dicho sin entusiasmo: “Sí, es guapa”, cuando otros ponderaban su belleza, podía ahora pertenecerle.
“Pero es estúpida, yo mismo he dicho que era estúpida —pensaba—. Hay algo de perverso y de prohibido en ese sentimiento que ha despertado en mí. He oído decir que su hermano Anatole estaba enamorado de ella, y ella de él, toda una historia, y que por eso han tenido que alejar a Anatole. Hipólito es hermano suyo..., su padre es el príncipe Vasili... Eso no está bien." Y mientras razonaba así (razonamientos que quedaban incompletos) sonreía, y aun reconociendo que al primer razonamiento podían unirse otros, pensaba al mismo tiempo en la mediocridad de Elena, y soñaba en que podía ser su mujer, que llegaría a enamorarse de él y ser distinta de la que él conocía, y que todo cuanto había pensado y oído era falso. Y una vez más veía no a la hija del príncipe Vasili, sino todo su cuerpo cubierto tan sólo por el vestido gris. “¿Pero, por qué hasta ahora nunca había pensado en eso?” Y en seguida se decía que aquello era imposible, que ese matrimonio estaría mal, que sería algo contra natura y deshonesto. Recordaba las palabras de Elena, sus miradas, así como las palabras y miradas de quienes los habían visto juntos; las de Anna Pávlovna, cuando le hablaba de su casa, y miles de alusiones del príncipe Vasili y de los demás. Se sintió horrorizado, ¿no estaba ya obligado a llevar a cabo un acto reprochable que no debía realizar? Pero mientras se repetía semejantes reflexiones, en otro rincón de su alma surgía la imagen de Elena con toda su femenina belleza.
II
En noviembre de 1805 el príncipe Vasili hubo de salir en viaje de inspección a cuatro provincias. Se había procurado esa comisión para visitar al mismo tiempo sus fincas en ruinoso estado y para ir con su hijo Anatole (al que recogería en la ciudad donde estaba de guarnición) a la casa del príncipe Nikolái Andréievich Bolkonski a fin de casarlo con la hija de aquel viejo tan adinerado. Pero antes de salir, el príncipe Vasili quería decidir lo de Pierre. Verdad era que en los últimos tiempos Pierre se pasaba horas enteras en casa del príncipe Vasili (donde se alojaba), y delante de Elena se mostraba risible, turbado y estúpido como corresponde a un enamorado. Pero todavía no había hecho la petición.
“Tout ça est bel et bon, mais il faut que ça finisse”, 198se dijo una mañana el príncipe Vasili con un triste suspiro, convencido de que Pierre, que tan obligado le estaba, no obraba del todo bien en semejante asunto. “La juventud..., la irreflexión... ¡Que Dios lo perdone! —pensaba el príncipe Vasili, feliz de sentirse tan bondadoso—. Mais il faut que ç afinisse. Pasado mañana, cumpleaños de Elena, invitaré a unos cuantos amigos, y si no entiende lo que debe hacer, lo haré yo. Sí: es cosa mía, yo soy el padre.”
Mes y medio había pasado desde la velada de Anna Pávlovna y desde la agitada noche de insomnio cuando decidió que el matrimonio con Elena sería una desgracia, por lo cual debía evitarla y marcharse; Pierre, después de esa decisión, no había dejado aún la casa del príncipe Vasili y sentía con angustia que, a los ojos de todo el mundo, cada día se ligaba más a Elena; que no podía pensar en ella como antes y que ni siquiera podía separarse de ella; que iba a ser algo terrible, pero debería vincular su suerte a la suya. Tal vez habría podido mantenerse alejado, pero no pasaba un día sin que el príncipe Vasili (en cuya casa eran, por lo común, bastante raras las fiestas) no inventase alguna velada a la cual tenía que asistir Pierre, si no quería frustrar el placer de todos y desilusionar sus esperanzas. El príncipe Vasili, en los pocos momentos en que permanecía en casa, al pasar junto a Pierre le estrechaba la mano, tirando de ella haría abajo, le tendía la mejilla afeitada y rugosa para que le diera un beso y decía “hasta mañana”, “volveré para la cena, pues si no, nunca te veo”, “me quedo por ti”, etcétera. Pero aun cuando el príncipe Vasili se quedaba por el (según decía), apenas le dirigía dos palabras. Pierre no tenía el valor de frustrar sus esperanzas. Cada día se decía lo mismo: “Es necesario que la comprenda y sepa cómo es. ¿Me equivocaba antes, o me equivoco ahora? No, no es una estúpida; es una magnífica muchacha —pensaba—; nunca se equivoca ni dice tonterías; habla poco y todo cuanto dice es claro y sencillo. Por tanto no es estúpida; jamás se ha turbado ni se turba. ¡No es, pues, una mala mujer!”. Muchas veces empezaba a conversar con ella, dando salida a sus pensamientos, y siempre Elena le contestaba o con una razón breve y oportuna, haciendo ver que eso no le interesaba, o con una silenciosa sonrisa y una mirada que mostraban a Pierre, mejor que ninguna otra cosa, su superioridad. Ella tenía razón al juzgar pueriles todos los razonamientos en comparación con esa sonrisa.