-->

Antologia De Cuentos

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу Antologia De Cuentos, Чехов Антон Павлович-- . Жанр: Классическая проза. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
Antologia De Cuentos
Название: Antologia De Cuentos
Дата добавления: 15 январь 2020
Количество просмотров: 127
Читать онлайн

Antologia De Cuentos читать книгу онлайн

Antologia De Cuentos - читать бесплатно онлайн , автор Чехов Антон Павлович

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 48 49 50 51 52 53 54 55 56 ... 97 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

—Se diría que apenas he comido y bebido.

Pawel Vasilevitch y Stiopa, sentados aparte, ojean un periódico ilustrado de 1878.

—«El monumento de Leonardo de Vinci, frente a la galería Víctor Manuel» —lee uno de ellos—. Vaya, parece un arco de triunfo. Un caballero y una señora. En perspectiva, hombrecitos.

—Aquel hombrecito —dice Stiopa— se parece a un colegial.

—Vuelve la hoja. «La trompa de una mosca vista al microscopio.» Valiente trompa. Valiente mosca. ¿Qué aspecto será el de una chinche vista al microscopio? ¡Qué feo es eso!

En el reloj suenan las diez. La cocinera entra y se prosterna a los pies de su amo:

—Perdóname, por Dios, Pawel Vasilevitch —dice ella levantándose en seguida.

—Y tú perdóname también —responde Pawel Vasilevitch con indiferencia.

La cocinera pide perdón en la misma forma a todos los presentes, excepto a la comadrona, que ella no considera digna de tal atención. Así transcurre otra media hora en toda calma.

El periódico ilustrado es relegado encima de un sofá, y Pawel Vasilevitch declama unos versos que aprendió en su niñez. Stiopa lo contempla, escucha sus frases incomprensibles, se frota los ojos y dice:

—Tengo sueño, me voy a acostar.

—¿Acostarte? No es posible. Si no has comido nada...

—No tengo hambre.

—No puede ser —insiste la madre asustada—. Mañana es vigilia...

Pawel Vasilevitch interviene.

—Es imposible...; hay que comer. Mañana comienza la Cuaresma...; es necesario que comas.

—¡Tengo mucho sueño!

—En tal caso, a comer en seguida —añade Pawel Vasilevitch con agitación...—. ¡Pronto! ¡A poner la mesa!

Pelagia Ivanova hace un gran gesto y corre hacia la cocina, como si se hubiese declarado en la misma un incendio.

—¡Pronto! ¡Pronto! Stiopa tiene sueño. ¡Dios mío! Hay que apresurarse.

A los cinco minutos, la mesa está puesta; los gatos vuelven al comedor con los rabos erguidos, y la familia empieza a cenar. Nadie tiene hambre. Los estómagos están repletos. Sin embargo, hay que comer.

La víspera del juicio

Memorias de un reo

—Disgusto tendremos, señorito —me dijo el cochero indicándome con su fusta una liebre que atravesaba la carretera delante de nosotros.

Aun sin liebre, mi situación era desesperada. Yo iba al tribunal del distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de responder a una acusación por bigamia.

Hacía un tiempo atroz. Al llegar a la estación, me encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como si me hubieran dado de palos; me hallaba transido de frío y atontado por el vaivén monótono del trineo.

A la puerta de la estación salió a recibirme el celador. Llevaba calzones a rayas, y era un hombre alto y calvo, con bigotes espesos que parecían salirle de la nariz, tapándole los conductos del olfato.

Lo cual le venía bien, porque lo dispensaba de respirar aquella atmósfera de la sala de espera, en la cual me introdujo soplando y rascándose la cabeza.

Era una mezcla de agrio, de olor a lacre y a bichos infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata, humeante de tufo, lanzaba su débil claridad a las sucias paredes.

—Hombre, qué mal huele aquí —le dije, colocando mi maleta en la mesa.

El celador olfateó el aire, incrédulo, sacudiendo la cabeza.

—Huele... como de costumbre —respondió sin dejar de rascarse—. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.

Dicho esto se fue sin añadir una palabra. Al quedarme solo me puse a inspeccionar mi estancia. El sofá, donde tenía que pasar la noche, era ancho como una cama, cubierto de hule y frío como el hielo. Además del canapé, había en la habitación una estufa, la susodicha mesa con el quinqué, unas botas de fieltro, una maletita de mano y un biombo que tapaba uno de los rincones. Detrás del biombo alguien dormía dulcemente.

Arreglé mi lecho y empecé a desnudarme. Me quité la chaqueta, el pantalón y las botas, y sonreí bajo la sensación agradable del calor; me desperecé estirando los brazos; di brincos para acabar de calentarme; mi nariz se acostumbró al mal olor, los saltos me hicieron entrar completamente en reacción, y no me quedaba sino tenderme en el diván y dormirme, cuando ocurrió un pequeño incidente.

Mi mirada tropezó con el biombo; me fijé en él bien y advertí que detrás de él una cabecita de mujer —los cabellos sueltos, los ojos relampagueantes, los dientes blancos y dos hoyuelos en las mejillas— me contemplaba y se reía. Me quedé inmóvil, confuso. La cabecita notó que la había visto y se escondió. Cabizbajo, me dirigí a mi sofá, me tapé con mi abrigo y me acosté.

«¡Qué diablos! —pensé—. Habrá sido testigo de mis saltos... ¡Qué tonto soy!...»

Las facciones de la linda cara entrevista por mí acudieron a mi mente. Una visión seductora me asaltó, mas de pronto sentí un escozor doloroso en la mejilla derecha...; apliqué la mano; no cogí nada; pero no me costó trabajo comprender lo que era gracias al horrible olor.

—¡Abominable! —exclamó al mismo tiempo una vocecita de mujer—; estos malditos bichos me van a comer viva.

Me acordé de mi buena costumbre de traer siempre conmigo una caja de polvos insecticidas. Instantáneamente la saqué de mi maleta; no tenía más que ofrecerla a la cabecita y la amistad quedaba hecha; ¿pero cómo proceder?

—¡Esto es terrible!

—Señora —le dije, empleando la voz más suave que pude haber—, si mal no comprendí, esos bichos la están a usted picando; tengo ciertos polvos infalibles. Si usted desea...

—Hágame el favor.

—En seguida —repliqué con alegría—. Voy a ponerme el abrigo y se los entregaré.

—No, no; pásemelos por encima del biombo; no venga usted aquí.

—Está bien, por encima del biombo, puesto que usted me lo manda; pero no tenga miedo de mí; no soy un cafre.

—¡Quién sabe! A los transeúntes nadie los conoce...

—Ea... ¿Por qué no me permite usted que se los lleve directamente? No hay en ello nada de particular, sobre todo para mí, que soy médico (la engañé, para tranquilizarla). Usted debe saber que los médicos, la policía y los peluqueros tienen derecho a penetrar en las alcobas.

—¿De veras es usted médico; no lo dice usted de broma?

1 ... 48 49 50 51 52 53 54 55 56 ... 97 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название